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    Al Exmo. Diputado de la República, Ingeniero Enrique
    Mendoza Núñez.

    UN DON JUAN EN HUARANGUILLO
    Brujerías de mi tierra

    Esta historia no me pertenece. ¡Qué irrisorio sería adjudicarme semejante maravilla! Me la refirió, pícaramente, cierta tarde en Sachaca (1), el “loncco” (2) decidor don Isaac Sevillano Carbajal, mientras saboreábamos un cuy “chactado” (3) y lo asentábamos con abundante y perfumado “bajamar”. Así, pues, NI ES MIO EL TRIGO, NI ES MIA LA CIBERA, Y MUELA QUIEN QUIERA.

    Huaranguillo —una aldea linda cual la ilusión y no muy alejada de Arequipa— es la real tapa de las señoras brujas. Allí, lector, viven libres como el aire del Buen Dios o cual los heliotropos que embalsaman nuestras huertas; y es tan común toparse con ellas que no sería una casualidad que la dama de nuestros ensueños, si la tuviésemos en aquel lugar, fuese la más insigne afiliada a la temible Hermandad.

    Le hago, señor, esta seria advertencia, pues, tal vez usted, gran admirador del bello sexo, pudiese estar entretenido en remilgos con alguna huaranguina, y, lejos de cosechar ternuras y dulzones besos, recolecte hechizos y maleficios. Téngase, pues, en guardia y no malgaste cortejos con las tales féminas, que la aventurilla podría costar le caro.

    Pero muchos dibujos van y vienen y la historia queda aún sepulta en el tintero. Tenga paciencia, su merced, a renglón aparte trazo, a vuelapluma, la última aventura de UN DON JUAN EN HUARANGUILLO.

    Que don Amador Ríos, alias “El Ccariento”(4), salió siempre vencedor en las escaramuzas del amor, es asunto que no admite discusión. Que así como el avezado cazador pone el ojo en la liebre y después el perdigón, de igual forma el señor Ríos jamás erró el tiro. Hombre bien parecido, majo podría decir, nunca dejó de explotar en provecho propio los atributos varoniles que Dios le concedió. En consecuencia, como la casi totalidad de las mujeres pierden el seso y pensamiento por un mozo bien plantado, don Amador llevaba por descontado el éxito hipnotizador.

    Además de estas perfecciones, muy de envidiar, por cierto, tenía este mortal gran destreza para hilvanar requiebros a las chicas. Su lenguaje, fino y elegante en extremo, amén que una sutilísima chispa para convencer, hicieron de él un verdadero donjuán irresistible. Y fue, precisamente, a mérito de tales prendas personales, que no hubo pizpireta que no cayese en las redes, tan diestramente tendidas por su apostura y locuacidad.

    Pues bien; cierto día que don Amador paseaba, bastón en mano, por el portal San Agustín en busca de caza mayor, acertó a cruzársele en el camino mía guapísima dieciochoañera de rostro angelical, cuello de gracioso cisne, manecitas alabastrinas y delicadas; turgentes e incitadores senos, cinturilla de guitarra y bien contorneadas piernas, que, al pasar como una exhalación, le dejaron turulato, próximo a la locura. Entonces, acelerando agilísimo y elegante el paso, comenzó a desgranar los piropos más escogidos de su florido repertorio. Tanto dijo, tanto la miró y remiró que, al fin, vencida la desconocida, le obsequió una sonrisita almibarada que significa: “Si me amas, sígueme”.
    En el colmo de la pasión, don Amador tensó el arco y lanzó el dardo:

    —¡Diosa mía —la dijo—, heme aquí a vuestros pies rendidos! Permitidme, Gracia incomparable, acompañaros unos pasos.

    Y la adolescente, muy avispada por otra parte, no pudiendo disimular la dicha, respondió al galán:
    —Señor, vuestras palabras me arrebolan en extremo. Si deseo vuestro es acompañarme y si no os excedéis en la atención, no veo por qué os negaría tan inocente petición. Venid, pues, y continuemos el paseo juntos.

    Preparado el terreno y creyendo saborear el fruto por adelantado, don Amador echó mano a la infalible  puntería y dijo a la adolescente los más delicados florilegios. Nadie, en verdad, ni el más cumplido cortesano, hubiera podido aventajarle en circunstancia igual.

    Entretanto, la cortejada, más y más impresionada, contemplaba absorta a don Amador y parece, que, cediendo a la tentación, comenzó a corresponderle calladamente.

    —Caballero —atinó a musitar, al fin, toda temblorosa en la última esquina de La Merced, después de recibir más poesía que arroz en matrimonio—, la hora avanza y juzgo momento de despedirnos; empero, si deseáis cultivar esta amistad, buscadme en Huaranguillo. Soy Lucerito... Os aguardaré al crepúsculo, a la entrada del pueblo. Hasta siempre, señor.

    —Y yo vuestro esclavo, Amador Ríos —respondió al punto el galán, tomando entre las suyas las manos de la joven y besándolas delicadamente—. ¡Hasta siempre, Lucerito!

    Huelga decir que don Amador acudió puntualísimo a esta cita y a las subsiguientes. La pasión, cada vez más vehemente y arrebatadora, hizo que los besos prosiguieran en aumento, pues, dejadas de lado la política y la vergüenza, se les veía entregados a las caricias bajo los huarangos a vista y paciencia de los virtuosos huaranguinos. 

    Habían transcurrido seis meses de quimeras, pro-mesas, miradas tiernas, besos y juramentos. Lucerito, más y más feliz, experimentaba indefinible dicha y al propio tiempo temor de que aquel amor, tantas veces soñado, fuese una simple ilusión que, como tantos otros, que, después de haberla transportado a la felicidad más completa, la abandonaron. La joven, a la verdad, estaba enamorada.
    Por otra parte, don Amador, el afortunado picaflor, comprendía que el amor se enraizaba seriamente en su corazón. Su pasada vida de impenitente galán se le ofrecía ahora inexplicable, ¡absurda!, pues aquella dulce niña y, según él, inocente, no merecía una vulgar fantasía de luces solamente. En el fondo, él, el renombrado hechizador de las mujeres, constató, con no escaso desengaño, cuán inútilmente había malgastado los mejores años de la juventud. ¡Qué arrepentido se sentía de sus pasados extravíos! Lucerito era tan distinta a las otras. Ella, sí, merecía su solicitud, su mejor cuidado. El momento era decisivo y había que aprovecharlo. Así, cierto día, cerrando los ojos cual, si divagase por el mundo del ensueño, reflexionó y se dijo: o ella o ninguna, y tomó la firme resolución de hacerla su esposa, ¡la compañera de su vida!

    El tiempo avanzaba. Seis meses de amoríos no eran, ciertamente, una minucia despreciable para Luce- rito. Los apasionamientos prolongados —juzgó atinadamente— languidecen y mueren. Esto último preocupaba hondamente a la hermosa huaranguina, que si bien, joven aún y en plena eclosión adolescente, el recuerdo de los pesados devaneos, a menudo violentos, haciéndola olvidar la frescura de sus dieciocho primaveras, la pusieron sobre aviso. El “secreto” lo tenía en las manos y había que recurrir a él antes que don Amador, hastiado de sus encantos, la olvidara. Entonces, presa de la desesperación, acudió a la madre, doña Enriqueta.

    —Madre —la dijo una tarde, abrumada por la angustia—, no sé qué hacer, a qué recurrir para coger al pájaro por las alas. ¿Qué me aconseja usted? Es verdad... que... Pero, ¡eso jamás! ¡Qué remordimiento sentiría de hacerle daño! ¡No, mil veces no!

    —Hija —la respondió doña Enriqueta—, ¡a los brebajes!, ¡a los brebajes! y el pez morderá el anzuelo. Piensa —añadió con un destello luciferino en el semblante—, que el éxito está en el trabajito que hacemos en casa. Prepara de inmediato la tomita y el futre será tuyo hasta la muerte. Además, Lucerito, para ayudarte, fingiré encontrarles casualmente en la huerta y tú haciéndote la sorprendida, le darás después cuanto sabes. ¿Satisfecha, niña? Pero, escucha un instante. Lleva la bebida que preparé para lj alcalde. En camino, hijita, y déjate de remordimientos tontos. ¿Comprendido? Y bien, a la obra que en breve llegará don Amador.

    —¡Oh, gracias! ¡Gracias, mamita linda! Ya sabía que usted solucionaría mi problema, que, aunque triste al corazón, me hará dueña de Amador.

    Minutos después, mientras el crepúsculo fantaseaba en el infinito firmamento, apareció don Amador radiante de felicidad. 

    —¡Lucerito de mi cielo! ¡Vida de mi propia vida! —exclamó, luego de besarla larga y ardorosamente—. He decidido casarme contigo. Vamos, diosa mía, ¿qué esperas?, gocemos de nuestro amor.
    Pero mientras manifestaba sus delirios apareció doña Enriqueta, quien, fingiéndose colérica, increpó ásperamente a Lucerito y amenazó a don Amador; y la muchacha, simulando magistralmente pavura y asombro, cogió de la mano a don Amador y huyó con él, escondiéndose en su alcoba.
    —Aquí estarás seguro, Amadorcito mío; pero antes bebe este refresco, te hará bien a los nervios. ¡Así! ¡Así!, todo el vaso; ahora escóndete debajo de la cama. Madre está furiosa y no sé a qué extremo podría llegar su indignación —le ordenó tajante la huaranguina.

    Don Amador, atenazado por las garras inmisericordes del terror, hizo cuanto dijo Lucerito y ya debajo del catre esperó que la tormenta amainase; mas en tanto se encontraba agazapado como un zorro perseguido con las rodillas y las manos sobre los ladrillos, percibió un ruido singular que, de primera intención, juzgó provenir de un roedor indiscreto; pero como el ruido persistiese acompasadamente, alumbró una cerilla para hacerse luz y vio tres chombitas de arcilla deslucida a la cabecera del camastro; luego, movido a curiosidad, levantó cuanto pudo la cabeza y siempre con la candela en una mano miró dentro de las vasijas ligeramente enterradas en el suelo y comprobó, horripilado, que en una chombita había sapos negros comiendo ávidamente maíz negro, en la siguiente, anuros rojizos devorando maíz rojo, y, finalmente, en la tercera, asquerosos escuerzos blancos, consumiendo maíz blanco.

    No es para narrar la rabia e indignación de don Amador al convencerse, hasta la evidencia, de que se encontraba en el antro de la brujería. Entonces, olvidan¬do el poético y delicado lenguaje y aún debajo del catre, vociferó estas lindezas:

    —¡Mierda de...!, ya me fregué de por vida. ¡Hija de Beelzebul en la bruja y pendanga de tu madre! ¡Perra! ¡Guarra! —y salió hecho un bólido, perdiéndose en la oscuridad de los sembríos.
    Dos horas después, luego de correr enloquecido por las chacras, de saltar acequias y devorar calles, con una desesperante comezón en los labios, llegó casi desfallecido al hogar, y, ya en el dormitorio, se miró despavorido en un espejo y otra nueva andanada de groseros votos y maldiciones brotaron de su boca, al ver, que, en plenos labios, se destacaba un monstruoso corazón atravesado por una graciosa flechita blanca.

    De tal suerte terminó don Amador Ríos, alias “El Ccariento”, por la enfermiza especialidad de besar a las mujeres. Razón tuvo el viejo huaranguino, don Isaac Se-villano Carbajal, cuando, para ratificar la verdad de esta historia, riéndose me dijo: “SI DA EL CANTARO EN LA PIEDRA, O LA PIEDRA EN EL CANTARO, MAL PARA EL CANTARO”.

    (1) Distrito de Arequipa.
    (2) Agricultor de Arequipa.
    (3) Cobayo o conejillo de Indias frito al aceite y presionado por una piedra.
    (4) Manchado por maleficio de brujería. Hay ccara negra, roja y blanca.



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    Fuente:
    • Brujerías, Tradiciones , Leyendas y cuentos de Arequipa. Tomas Guillermo Vizcarra Carbajal. 1982.