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    Germinal la Revista del Instituto Regional de Cultura de Arequipa tuvo entre sus colaboradores al doctor Alberto Heredia Márquez (1915-2016),  profesor de la Facultad de Educación en la UNSA,  Catedrático y Decano de la Facultad de Derecho y Profesor Emérito en la Universidad Católica de Santa María. Para 1991 la anteriormente citada revista  publicó un pequeño artículo de su autoría el cual compartimos con ustedes.





    El Callejón de la Regidora. (Recuerdos de mi infancia).

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    La Última cuadra de la calle del Palacio Viejo por donde se llegaba a un Chili rumoroso, se llamaba Callejón de la Regidora. De acuerdo con las normas de entonces, debió haber vivido allí la esposa de un alto funcionario municipal; tal vez, en la casona solariega, de sillar y calicanto, que se erguía señorial y distinguida, en la mitad del callejón. Y que, era la morada de la señorita Raimunda, madura solterona que llevaba con dignidad Y decencia un ocaso crepuscular de lo que debió haber sido un mediodía esplendoroso, ahogado ahora por una pobreza que si bien redujo lujos y ostentaciones no quitó nobleza ni distinción. 

    La calle de la Cruz Verde, denominada así por la existencia cuatro cuadras más arriba -de una hornacina donde se veneraba el Santo Madero señalaba el lindero urbano de la tranquila y hermosa aldea que era por entonces Arequipa. El trazado rectangular, de ¡as calles tiradas a cordel por los fundadores hispanos, tenía su límite occidental en esta vía que desde la calle del Puente Grau hasta la del Consuelo señalaba el fin de la ciudad y el comienzo del campo. 

    Efectivamente, desde ella, por callejones con nombres sugestivos se descendía hacia los campos de cultivo. El de Vargas, el del Puente, el de la Regidora, el de Cantarranas, eran los accesos al río, sin olvidarnos del Resbalón, nombre críptico que se pronunciaba en voz baja y ante cuya sola mención las señoras madres de familia pensaban en el demonio. Es que en el Resbalón vivían las llamadas mujeres malas que no lo debieron ser tanto si es que se oía la conversación secreta de los hombres maduros que, alguna vez o muchas, conocieron las bondades de esas abominadas féminas. Haber estado en el Resbalón era timbre de varonía y motivo de exorcismos para esas matronas de otrora que no concebían ni el desliz ni el pecado. 

    Y como era el límite suburbano de la ciudad del Misti, la calle de la Cruz Verde era la ruta obligada de campesinos y mercachifles. Por ella discurrían, cansinos y resignados, los asnos que, cargados de trigo, iban a! Molino de las Mercedes, para regresar albos y enharinados, portando los sacos que llevaban a los amasijos de la ciudad. Por allí, transitaban las rubias lecheritas de Socabaya que nos traían, diariamente, los sápidos productos de sus vaqueríos. Y un espectáculo que enardecía nuestras mentes infantiles ocurría cuando se topaba la recua de pollinos molineros, con la despreocupada burrita, que, en estado de merecer, no había previsto la ansiedad de sus contrapartes masculinas. Venía entonces el corretear veloz por el empedrado, las cantarillas que volaban por los aires regando su albo contenido por puertas y ventanas, los gritos destemplados de la intonsa campesina, los comentarios picarescos de los viandantes y la expectativa curiosa de los niños. Todo terminaba, cuando cumpliendo vital necesidad, se producía el apareamiento a vista y regocijo de los espectadores ... 


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    El Callejón de la Regidora, escenario de mi infancia, estaba delimitado por tres acequias. Para el regadío de las chacras del hoy Vallecito, los Manzanitos y la Pampilla, se derivaron canales que llevaban las linfas del Chin hacia esas retiradas zonas. Hasta antes de 1940, toda la ciudad de Arequipa, estaba cruzada por acequias que, a la vez, servían de canales de desagüe. En la esquina de la Pontezuela, en pleno corazón de Arequipa, debió existir en tiempos pasados una pequeña puente para salvar el obstáculo que representaba la acequia que discurría por detrás de la Basílica Catedral y que, según cuentan los historiadores, dio el agua que sirvió para ahogar uno de los tantos incendios que destruyeron nuestro templo principal. 

    La primera acequia, donde comenzaba la cuesta empedrada del Callejón, se denominaba de la Ronda. Circulaba por detrás de las casas de la calle de la Cruz Verde, recogiendo basuras y desechos, para luego caminar, a tajo abierto, por Sucre y después de vencer el Sifón de Tacna y Arica, enrumbarse hacia el Cementerio. 

    La segunda, situada a mitad de la cuesta, estaba canalizada y por una herida que tenía en su parte central, salían las aguas que servían de cloaca a las casas del Callejón y por donde circulaban elementos que la higiene y el decoro tuvieron que hacer desaparecer. 

    La tercera, ya lindante con las chacras, era el desagüe de las curtiembres de la zona y sus aguas aumentaban los trapiches molineros de las Mercedes. Este último canal tenía otro significado. Cerca de la puente por donde se le cruzaba, moraban mirladas de unos pequeños insectos acuáticos, llenos de yodo y pletóricos de vitaminas.

     Cuando recibíamos la orden de la tía Emilia, íbamos al canal y recogíamos los "chiches" que después, triturados con ají, cebolla, y huatacay, harían una sabrosa ocopa capaz de levantar muertos. Bocado delicioso y reconfortante que se alternaba con la ocopa de pajaritos que era otra de las sabrosuras de la culinaria mistiana. 

    De estas acequias, a través de chorros y desvíos, se obtenía agua para el cultivo de los huertos que existían en todas las casas del callejón, lauros de piedras, coronados por espinos, circundaban las heredades, en cuyo interior se enseñoreaban variedades de árboles frutales, Aventura sencilla pero peligrosa era trasponer esos muros y cosechar las pomas que, rosadas y jugosas, invitaban al deleite. Era toda una hazaña con vigías, actores y acopladores para poder sortear los palazos de los dueños y los tarascones de negros mastines, que no sólo se llevaban los fundillos de los calzones -el pantalón lo usaban los viejos- sino que, a veces, dejaban la huella de sus caninos feroces en blancas posaderas.

    Un huerto que visitábamos, educadamente, era el de la Sra. Agustina. Con un sol , que nos daba mi padre y con un cesto en el brazo, mercábamos duraznos en los predios agustinianos. Y mientras la señora, barría con su saya el suelo lleno de hojarascas, con un palo iba recogiendo los frutos hasta llenar la canasta regalando varios de ellos a los emocionados compradores quienes, a través de los cristales, contemplaban abobados el mar frutecido de duraznales, ciruelos, papayos, guindos, membrillares... 

    Una canasta llena de duraznos, grandes y sabrosos, por un sol, de los de esa época. Pero también la huerta de la Sra. Agustina, tenía otro misterio. Se hablaba de un señor extranjero, músico por más señas, que acudía a los predios de la dueña. Y no sabíamos nosotros si el alto pianista, un tanto desgarbado, concurría al solar atraído, como nosotros, por los frutos de la huerta o por los encantos de la hortera. Personas que sabían más que nosotros, pronunciaban en voz baja el nombre del autor de "Luces y Sombras". Todos cuanto habitaban en el Callejón constituían una grande y solidaria familia. Había un respeto mutuo a las diferencias de alcurnia y de situación social. Y tan estimado y considerado era el abogado de, fama que vivía allí, como la humilde modista que se ganaba la vida como ayudanta de un taller de costura. En otro artículo, haremos referencias a las familias del lugar que, dentro de su modestia, vivían felices y contentos, sin sobresaltos y angustias que ahora nos ha traído la llamada lucha de clases sociales. ¿Riñas?, sólo las provocaban los forasteros que venían de las partes altas de la ciudad. ¿Robos?, si los postigos no se aseguraban con trancas, por algo sería. ¿Mendicidad? todos tenían su pasar, discreto pero seguro, sin envidiar a nadie, sin perjudicar a nadie.

    La celebración culminante del Callejón, era la festividad de la Santa Cruz. En un solar de honrados vecinos, moraba un probo y experto quepicero, don Emilio Ziegner que era el devoto del Sagrado Madero, una pequeña cruz que desde su altar erigido en una de las paredes del patio, presidía todos los actos de estas cristianas gentes para quienes el temor a Dios, era la suprema ley de sus vidas. 

    Desde días antes, comenzaban los preparativos, para contento de los menores y para los cabildeos de los mayores cuya principal preocupación era lograr mejores resultados que los de la festividad del año anterior. Se pedía óbolos, se ofrecían ahorros, se aportaba trabajo. Ninguno quería ármenos y todos contribuían con lo que sus posibilidades le permitían. Había que confeccionar cadenetas y quitasueños para adornar el patio del solar, las vecinas se comprometían a elaborar ponches y dianas para agasajar a los visitantes -repito, agasajar-, se contrataban cohetes y fuegos de artificio. Y lo que es más notable, los jóvenes mayores preparaban la Velada de la Víspera cuyo número obligado era la presentación del drama religioso "Moros y Cristianos". Parlamentos, vestuarios, escenografía, utilería, todo se calculaba en los menores  detalles para conseguir un feliz suceso que superara al que se escenificaba en las fiestas de las Cruces de la Ranchería o de la Casa Rosada que era la mejor entre las mejores. La noche de mayo, con cielo estrellado, alegría en los corazones, luz en los patios y en las mentes, calor de leche y de canela en los cuerpos, tranquilidad en los espíritus, son recuerdos imborrables de una infancia feliz que duró lo que duró un cuento de hadas...


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    Fuente: 
    • Revista Germinal, N°5  Año 3 Enero-Junio 1991.
    • Fotografía de portada (1) Recorte fotográfico, Panorámica de Wegner, Richard N. 1927-1929.
    • (2): Fotografía coloreada digitalmente. Base fotográfica , Panorámica de 1900. Max T. Vargas. Foto(3) Lechera  foto coloreada digitalmente. Base fotográfica , Foto de los años 60.
    • Foto (4) Postal de 1890.