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    La escritora chilena Lucía del Campo de Barcellos, escribió en la primera década del siglo XX un diario muy descriptivo de viajes, si bien es muy poco conocida  para José Toribio Medina Zavala (Santiago, 21 de octubre de 1852 – 11 de diciembre de 1930) quien fuese  un abogado, bibliógrafo, investigador, historiador, lexicógrafo y coleccionista chileno, las cualidades de Lucía del Campo eran su visión clara y originalidad en sus escritos, para 1916, Lucía publicaría en la imprenta universitaria  de Santiago  su obra:  Memorias Primaverales, Diario Intimo, en 1916 el cual narra la relación entre la escritora y un pianista brasilero, quién después se convertiría en su esposo, culminando con el viaje que hacen ambos a Perú y Bolivia y  con su regreso a Santiago, durante el tiempo que recorren el Perú  la escritora narra  sus vivencias en la ciudad de Arequipa por lo que podemos darnos una idea de como se veía para 1916  nuestra ciudad.



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    Febrero 17

    El verde de América, de la virgen que se viste con las galas de la naturaleza tropical, no tiene igual. Ese verde que en triunfal variación se escalona en los paisajes campesinos, que palpita como una mirada hechicera de una pupila verde, que encantada tuviese a este suelo americano. Después de atravesar el ferrocarril que sale de la costa, las arenas calientes, los parajes raquíticos de la zona de Moliendo; sigue subiendo, escalando las montañas en su soñolienta carrera en busca de las tierras del sol, hacia las tierras regadas por la sangre de las generaciones incásicas y las huestes hispanas. Pasará por Arequipa, Cuzco, por los pueblos extraños, por los lugares tórridos y las cumbres heladas y no se detendrá hasta arribar a la orilla de un lago que retrata en sus olas de miniatura el cielo de las latitudes bolivianas.

    Cuando la mirada se ha perdido como a influencias del opio en los panoramas que desfilan ante el atento viajero, el valle de Arequipa es un triunfo verde después de la nota negra del pasado camino en donde sólo se ve alguna vivienda sostenida junto a las higueras que retuercen dolorosamente sus ramas. Declinando el día, envuelto en el rubí del cielo y la languidez del crepúsculo que se avecina surge el valle de Arequipa, que se -espande- a lo largo, allá en lo hondo, y no parece terminar. 

    Yo hubiera querido detener esa marcha angustiosa de la locomotora, haber descendido con un cayado de zagala por entre riscos resbalantes y haber llamado a la puerta de esas moradas indígenas. Reposar a la luz de las estrellas, cuidando el aprisco; beber agua en el hueco de la mano y -soñolear-  en los montones de pasto, escuchando la caricia del río que culebrea como un hilo de plata. 

    Cierro los párpados y veo ese verde valle, esa promesa de la fértil natura, esa tarde de estío de tonos cálidos y transparencias de esmeraldas. Hay trozos en que las aldeas y los bohíos se apiñan con más frecuencia. Campos enteros salpicados de ovejas; sus blancos vellones albean, se suceden en las colinas. Ellas quieren ascender hasta los montes, pero el ferrocarril las espanta y se quedan en su bella prisión cual copos de nieve en las lomas caídos. Como es la hora del retorno del ganado, los indios ya tornan con sus reses y en fila interminable serpentean junto al río que de beber les ofrece. Las indias les conducen con amor y se ve en ellas el instinto de las tribus de pastores.

    A veces, en un pequeño bosque de plátanos se alza la casita, con el techo curvo de seca paja que amarillea a un par con las gavillas de trigo ya segado que a lo lejos se divisan. Una india vestida de azul, al lado del fuego encendido, espera, y la ruda mano sobre la frente se coloca para que el reflejo crepuscular no le vele la imagen del compañero ausente en el pasteo. Espera al indio pastor junto al sacro fuego del hogar primitivo.

    El caudal del río acrecienta su fragor, el verde declina y el ferrocarril está más cerca de la tierra. Ya no es esa máquina infernal colgada en los montes que suben y bajan, como nido de cóndor sobre los abismos verdes suspendido. Ya se acerca más el río, ya los sauces se sacuden perezosos rozando las ventanillas. 

    Hay caminos polvorientos, hay afueras, hay miserias. Las luces de la ciudad cabrillean a lo lejos en las primeras sombras de la noche. La hermosura del panorama de verano ha quedado evaporada en los pardos nubarrones. La lluvia crece, el tren rechina en los rieles empapados, y cuando se baja en Arequipa y se penetra en sus calles obscuras, con sus esquinas en donde un santo reposa arriba de la caritativa lámpara, la ciudad episcopal se muestra con una indiferencia jesuítica, y entonces toda esa sublimidad campestre que durante el día recreó la vista del viajero os parece una alucinación de la mente, una pastoral de Virgilio leída al vaivén del vagón. 



    Fiesta de San Juan, nocturno de los Hermanos Vargas,1916.

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    Vista Panorámica de Arequipa. En el Libro: South America, a supplementary geography, de Chamberlain, James Franklin y Chamberlain, Arthur Henry, publicada en New York, Macmillan, Edición 1916.

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    Mayo 8

    AREQUIPA es la ciudad del misterio y de las sombras. Cruzando el río en la ribera contraria donde no se interrumpen los rústicos jardines ostentando chocantes, en sus umbríos recodos, dalias y peonías fascinadoramente variadas; subiendo las colinas donde viven los indios en ignoradas callejas que no han recibido la profanación del tráfico; ahí desde esa altura es donde debe mirarse Arequipa. 

    Se la ve con sus tejados de anchas azoteas moriscas cual si fuera de cal, con sus edificios de piedra y sus erguidos campanarios. Brilla como Belén, la ciudad bíblica, y entonces se encuentra justificado el espíritu taciturno y profundamente religioso de sus habitantes.

    En esos barrios altos al menor ruido acuden a la puerta los chicos indígenas con vistosos atavíos, reflejando asombro de sentir rumor y las más de las veces exponiéndose a ser reventados por el carruaje en que vamos, pues ambas ruedas quedan en la acera. Las indias trafican con sus burros cargados y a cada cuadra se detienen en los pequeños baratillos pintorescamente repletos de baratijas. 

    Vista del portal de la Municipalidad, 1916.


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    En el comercio y los portales de la plaza, las elegantes acuden con negra mantilla y no vuelven al hogar sin la oración en el templo. Poseen el donaire y la esbeltez de la andaluza y al verlas cubiertas con la coqueta mantilla, diríase que festejan un no interrumpido Viernes Santo.

    En cuanto clarea el alba, rompen las campanas repicando a misa y los  «cohetes» hacen sonoras salvas que no dicen con tan recatadas costumbres. Los «petardos»  los prenden en las iglesias en celebración de los santos. Habiendo en el calendario santos hasta fin de año, los frailes arequipeños creen muy meritorio despertar a sus conciudadanos para que asistan a misa. ¡Imaginaos el efecto que producen en el extranjero tales caricias matutinas, en este frío intenso y lluvias torrenciales a pesar de hallarnos en verano!

    Hay días en que se nota marcada tristeza en el rostro de los arequipeños. Esto acaece cuando les sorprende la «nevada», una neurastenia producida por el clima y que dura 24 horas. Las casas tienen grandes patios de piedrezuelas pulidas, con la apariencia de castillo deshabitado. Empero, si se penetra en un aposento os encontráis con ricas alfombras y regios cortinajes que velan el recogimiento de dulces palabras, y voces amigas os brindan hospitalidad con español refinamiento. 

    Los arequipeños son los que más gustan de la música, tal vez en toda América, y principalmente de la música religiosa.

    Muy a menudo renuncian a su habitual apatía, para entregarse con ardor a las expansiones del arte. Son los más convencidos entusiastas del Carnaval y admira ver por las noches las mascaradas bulliciosas en bandas recorrer las calles siempre en silencio. Un pierrot rezagado de la galana comparsa canta en una guitarra con voz de varonil ensoñación un «yaraví» o un trozo de Opera a la beldad de una morada cuyas ventanas permanecen ignorantes a tan ingrávida canción. La luna asoma entre negros nubarrones y su claridad hace percibir el pico del «Colorado» que rutila como un volcán nipón. Las sombras de la luna rielan en los rasos y los -dominóes- de los grupos que se alejan felices, desvelando a la ciudad índica de su místico sopor.

    Pronto se siente sonar cristales y la cadencia de un temeroso llamado. Inútil súplica; el enmascarado cantor se aleja, se pierde en los portales sombríos. Y dominando el mundanal murmurio se escucha el torrentoso río. Vuelve a quedar la noche callada y la ciudad a reposar en el sueño del Señor.


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    Fuente:

    • Memorias Primaverales diario intimo. Imprenta Universitaria 1916.  Lucía del Campo de Barcellos.
    • Fotografía de portada: Postal coloreada de Max T. Vargas , Panorámica de Arequipa 1916.