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    Hay muchas versiones sobre el origen del porque a los arequipeños  nos dicen characatos. Luis Pantigoso Martínez, Profesor y escritor cuzqueño (1909-1982), escribió en 1960 "Monografía del departamento de Arequipa", El último capítulo de la vida de un hombre, Frutos, de la pobreza, de donde se han tomado estas historias que compartimos en está ocasión.


    CHARACATOOOO!

    1.   Un turista curioso

    Llevado de mis aficiones turísticas llegué a Arequipa, ciudad del Sur del Perú, centro importante de comercio e industria.

    En los periódicos de la localidad, con grandes titulares se invitaba a la fiesta de la Virgen de la Candelaria de Characato.

    Me di una palmada en la frente, tratando de recordar. ¿Cuántas veces oí decir «Characato» allá en los remotos yacimientos petrolíferos? Pala­bra frecuente en el lenguaje de la gente culta como en el del vulgo. ¿Era un sobrenombre? ¿Significaba burla o desprecio? ¿Era un gentilicio mal aplicado? 
    Nunca se me ocurrió preguntar a quienes la pronunciaban; pero ahora que estaba en la fuente de investigación y observación saldría de toda duda y saciaría mi curiosidad con datos referentes a este vocablo y a todo lo relacionado con él.

    Me recomendaron que buscara como cicerone a un maestro versado en estos asuntos por haber escrito una obra monográfica interesante.

    Como la fiesta religiosa era al día siguiente me puse de acuerdo con el profesor, el que, demostrando ser un hombre de decisiones rápidas, convino en partir conmigo a las siete de la mañana en punto.
    Integrando una caravana de autos llegamos á la plaza principal del pueblo de Characato. Se había levantado un altar al aire libre donde colocaron la Imagen de la Santísima Virgen que lucía esplendorosa entre una profusión de luces y flores.

    —¿Por qué este acto religioso en plena vía pública? —pregunté a mi guía.

    —Toda esta región fue duramente castigada por dos terremotos consecutivos con intervalo de un año. El templo, de sólida y hermosa construcción, fue erigido durante la colonia por los padres mercedarios. Por efecto del último sismo se hundió un sector de la bóveda y se desplomó parte de los muros, quedando inservible.
    La Capilla que tenemos al frente es muy estrecha, insuficiente para el gentío que viene a implorar ayuda a la Madre de Dios.

    —¿Y este gran monumento que ocupa la parte central del parque, con qué motivo se ha levantado?

    —Examinándolo con detenimiento encontraremos en él la historia concentrada y la explicación de la idiosincrasia de los pobladores de este distrito. Simboliza el Trabajo y el Progreso. Fue construido por acción popular, como demostración de la unidad espiritual de sus hijos dispersos por la redondez de la tierra. La base piramidal de granito verde la hicieron construir todos los characatinos que se hallaban en el departamento de Arequipa. La estatua de bronce y las placas que completan el monumento fueron costeadas por los characatinos que viven en la capital de la república o en el extranjero.

    La estatua representa a Pantaleón Osnayo Pinto, benefactor y proto­tipo del campesino de este lugar. Lleva la cabeza erguida, cubierta con el consabido huachano (sombrero alón de paja); la vista perdida en lejanos horizontes. El torso fornido está cubierto por una camisa abierta que deja al descubierto el amplio pecho; los brazos desnudos muestran los músculos acerados y las venas sobresalientes. El pantalón recogido hasta las rodillas deja al aire las abultadas pantorrillas que descienden en curva suave hasta los pies que sostienen con firmeza el cuerpo. En la mano derecha lleva el arado, y la izquierda, levantada hasta la altura de la frente, está en actitud de expresar: 

    ¡Adelante!


    —¿Quién era Pantaleón Osnayo?

    —Era el primogénito de una familia, casi como todas de este pueblo, sin más patrimonio que su laboriosidad y honradez. Sus juguetes fueron una lampa y un rastrillo en miniatura con los que jugaba a cultivar las plantas. Cuando fue niño, el juego se convirtió en realidad; porque, lampa al hom­bro, seguía a su padre para ejecutar las faenas del campo, cumpliendo desde temprana edad con la sentencia bíblica: «Comerás el pan con el sudor de tu frente». Esta escuela del trabajo modeló su cuerpo robusto y desenvuelto e imprimió en su alma el amor a la tierra y horror a la ociosidad. Insensible­mente, casi sin notarlo, llegó a la juventud.

    En el distrito de Characato la propiedad está muy dividida. Cada familia posee una parcela que escasamente satisface sus necesidades alimenticias. Los habitantes aumentan, los campos de cultivo no se incrementan; al contrario la tierra se empobrece con las frecuentes siembras y el rendimien­to de los productos disminuye ocasionando el hambre y la desocupación.

    Pantaleón era vigoroso y sano. Quería emplear sus fuerzas en ocupacio­nes que le rindieran buenas ganancias; pero el medio en que vivía nada de esto podía brindarle, no obstante que era agricultor y, cuando se ofrecía, albañil, leñador y domador de potros.

    Esta contrariedad lo tornó triste y callado. El no poder realizar sus aspiraciones le quitaba sueño y apetito.


    2.   Amores lonccos

    Todo ser racional llegada la nubilidad, ansia un alma gemela con quien tejer la trama de sus ensueños, disipar sus tristezas y edificar los castillos azules del porvenir. Pantaleón sentía esa necesidad; pero no podía precisarla porque se diluía en todo su cuerpo.

    Con su preocupación a cuestas, caminaba con paso tardo y cabizbajo por la calle principal de su villa, cuando de improviso levantó la cabeza y se encontró con dos ojazos negros, de sedosas pestañas, que lo miraban con esquivez. Ese tropezón le costó la pérdida de su tranquilidad y la multipli­cación de sus ilusiones. Su memoria, cual placa fotográfica, impresionó con nitidez esas pupilas de fuego y por más esfuerzo que hizo no pudo borrarlas. Ejercían tal atracción que sin quererlo sus pies lo conducían a rondar por los alrededores de la casa que habitaba la jovenzuela.

    La oía cantar con voz bien timbrada y melodiosa. Mientras cosía, tejía, lavaba o planchaba soltaba al aire el hechizo de sus canciones. Entonaba los yaravíes de Melgar que su padre, guitarrista y picantero, cantaba en sus ratos de jolgorio.

    Era la mujer que mejor encajaba en sus ensueños: Manos ligeras, hábiles e incansables para el trabajo; alegre, de mente limpia y corazón puro, ¡Digna compañera para un hombre de recio temple y de costumbres sanas!

    Una tempestad de sentimientos encontrados y desconocidos se des­encadenó en el corazón del mancebo, tan fuerte y violenta como son los primeros amores. A ratos se sentía invadido por una pena irresistible; la que, de improviso se tornaba en una alegría desbordante. Se agitaban sus esperanzas y se sentía confiado; pero un soplo ligero de la duda lo sumergía en la desesperación; porque se imaginaba que iba a ser desechado o menos­preciado por la reina de sus pensamientos. Profundos suspiros se escapaban de su pecho viril al pronunciar el nombre de Candita Linares.
    Un día al pasar frente al templo oyó un coro que entonaba la Salve, Salve, en el que sobresalía nítidamente una argentina voz que le era cono­cida y querida. Se detuvo a escuchar. Estuvo tan embelesado que no se dio cuenta que estaba parado en un charco de agua que le mojaba los pies.
    Salieron los fieles de la iglesia y, entre varias muchachas, la prenda de sus ilusiones. Se acercó el mozo al grupo decidido a hacer conocer su pasión. Las saludó con cortesía y dulzonamente preguntó:

    —De quién es esa voz tan fermosa quiasta los jilgueros se callan pa escucharla?

    Las mocitas rieron de buena gana y contestaron al unísono:

    —Es de la Candita —La nombrada agachó la cabeza y se sonrojó.

    Pantaleón, mirándola con ojos ansiosos, expresó:

    —Cómo quisiera tener esa voz pa conquistar tuitos los corazones!

    Riendo y comentando lo dicho, las graciosas muchachas se perdieron en el camino.

    Otro día Pantaleón vio a la Candita recogiendo flores en su chacra. Él se encontraba en una ladera opuesta rajando leña. Quiso aprovechar esta ocasión tan propicia y la llamó:

    —Canditaaaaa a a a!

    —Qué que r í i i i i is ? —contestó la otra.


    —¡Palabriar un rati tooooo pueeee!

    —¡Vení apuradi t o o o o o o!

    Osnayo hubiera ganado cualquier carrera de obstáculos en tiempo record.

    En un segundo estuvo frente a los ojazos que lo volvían cobarde y tembloroso. Se le llenó la boca de saliva y al tragarla casi se ahoga. Tarta­mudeando manifestó lo que, hace rato, quería decirle a gritos:

    —¿Sa...bis...Can, Candita, que vos sois la mujer que Dios hizo pa mí...?

    Al escuchar esas palabras la muchacha se sentó en una piedra; porque las piernas le flaquearon. Le ardían las orejas. Al cabo de un rato contes­tó:

    —Vos estáis bromiando. ¿Pa qué querís una cahuata como yo? —Sus palabras trémulas la denunciaron: Ella también sentía el mismo desasosiego cuando se le presentaba en la mente la imagen del «mozo rondador».

    —Si las cahuatas fueran como vos este pueblo sería un paradiso...

    —¡Qué cosa decís, Pantaleyón! —y sus mejillas se colorearon de fe­licidad.

    —Si vos me quisierais una gotita no habría como yo, hombre más envidiado y feliz sobre la tierra...

    Mirando de reojo al hombre que ya comenzaba a amar, con entusiasmo le aseguró:

    —Esperá, se lo diré a mi mamita, si ella no te ccaiteya, entonces...

    Ambos se miraron palpitantes y sonrientes. Se estrecharon las manos con suavidad en señal de despedida.

    El pacto de amor estaba sellado.

    Pantaleón en su vida miserable y pobre jamás había conocido la feli­cidad. Ahora que se sentía correspondido todo le parecía bueno y bello. El camino de la vida le parecía ancho y fácil, al final del cual estaban materializados sus ideales de bienestar.

    Rebosante de alegría reanudó su pesada labor. El hacha le pareció más liviana y más blando el nudoso tronco.

    Poco después, los vecinos vieron a la Candita y al Pantaleón juntos, oyendo misa; lo que significaba que estaban comprometidos.

    —Perdone que le interrumpa, Profesor, pero a veces le escucho un idioma algo raro que no lo entiendo.

    —Es un paréntesis necesario, mi amigo. El idioma que se hablaba en Characato era un rezago de la jerga castellana que trajeron los españoles en el siglo XVI, mezclada con palabras quechuas castellanizadas. Su acento era peculiar: hablaban como cantando, alargando las sílabas, más la última de la palabra final. Cuando conversaban de bordo a bordo o de cerro a cerro parecía que se zumbaban los vocablos a manera de un contrapunto gaucho.


    3.   Éxodo a lo desconocido

    Por felicidad para Osnayo estalló la Guerra Mundial de 1914.

    Para matar a millones de hombres y devastar pueblos íntegros se necesitaban miles di' toneladas de pólvora. La materia prima para fabricar este explosivo se hallaba en abundancia en las pampas de Tarapacá. La demanda de salitre superó en mucho a la capacidad de producción. Por esta razón los empresarios chilenos y extranjeros que explotaban este metaloide se vieron obligados a contratar braceros en las naciones vecinas. En las principales ciudades del Perú se abrieron oficinas de enganche.
    Pantaleón que siempre bajaba a la ciudad en busca de trabajo oyó hablar de los enganches para el sur. Lo único que se necesitaba era la «Fe de Edad», ser fuerte para el trabajo y gozar de buena salud. El jornal diario era 20 o 50 veces superior al que pagaban en Arequipa. Si el enganchado se enfermaba o no le convenía el trabajo, lo regresaban al lugar de origen.
    Osnayo vio el cielo abierto. Ahora, con su trabajo, podría realizar todos sus sueños, en especial, salir de la miseria. Contento, como pocas veces lo estuvo en su vida, voló a Characato. A precaución la primera consultada sería su noviecita.
    Candita lo escuchó con agrado; porque vio a su prometido sonriente, entusiasmado, intercalando chistes en su conversación, lo que demostraba que su propósito era bueno. Como una muestra real de su cariño le dijo:

    —Vení, tomate un bebe —Y en tanto que saboreaba el dulzor de la chicha continuó:

    —Te veyo tan alegre que me parecís mariau. Mi corazón que es pequeño pal amor que te tengo me dice que te va dir bien. Tei de istrañar muchísimo y lloraré escondidita pa que no se rigan de mi dolor; pero si vos vais a estar feliz, porque vais a trabajar como querís, vete, Pantaleyón rniyo y que la Virgen de la Candelaria vaya contigo —Se le llenaron los ojos de lágrimas; pero hizo un esfuerzo supremo para no llorar; porque no quería entristecer a su novio.

    —Vos sois miángel. Compriendís que soy honrau y me ayudáis con tu consejo. Estaré lejos; pero siempre con vos en mi pensamiento. Tus ojos, que son el fuego que aviva mi amor por vos, serán las estrellas que me consuelen y me guíen en esas tierras que ni sé antarán.

    Con la aprobación de su novia, a trote largo, se fue a la ciudad. Cuan- do se presentó en la Oficina de Enganche lo recibieron con muestras de simpatía; porque era el primero en inscribirse y porque su aspecto físico era inmejorable. Le encargaron que llevara otros hombres como él, advinién­dole que el primer contingente partiría a Chile dentro de ocho días.

    Con el comprobante de enganche que le dieron en la Oficina, demos­trando contento y confianza, se presentó ante sus amigos y les comunicó que en el Sur ganarían plata a montones.

    Algunos pesimistas, que siempre habían vivido como las tortugas pe­gados a su concha, repusieron:

    —Eso de ir tan lejos, sin tener ninguna seguridá, es correr el riesgo de ser explotados o vendidos como esclavos. Siendo pobres, como somos, ¿quién se va a doler de nuestra desgracia? ¿Quién nos amparará lejos de la patria?

    —Yo me voy, así seya al mismo infierno; pero no soporto más la probeza ni la ociosidá —Concluyó enérgicamente Pantaleón.

    Si algunos rechazaron la propuesta del amigo, otros, contagiados de sus ideales de superación, se inscribieron gustosos.

    La víspera de la partida de los 63 enganchados, valga la verdad, lo más granado del pueblo, se reunieron unas corajudas mujeres en un mitin de protesta y en «poblada» se dirigieron a la casa de Pantaleón. En el trayecto algunas gritaban, otras lloraban cual plañideras romanas, las más llevaban palos o piedras. Al llegar frente a la casa de su supuesto enemigo lanzaron una lluvia de guijarros e insultos.

    Osnayo sabía lo que se tramaba en su contra; por eso, con toda sere­nidad salió y se quedó plantado en el umbral de la puerta, esperando que calmara la gritería.
    La cabecilla se adelantó y con voz chillona dijo:

    —Oí, patay perro (andariego), ¿por qué andáis echando a perder a todos los hombres de este pueblo? Si vos sois un burro ccoro, vos solito te debís mandar cambiar y no que nos quitáis a nuestros maridos y a nuestros hijos. ¿Por qué querís que nos dejen botadas? ¿Qué temos fecho pa que nos odees?
    La Manuela, seguida de una sarta de rapazuelos y llevando en la mano derecha una cuchuna, se le acercó amenazante:

    —Oí mala fey, ¿qué hacís invencionando al Pancho pa que se mande mudar? ¿Quién creyís vos que les ha de dar de tragar a estas huahuas? ¿No los vis pataccalas, panzaccalas, tuitos huañules; porque lo que trabajamos no nos alcanza pa nada? ¿Aura que se val Pancho, quién creyís que va sembrar la chacra. ¡Mal veniu!....

    Como la Peta juzgó que ya había dicho mucho la Manuela, le quitó el sitio y a moco tendido se quejaba:

    —¿'Qué has fecho, Pantaleyón? Te lo lleváis al Timoteyo y me dejáis sola como cure en pampa; aura que me iba a casamentar entro un mes. ¿Vos creyís que volverá donde tan lejos por una huaccha como yo? —Y corrían mis lágilinas cual lloclla de Canchismayo....

    Una anciana de cabellos desgreñados y sucios, mientras movía su bastón, colérica y sentenciosamente hablaba:

    —Pantaleyón, yo tei queriu comoa mijo, porque érais buenito; pero aura te maldisco; porque lúas discarriau a mi ñeto que era mi pañui lágrimas. ¿Pa qué lías rnetiu en la mollera que se vaya de mi lau? Contesté, zonzo levaituna. ¡Hocicoycuche! ¿Querís que me muera de hambre? El Antuco se va ni siande será, porque vos, alma negra, lías aconsejau que me deje. ¡Que se friegue esa vieja dirís, pero las pagarís; porque «Hacé el mal y no esperís bien»

    Osnayo escuchó todos los improperios y les daba la razón. Cuando cesaron las recriminaciones, con dicción clara y potente, como salida de un megáfono, contestó:

    —Compriendo su cólera, compriendo su pena; porque en este pueblo nos mos criau juntitos como parientes que sernos y, claro pue, duele se­pararnos. Aura mesmo tengo el corazón ccauchiu de pena por tener que dejar a mis tatitos y a mi Candita; ¿o no soy cristiano como ustedes pa no tener sentimientos? A naiden ley obligau pa que se vaya pal Sur; pero sí les hey aconsejau que nos vayamos de aquí es porque la probeza nos afoga. ¿Acaso no peleyamos por medio (5ctvs). ¿Acaso no queremos matarnos por una gota diagua pa regar nuestras huertas? ¿No nos trompiamos por un manojitui ccacho? ¡Qué es esto Mamita de la Candelaria!


    ¿Y vamos a seguir así, arrastrando trapos huishuis? No. Sernos fuertes, sernos sanos pal trabajo. Vamos a ganar la plata pa comprar lo que no tenemos. Pa trayerles a ustedes lo que aura no podemos darles. Yo no quiero que cuando me matrimonee mi mujer reme como un «macho» ni que mis hijos seyan unos desgraciaus; por eso me voy y que me sigan los que no quieren ser probes toda la vida.
    Por primera vez se escuchó en Characato un discurso tan convincente; porque esa gente se transformó de vengativa y malintencionada en conse­cuente y confiada. Según iba hablando Pantaleón las mujeres sollozaban. Se miraron las unas a las otras y encontraron sus huachanos huaccalis y sus polleras carcas. Pensaron: «Pantaleyón tiene razón». Se disgregó en silencio la reunión y cada cual tomó el regreso, unos por chaupin chacra, otros por patan camino.
    Al día siguiente, al primer canto del gallo, estaba lista la caravana. Quien a caballo, quien a burro, rumbo a «El Dorado».

    Como si un cataclismo hubiera azotado el pueblo todos lloraban. Los que se quedaban estaban desconsolados; las mujeres se lamentaban no poder hacer lo mismo, los niños hubieran querido ser jóvenes para irse también.

    La única que sonreía de felicidad era la Candita; porque ese éxodo era el triunfo de su hombre. Para los más fue escena dolorosa que ahora mismo, a pesar de los años transcurridos, los viejos al recordarla, lloran de emoción.

    ¿Para qué referir nada de las constantes peripecias que tuvieron que soportar en la travesía desde que dejaron su hogar hasta que acamparon en el lugar de trabajo? Si todo era nuevo para ellos, todo tuvieron que experimentar en carne propia, experiencias que iban imprimiendo hue­llas de dolor. 

    Pero eran hombres de férrea contextura y alma templada que todo lo soportaban con estoicismo, como si fueran seres insensibles. Sin embargo, su silencio era revelador. Basta, para medir su dolor, com­parar las rientes vegas de Characato, siempre verdes, de plantas lozanas y florecientes, donde la existencia se desliza paradisíacamente, con este desierto inhóspito, donde la negación de la vida es rotunda, en el que ni las moscas habitan por hostilidad del medio, donde sólo queda en pie la ambición humana.

    El contingente N° 1 fue transportado hasta el centro del desierto, al campamento de la Oficina del Transito, perteneciente a una compañía Chileno-Alemana. Se le alojó en barracones de calamina, con la autori­zación de pedir todo lo que necesitaran; porque el crédito era ilimitado.

    A estos nuevos habitantes de las pampas los primeros días les pesaba como una maldición. Debían acostumbrarse al castigo del clima, habituarse a los raros usos del campamento y a la idiosincrasia heterogénea de los obreros.

    El desierto era un inmenso horno que tostaba a todos, que exprimía del cuerpo la última gota de sudor, que suprimía todo vestigio de sombra.

    El trabajo era agotador pero sencillo. Los paleros tenían que amontonar el salitre, separando las piedras y el cascajo; los barreteros taladraban los bloques de caliche y los dinamitaban; los carreros transportaban los eos- trones de mineral hasta las máquinas moledoras (vulgarmente llamadas chanchos). De aquí nació el dicho: «Échale caliche al chancho».

    Los de Characato veían que Pantaleón, a quien consideraban su jefe, trabajaba incansablemente, sin chistar, ellos deberían seguir su ejemplo.


    4.   La Babel del desierto

    La Oficina del Tránsito era la más importante explotadora del salitre. Contaba con 2,000 obreros, recolectados de los cuatro puntos cardinales de la Tierra. Ejemplares de todas las razas, de toda condición moral: desertores de la guerra, prófugos de las cárceles, expresidiarios, rebalses de los bajos fondos que impusieron «la ley del más bruto». No respetaban a nadie, no temían a nada, su vida la rifaban por un centavo. De aquí que las broncas se suscitaban por nimiedades y la sangre fluía con frecuencia.

    Los muchos baldes de vino que se bebía para combatir el calor y calmar la sed, y la diferencia de nacionalidad eran el origen de todas las disputas.
    Los más belicosos eran los «Rotos», chusma chilena, exponente de todos los vicios, que usaban como lenguaje las palabras más soeces escogidas del vocabulario de todos los idiomas. Por algún motivo insignificante descargaban una andanada de palabrotas y se liaban a golpes con cualquiera; pero si el contrincante era más fuerte apelaban al «corvo», su arma inseparable, y atacaban sin miramientos, asestando golpes a la «huata».

    Los gauchos argentinos, como todos los de la banda oriental eran ami­gueros y calmados. La bebida les revolvía el carácter y surgían los desafíos. Peleaban con sus largos facones, envolviéndose el brazo izquierdo con su poncho para proteger el cuerpo. Eran rivales caballerosos, salían al campo de honor y luchaban frente a frente.

    Pusilánimes y de cuerpo endeble eran los del Altiplano. Soportaban los insultos y hasta los golpes con resignación, pero eran vengativos y ren­corosos. Disimuladamente espiaban a su enemigo para, en un momento de descuido, caerle encima y golpearlo con lo primero que encontraran a mano.
    Los gringos, trotamundos empedernidos que iban coleccionando las malas artes de los lugares donde se estacionaban, peleaban amoldándose a las características del enemigo y, como luchaban con inteligencia, salían victoriosos las más de las veces.

    Los peruanos no eran agresivos, aunque los de la costa asimilaron las costumbres y lenguaje chilenos. Los characatos eran pacíficos. No se mez­claban en reyertas, ni les agradaba usar armas blancas. Cuando alguien les colmaba la medida le asentaban un solo golpe con sus potentes puños y lo enviaban a soñar a los Montes de Ubeda.

    Todos debían su presencia en el desierto a la irresistible atracción del dinero, que ejerce en los hombres la fascinación del canto de las sirenas. Pues bien, dinero había en abundancia para ganarlo con el esfuerzo mus­cular y dilapidarlo después a manos llenas.

    Los sábados día de pago, y los domingos eran de pleno culto al dios Baco. Una trilogía de vicios integraban su corte: el alcoholismo, el tabaquismo y el juego de azar. Bajo su reinado el desenfreno llegaba al paroxismo.

    Las barajas, con toda su variedad de juegos, eran las compañeras inse­parables de los braceros que descansaban de sus fatigas, mirando por horas seguidas las figuras pintadas en las cartas como si fueran retratos de seres amados. ¿La suerte era adversa? ¡No importa! Mañana se repone lo perdido con una tostada, una palada y una sudada. ¿Acaso no hay molleros?

    ¡Ah! ¿la suerte se mostró complaciente? ¡No le hace! Habrá más dinero para pedir con imperio: ¡Una ginebra legítima!

    Días van, días vienen; la vida del campamento es así, vida primitiva, sin variantes ni deleites elevados.

    En el arcano de la noche los hombres se agrupan frente a sus barracas y sentados en la muelle arena, a la luz lejana de las estrellas, rememoran los ya borrosos episodios de un vivir que se fue; pasajes tan profundamente adentrados en el corazón que su recuerdo lo hace retorcer hasta el gemido. Para un ánimo desfalleciente la música es el lenitivo mejor. Algunos pulsan la guitarra y arrancan de sus cuerdas más que sones, ayes lúgubres, como lamentos perdidos. En todos impera la tristeza y su influjo trueca la reunión de hombres en conciliábulo de almas en pena. El abatimiento enciende el deseo de olvidarse de sí mismo, de anularse en el recuerdo; para ello el recurso supremo es el alcohol, amigo fatal.

    Cuántas veces la difusa luz del alba puso tardío fin a este concierto, anunciando que el trabajo es el mejor remedio contra el hastío.

    En esa vorágine de vicios algunos se mantenían sanos; porque vivían a respetuosa distancia de los que tomaban la vida en broma. Esos eran los de Characato que no olvidaron los ideales que los impulsaron a desterrarse voluntariamente en las salitreras.

    La nueva Babel que se formó en las pampas de Tarapacá superó en mu­cho a la Babel del Génesis; porque si en ésta hubo dispersión de hombres, en aquella se concentraron seres humanos de los más distantes y distintos lugares. En una hubo confusión de lenguas, en la otra se unificaron los idiomas en una moderna jerga, nacida de la conjunción de las palabras más usuales del  habla de cada nación. En la Babel bíblica el orgullo fue la causa de su perdición, en la Babel del desierto la ambición de riquezas los pervierte con una gama de vicios que destruye la vida y la salud.

    De continuar esta situación la Oficina del Tránsito se vería envuelta en graves problemas; consideración que obligó a los jefes a agrupar a los obreros por nacionalidades, señalándoles barracas y zonas de extracción de salitre aparte.

    Sábado reunión general de braceros para recibir el pago del jornal. Los «Pasatiempos», planilla en mano, iban llamando a cada obrero, quien debería decir su nacionalidad e incorporarse, a su grupo.
    Comenzó la clasificación:

    -Carlos Rojas                Argentino decía el nombrado
    -César Ahumada           Chileno
    -Jules Dubois                 Francés
    -Nicolás Camero           Boliviano
    -Max Newmann            Alemán
    -Amán Pereira              Brasileño
    -Pantaleón Osnayo       Characato

    —¿Queee?

    —Characato —repitió el nombrado que, como no era instruido, no diferenciaba ni patria ni nacionalidad.

    El Pasatiempo que no era muy leído ni escribido tampoco, anotó: Characato.
    Continuó llamando a los demás compañeros de Pantaleón. Todos repi­tieron lo que dijo éste; porque, lo que hacía o decía su jefe, estaba bien. 
    —Characato,
    —Characato,
    —Characato.

    Repentinamente resonó una amplia carcajada: Ja, ja, ja, ja a a a a a.

    El Pasatiempo medio amoscado, creyendo que se burlaban de él, preguntó:

    —¿Por qué esa risa escandalosa?

    El francés César Moreau, que era el más docto de la partida y el único que se dio cuenta del error, sin poder contener la risa, respondió:

    —¡Gasnápiro! ¿No te das cuenta que ha surgido una nueva nación? Lo raro es que no ha de figurar en los mapas ni en geografías, ¡Ju, ju, ji, ju uu u. La «República de Characato» tiene aquí sus embajadores. ¡Je, je, je, je e e e —y burlonamente los señalaba con ambas manos.

    Desde ese día la palabra «Characato» estaba de moda. Characatos eran todos los arequipeños y por extensión los peruanos.

    La observación de la idiosincrasia de los obreros de este distrito hizo surgir nuevas acepciones de este vocablo:
    A los hombres fuertes y rudos, les llamaban: Characatos; a los inocentones y bonachones, les decían: Characatos; al que cometía un disparate, lo reprendían: «No seas characato».

    Desaparecieron del lenguaje de los peones los nombres propios de los arequipeños; se les llamaba con el nombre común a todos:

    —¡Characato o o o o o!


    Salitrera en Tarapacá.



    5.   El triunfo de un propósito

    Tarapacá 12 de octubre de 1915 Srta. Candita Linares H.

    Characato (Arequipa—Perú)

    Candita de mi alma:

    Deseyo que la presiente tencuentre buenitta de salú en la compañía de tuitos nuestros parientes. Con doña Cata Herrera, la vaporina, te mando quiñentos soles pa que en el próximo enganche te vengáis a mi lau, junto con nuestros pares, como ya les escrebí auntes. Ley dicho a mi mamita que te cuide comoaija propria; porque en el tren y en el buque te podís mariar. Apenas lleguís a lquique nos casaremos como Dios manda. Uniremos nuestros corazones pa siempre y seremos dichosos; yo, con tu amor; tú, con mis cuidados.

    Ahora el sufrimiento es doble pa mí: por el trabajo pasau y por tu ausencia que hace más triste mi soledá. No te hagais esperar más, encantito.

    Te mando un saludo pa tus tatitos, pa mis tatitos, uno pal Antenor. Pa ti mi corazón entero.

    Pantaleyón Osnayo P.



    Según estas instrucciones los parientes próximos y lejanos de Candita y Pantaleón se trasladaron a las pampas de Tarapacá, donde la población ya ha crecido desmesuradamente en poco tiempo. Al rededor de los ba­rracones de obreros se formó una ciudad de hojalata, en la que, hombres, mujeres y niños se movían con febril actividad.

    La señora Candita de Osnayo con su juventud, su simpatía y su bondad transformó en felicidad el ambiente poco acogedor del lugar.


    Osnayo, cada vez más enamorado de su esposa, sólo tenía alabanzas para ella. Opinaba que tenía manos mágicas para calmar dolores, que sus palabras eran bálsamo para los espíritus afligidos. Hasta sus errores eran prodigiosos. Nadie se equivocaba con tanta gracia como su media naranja.

    Paralela a su pasión por la compañera de su vida crecía la fiebre por la extracción del salitre. Se embarcaban miles de toneladas métricas con destino a Europa y Estados Unidos con el consiguiente retorno de miles de Libras Esterlinas.

    Los peones, a excepción de los peruanos y en especial de los characatos, holgazaneaban con cualquier pretexto, hasta para toser abandonaban las herramientas; por lo que la producción no correspondía a las expectativas de los jefes.

    Descubierta la causa de este atraso implantaron en lugar del jornal fijo el trabajo a destajo: Quien más rendía más ganaba.
    De esta ventaja fueron excluidos los peruanos, porque como buenos trabajadores no necesitaban de ese estímulo. Esta injusticia enardeció los ánimos y de hecho quisieron parar el trabajo.

    Pantaleón les aconsejó que cualquier reclamo se debería hacer primero en forma pacífica y si no era escuchado, entonces se apelaba a la fuerza.

    Sus connacionales premiaron esta atinada intervención, eligiéndolo su representante ante los jefes de la Oficina.
    Investido con esta autoridad se presentó al Gerente General:

    —Sr. Rosenthal, ¿por qué los peruanos hemos sido excluidos del trabajo a destajo y seguimos a jornal fijo?

    El jefe se extrañó de la actitud de Osnayo. Estaba acostumbrado a la sumisión incondicional de la peonada.

    —No vengas con reclamos. Nosotros sabemos lo que hacemos en lo nuestro.

    —Muy bien, señor; pero nosotros trabajamos a concencia y queremos ganar más.

    —¿Y si no me diera la gana de darles el trabajo que ustedes exigen?

    —No vengo a reclamar regalos, si no la justicia. Si Ud. no nos atiende nos iremos a trabajar a otra parte, al «Carmen» por ejemplo.

    Oír el nombre del «Carmen», la odiada Oficina rival, y cambiar de actitud, todo fue uno. Mordiéndose los labios respondió:

    —No es para tanto, Pantaleón, estamos muy contentos con ustedes, porque son mejores obreros. Voy a ordenar que sean considerados en las planillas con trabajo a destajo; pero con una condición.... que tú seas el Capataz. Ganarás un peso por cada saco de salitre almacenado.

    —Aceptado, señor, y muchas gracias.

    Por el certero planteamiento del reclamo, Pantaleón triunfó sin difi­cultad y dejó satisfechos a sus paisanos, los que, sonriendo de contento, decían: «Ahora no hay más que rajarse el alma para llenarse los bolsillos de plata».

    Cerca de un año estuvieron trabajando de destajeros y en esta situación hubieran terminado si Osnayo no concibe un gran plan. Cuando lo tuvo madurado se lo expuso al Jefe:

    —Señor, quisiera conversar con usted.

    —¡Hombre! Has escogido bien el momento. No tenía nada que hacer...

    —Vengo a presentarle una nueva forma de trabajo, ventajosa para ustedes y provechosa para nosotros. Queremos ser subconcesionarios. Nosotros explotamos el salitre por nuestra cuenta, en el lugar que ustedes nos señalen con la obligación de venderles toda la producción al mismo precio que le resulta a la Oficina. Así se ahorrarían el pago a gran número de personal, desgaste de maquinaria y lo mejor que se librarían de esa preocupación de no tener suficiente salitre para los embarques.

    —Oye, tu plan es bueno. Consultaré a Santiago y te contestaré dentro de poco.

    —Nosotros explotaremos el salitre bajo contrato, entregando mil sacos semanales, pagaderos al contado violento.

    —Me estás asustando con tu proyecto. Pero me conviene. Mañana te llamo.

    Los Jefes que estaban hartos de luchar con los capataces y obreros, y que no podían aumentar la extracción como querían los Principales Accionistas de la Capital, vieron en el plan de Osnayo la solución de su problema.

    El contrato fue firmado. Le dieron a escoger a Pantaleón el lugar donde quería establecer la Subconcesión.

    Con el proyecto asegurado reunió a sus codistritanos y les comunicó su plan:
    1.— Quienes quisieran depositarían sus ahorros para formar un capital social y establecer una Compañía Explotadora de Salitre.
    2.— Los que no aportaran capital serían socios industriales.
    3.— Las utilidades se repartirían proporcionalmente al capital y al trabajo.
    4.— El Personal de Administración también tendría participación en las utilidades.

    Está de más decir que en masa aceptaron y aprobaron el plan. Con entera confianza depositaron en manos de su Jefe miles de pesos, ahorrados a costa de muchas privaciones.

    Por intermedio de la «Oficina del Tránsito» adquirieron en Santiago de Chile cuanto necesitaban, como son: maquinarias, herramientas, ex­plosivos, medicinas y víveres.
    La Subconcesionaria tenía una extensión de 5 Km2 y estaba situada en las faldas de unos cerros, según elección de Pantaleón.

    El único reparo que le hicieron a este sus compañeros de trabajo fue el lugar que había escogido que estaba lejos de la Central y de la carretera principal.

    Tras un mes de incesante labor los nuevos concesionarios instalaron las maquinarias. Cuando estuvieron en condición de funcionar invitaron a los Jefes de la Oficina Matriz, los que declararon que ni los ingenieros habrían instalado tan bien las máquinas, siguiendo una distribución adecuada para la elaboración del salitre.

    Comenzó la tarea de extracción. Osnayo escogió una hondonada, especie de falla del terreno para la apertura de la primera zanja y comprobar el volumen de la capa superficial y el espesor del nitro. Botaron un grosor de un metro de arena y piedras, y hallaron el manto de caliche. Su alegría fue grande, porque consideraban, comparando con otros lugares, que se hallaba a flor de tierra.

    Con vigor pocas veces igualado siguieron trabajando los barreteros, piqueros y paleros. Escarbaron un metro, dos, tres y no se sabía cuando iba a terminar la altura de la capa de salitre.

    El capataz manifestó en son de broma:

    —Creyó que vamos escarbar hasta il centro i tierra y el caliche no siacaba.

    Los peones redoblaron sus esfuerzos; porque era grande la curiosidad por conocer el grosor de los mantos de nitro. Recién a los cinco metros encontraron el lecho de arena.

    Los braceros, que despreciaban el dolor y se burlaban de las lágrimas, salieron de la zanja con una emoción que los abrumaba y lloraban como niños. Se abrazaban y abrazaban a Pantaleón con cariño y admiración, exclamando proféticamente:

    —¡Pantaleyón merecís un menumento!...

    En efecto, su buena suerte le permitió acertar con el yacimiento más rico de todo el desierto. Jamás ojos mortales vieron ese espléndido regalo de la naturaleza, Si con un metro de espesor ya se consideraban afortunados, ¿qué se podría decir por un hallazgo de cinco metros? Dieron gracias a la Virgen de la Candelaria de Characato por haber premiado sus sufrimientos, soportados con resignación.

    Osnayo superó los métodos rutinarios de la extracción del nitro. Primero hacía limpiar todo material extraño que se hallara en la superficie. Después dinamitaba el mineral y lo obtenía libre de impurezas, simplificando un 50 % de labor.

    Con la máquina pesadora, ensacadora y cosedora que unía las bocas de los costales ahorraba otro 50 % de esfuerzo y tiempo. Por estas razones los obreros de la Subconcesionaria trabajaban ocho horas fijas, con menos desgaste físico y con una utilidad mayor. El salitre de la marca SC (Sub- concesionaria) era preferido por ser de mejor calidad, lo que se tradujo en prosperidad envidiable de la sociedad que fundara Osnayo.

    En 1917 disminuyeron los pedidos de salitre a causa de los bloqueos de los mares que establecieron los países beligerantes y porque los alemanes inventaron la manera de solidificar el ázoe del aire. Pantaleón tuvo la corazonada de que era el principio del fin.

    Durante una reunión de familia, en la que estaban presentes los princi­pales accionistas de la Compañía, manifestó que se iba a retirar del negocio por tres razones: por haberle prometido a Candita; por haber ganado dinero suficiente como para vivir con comodidad y porque sus socios también poseían dinero suficiente como para retirarse tranquilos.

    La noticia causó disgusto general. Rogaron para que todavía no se retirara; que su responsabilidad de Jefe no le permitía abandonar la obra y que podía ganar mucho más dinero.

    Ninguna razón doblegó su firme resolución de alejarse de la Compañía.

    Recurrieron a Candita para que disuadiera a su esposo. Ella, muy por el contrario, lo apoyó y reforzó sus razones:

    —Los deseos de Pantaleón son órdenes pa mí. Y soy la primera en exigirle que cumpla su palabra de llevarme a nuestro pueblo para vivir felices bajo la sombra de nuestra bandera.

    Cuando Pantaleón Osnayo, después tres años de ausencia, llegó a Characato los pocos habitantes que quedaron después de la fiebre de las emigraciones, lo recibieron triunfalmente; porque reconocían que sus iniciativas había forjado la prosperidad de muchos hijos del lugar. Allí per­maneció hasta decidir su futuro. Es verdad que él podía vivir con holgura, hasta con lujo con el dinero que poseía; pero su apego al trabajo lo hacía proyectar nuevas empresas.

    Se trasladó a Lima con toda su familia. En esta capital estaba de moda Chanchamayo. ¿Quién no se hacía lenguas elogiando este valle ubérrimo de la selva?

    Para comprobar lo que decían los agricultores de esta zona viajó al lugar. Se convenció de que las alabanzas eran insignificantes ante la realidad de la riqueza vegetal y la fertilidad del suelo. 

    Admirado de la región que entregaba con prodigalidad sus cuantiosos tesoros a quien los supiera con­quistar, resolvió incorporarse nuevamente a la agricultura; porque ese fértil valle resucitó en él su amor a la tierra y porque su extensión y condiciones favorables permitía establecer una empresa de grandes alcances.

    Obtuvo una concesión de 100 hectáreas, donde se estableció con toda su familia y varios parientes con los que fundó el pueblo de «La Cande­laria» .

    Allí lo tenemos de gran hacendado: fruticultor y cafetalero. Es un personaje respetable, más por sur virtudes que por sus caudales.

    Los que sudaron con él en el desierto lo tienen siempre presente y, cuando lo ven campante, paseando por las avenidas de Lima, con cariño lo llaman:


    —¡Cha ra ca to o o o o o!





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    Fuente:
    • Tradiciones y Leyendas Arequipeñas Antología.
    • Pintura de portada:  Johny Escobedo.