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    Lector amigo, heme aquí a tus órdenes. Listo, la pluma entre los nerviosos dedos y los espejuelos en los ojos, entregado a la febril composición. ¿Qué te diré hoy? Tengo el corazón henchido de hechos, con los cuales espero disipar el aburrimiento de tus noches de insomnio ... A la línea trazo los renglones de una escena real de justa represalia, sucedida en los días de la ocupación chilena de 1879. Helos a continuación: 

    La Calle Grande —hoy Manuel Muñoz Nájar— del actual y populoso distrito de Miraflores, era antaño una vía amplia y empedrada llena de pequeñas tiendecitas de abarrotes y de picanterías, donde los parroquianos y los futres de la ciudad iban a paladear los renombrados "picantes" miraflorinos, regados con generosa "chicha" preparada por las "hacedoras" de La Pampa. 

    ¡Ah!, las "chicheras" de vestidos untados de grasa y hollín, de cuerpos rechonchos y abultadas barrigas de tanto saborear la alquimia de los "jayaris", "chaqués de tripas", "chairos", "raches de panza", "loritos", "locros picantes", "rocotos rellenos" y demás platos de la picantería arequipeña.


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     La picantería ha desaparecido de nuestro medio urbano. Ya no se ven las "ramaditas" levantadas con horcones de gruesos troncos ennegrecidos por el humo de los "fogones", donde las señoras moscas, libres e independientes, volaban aquí y allá; la picantería con sus "chombas" de arcilla cocida de la Ollería del Cementerio guardaban los "cogollos" de la imperial bebida de los Incas; la picantería llena de "cuyes" para los suculentos "conejos chactados" y de gallinas, pavos cerdudos, patos y gansos, listos a sacrificar sus "pechugas" para los "chupes" de Pascua o para otras frituras de la proverbial cocina de nuestra tierra.

     La picantería de piso de tierra endurecida con su huertecilla en la parte posterior sembrada de perejil, acelga, tomates, cebollas, huatacay, rocotos de todos los colores del arco iris, digo que va desapareciendo de nuestro medio, y es una lástima, pues en ella se va algo netamente arequipeño, algo que fue y es alma de nuestro pueblo, algo que es raza y sangre de nuestra propia sangre. 

    Y bien, cuando entraron los chilenos a nuestra ciudad las puertas se cerraron herméticamente con grandes trancas ajustadas a los portones de las viviendas. Sólo una que otra tiendecita miserable en las afueras del poblado "despachaba" a los vecinos y realizado el raquítico comercio, se juntaban nuevamente las entreabiertas puertas con pesados cerrojos. El sobresalto era general y el odio a los "rotos", mayor aún. Los invasores llamaban inútilmente a las puertas, nadie les contestaba ni nadie acudía a su encuentro. Se diría que no había alma en la ciudad. Los odiosos araucanos, como los chacales, esperaban la noche para entregarse al saqueo, al crimen, a la beodez y a la muerte. A esas horas sí que se envalentonaban y con las culatas de los fusiles rompían las puertas para dejar las huellas innobles de la borrachera, de la lujuria, de la venganza y del abuso... ¡Ah, los odiados enemigos del Sur qué atrocidades no cometieron entonces con la ciudadanía débil e indefensa! Empero, lector benévolo, no todo fue temor y estremecimiento. Los paisanos les armaban emboscadas en los lugares apartados y de aquellos parajes solitarios no salía chileno vivo. Gloria a nuestro pueblo valiente que supo ser grande en los días del infortunio, pues jamás se doblegó ante la bota invasora. 

    Pues bien, un día, en la vieja y empedrada Calle Grande, semillero de picanterías y tienduchas, una pareja de "rotos", a eso de las cua¬tro de la tarde, buscaba donde comer y beber a sus anchas. Inútiles habían sido sus esfuerzos para franquear las puertas de las "chicherías", pues sus moradores, para evitar la visita de los indeseables, habían trancado con sillares las puertas de sus establecimientos. La consigna había sido general: no atender a los chilenos, cueste lo que costare. Desgraciadamente, una de aquellas "chicherías", no muy segura de puertas, cedió a los bárbaros golpes de las culatas de la pareja y se abrió estrepitosamente ante la mirada perpleja de la "hacedora".

     —¡Qué quieren! —dijo la chichera malhumorada por el abuso—, aquí no hay nada; todo se terminó temprano, a eso de las tres y media, y ya son más de las cuatro. 

    —Vieja puerca —contestó encolerizado uno de los "rotos" encañonando el fusil a la picantera—, a nosotros no nos engañas.Si quieres seguir viviendo saca rápido algo para comer y mucha, mucha chicha y aguardiente que estamos muertos de sed. 

    La mujer viendo la actitud amenazadora del soldado no tuvo más remedio que entrar a la cocina y traer de mala gana dos platos con costillares y papas para los ogros.

    —Pu ñor por la madre —agregó el compañero—; ahora "mote", queso, pan. 

    —No tengo pan en casa —contestó la chichera al tiempo que ponía sobre la mesa mugrienta dos vasos de portales llenos de chicha y una botella de "cañaso" de la peor calidad—. 

    —¡Pan! —gritaron rabiosos los indeseables—; ve a comprar pan y no te hagas la idiota, que ya te aguantamos demasiado. 

    La "hacedora", disimulando su enojo, llamó a su hija para que consiguiera el pan para los malditos.

    Efectivamente, pocos segundos después, apareció una joven, hermosa como un ángel, que toda temblorosa, se precipitó calle arriba para conseguir en el vecindario el pan solicitado. 

    Minutos después volvía con cuatro panes de "cachete" que colocó, más muerta que viva, sobre la mesa de los "rotos". Los chilenos se miraron y cambiaron una mirada de inteligencia. El plan estaba concertado y con él el crimen. Acto seguido, la cogieron con sus manos asquerosas y comenzaron impúdicamente sus caricias vergonzosas frente a la madre desesperada. 

    Un forcejeo se entabló entre la niña y los soldados mientras la madre se abalanzó con una barreta para defender a su hija. Al poco rato se oyó un ruido en el interior de la cocina, era el padre que acababa de llegar del trabajo y que percatándose de lo que sucedía, cogió un hacha y entró resuelto a terminar con los "rotos". La lucha fue feroz. La mujer atravesó con la barreta a uno de los "rotos" mientras el padre, rojo de rabia, se abalanzó sobre el otro, descargándole un terrible hachazo sobre la cabeza dividiéndosela en dos. El piso de tierra estaba rojo de sangre y dos cuerpos exánimes en el suelo. 

    Terminada la lucha, los chicheros se miraron horrorizados; pero sin perder tiempo limpiaron las huellas de sangre y arrastraron los cuerpos, y luego, los enterraron en la huerta de la casa. Ese fue el epílogo merecido por los "rotos" que queriendo aprovecharse de la joven, encontraron la más terrible muerte en manos de dos inofensivos campesinos que, por salvar el honor de su hija, sacaron fuerzas y valor exterminando a los asquerosos invasores.

    Tomás Guillermo Vizcarra Carvajal. "Arequipa en mi Recuerdo".


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