Índice

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    El Tratado de Paucarpata fue firmado el 17 de noviembre de 1837 en el marco de la Guerra entre la Confederación Perú-Boliviana y el Ejército Restaurador Perú-Chile.


    En evidente peligro de ser tomadas o derrotadas, las tropas de Blanco Encalada, enviadas al Perú por el Congreso de Chile negociaron un Tratado de Paz con Santa Cruz acordando su retirada del Perú para no volver.
    Esta operación militar y posterior negociación diplomática se produjo frente a Paucarpata (Arequipa), cuyas alturas dominaban las tropas del Mariscal Santa Cruz en mejor posición y condición que la expedición restauradora.

    Antecedentes

    Tras la declaratoria de guerra que el gobierno chileno realizó a la confederación del Mariscal Andrés de Santa Cruz, se organizó una división expedicionaria al mando del general Manuel Blanco Encalada cuya fuerza total ha sido calculada en 31941​ o 32002​ hombres entre los cuales figuraba una columna peruana de exiliados compuesta de 4023​ hombres al mando del general Antonio Gutiérrez de la Fuente. Dicha expedición zarpo de Chile el 15 de septiembre arribando a las costas del departamento peruano de Arequipa los primeros días de octubre de 1837.
    Tras avanzar al interior y ocupar la capital del departamento la situación que los restauradores encontraron fue muy distinta a la que esperaban pues no se produjeron pronunciamientos a su favor ni les fue suministrado apoyo de ninguna clase. El coronel Antonio Irisarri, plenipotenciario del gobierno chileno durante la expedición,4​ diría después que los restauradores confiaban en doblar sus fuerzas con la recluta y deserción masiva de cuerpos peruanos a su ejército, la cooperación argentina para distraer cuando menos un tercio de las fuerzas de la confederación y el entusiasmo de los pueblos peruanos hacia su causa de los que también esperaban obtener suministros y medios de movilidad.
    Los restauradores había cometido el mismo error que el general Felipe Santiago Salaverry el año anterior, quien con su ejército restaurador también expedicionó desde Lima a Arequipa donde tras ser rechazado por la población fue derrotado en la Batalla de Socabaya por el ejército unido de Santa Cruz.
    Luego de varias semanas de inactividad e incertidumbre para los expedicionarios las fuerzas confederadas provenientes del norte peruano y de Bolivia al mando del general Santa Cruz lograron reunirse, conformando aproximadamente un ejército de 5.000 soldados de las tres armas,5​ para luego avanzar hacia la ciudad de Arequipa. Mientras tanto, también otra división confederada al mando del general Antonio Vigil proveniente de Lima salió de aquella ciudad por orden de Santa Cruz con el objetivo de ir al sur para cortar las comunicaciones entre la escuadra chilena y el ejército de Blanco.

    Movimientos de campaña


    Manuel Blanco Encalada general en jefe de la primera expedición restauradora.
    Luego de realizar algunas maniobras por las afueras de la ciudad, la vanguardia confederada formada por un regimiento de caballería y dos compañías de cazadores divisó, en las inmediaciones del río de Paucarpata, a la vanguardía restauradora compuesta de un escuadrón de caballería y una compañía de cazadores la misma que se retiró a las inmediaciones del panteón de la Apacheta para luego proseguir hacia Miralfores donde se encontraba parte de su ejército. Con ello el ejército confederado ocupó el alto de San Lucas de Paucarpata donde estableció su campamento. A esta posición llamó Santa Cruz "el balcón de Arequipa".6
    En esta favorable posición estratégica el ejército confederado montó su artillería protegida por seis compañías de cazadores mandando una columna de infantería y caballería a ocupar el cerro vecino.
    Con la finalidad de reconocer la posición confederada, el ejército restaurador desplegó unas columnas de infantería y caballería en el llano de Porongoche frente a la posición de Santa Cruz en las alturas, quien ordenó al general Blas Cerdeña disparará la artillería sobre los restauradores al tiempo que ordenaba a su caballería bajar al pie de San Lucas, ante ello la infantería restauradora se deplegó en guerrilla mientras su caballería se colocaba en retaguardía, sin embargo no se llegó a iniciar combate alguno pues las avanzadas resturadoras se retiraron a su campamento en Miraflores.
    Tras ordenar que se pasase rancho a las tropas y se establecieran partidas de vigilancia en diversos puntos Santa Cruz envió una nota a Blanco Encalada proponiéndole el inicio de conversaciones de paz lo que este aceptó.
    Durante la noche descansaron las tropas confederadas por mitades con el arma en la mano ante cualquier eventualidad.
    Para las negociaciones Santa Cruz nombró por su parte a los generales de división Ramón Herrera y Anselmo Quiroz y por secretario el doctor Juan Gualberto Valdivia, la representación chilena correspondió al mismo general Manuel Blanco Encalada y al coronel Antonio Irrisari. La primera reunión, entre Irrisarri y Herrera, tuvo lugar en el poblado de Sanbandía y duró más de cuatro horas durante las cuales Irrisari también exigió garantías para los peruanos venidos con la expedición, entre los que figuraban el general La Fuente y el coronel Ramón Castilla, lo cual Santa Cruz aceptó.7

    Antonio Gutiérrez de la Fuente proclamado y reconocido por los restauradores como Jefe Supremo del Perú tras la ocupación de Arequipa.


    El general Blanco Encalada pensó en reembarcarse cuando debía hacerlo... mis negociaciones en Sabandía y el armisticio de cuatro días que se celebró en Moyeballa, tuvo el doble objeto de ver si se podía tratar con el enemigo y de dar tiempo al prefecto del departamento (Ramón Castilla) de reunir los medios de hacer aquella retirada. Yo volví de mi misión después de cumplido el plazo pedido por el prefecto, pero aun el ejército no había conseguido todavía lo que necesitaba para retirarse y esta fue la causa por la que no se retiró antes de la reunión de las fuerzas del protector en Paucarpata.
    Defensa del Coronel Antonio José de Irisarri sobre el tratado de Paucarpata. 8

    Pues si mañana hay insistencia sobre tal artículo, usted conteste que los peruanos se tengan por no venidos. En cuanto a lo demás pase usted por lo que sea equitativo. Yo preveo que el gobierno de Chile, que no puede ponerse al alcance de la situación en que se ha colocado el ejército chileno, no aprobará el tratado desde que vea a salvo a todo su ejército. Pero yo quiero dar esa prueba de generosidad. El general Blanco esta bajo mis fuegos, y no puede retirarse con treinta leguas de desierto por medio... debe conocer, que sin que yo me mueva de este punto lo tengo sitiado y puedo cortarle su comunicación con la escuadra. En fin el Gobierno de Chile no conocerá el servicio que el general Blanco que le hace con el tratado... Usted hará mañana lo mejor posible y concluya la conferencia
    Instrucciones de Santa Cruz al general Ramón Herrera.9


    En los días siguientes el ejército chileno se dirigió a la caleta de Quilca de donde se reembarcó para su patria, quedaron en la ciudad, junto al coronel Antonio Irrisari, aproximadamente cien oficiales y soldados enfermos.

    La Quinta Tristán, propiedad de Don Pio Tristán en el siglo XIX y a quién llamaba Quinta Miraflores , El 9 de junio de 1825 tuvo lugar un banquete en honor al libertador Simon Bolivar. Durante la guerra que sostuvo la Confederación Perú Boliviana se llevaron a cabo reuniones que culminaron con el Tratado de Paucarpata en 1837. (Libro: Flora Tristán personalidad contestataria universal. Gustavo Bacacorzo) , hoy es el lugar donde se encuentra la urb. Quinta Tristán. Av Dolores.

    Contenido del tratado
    En el nombre de Dios Todo poderoso, autor y legislador de las sociedades humanas.
    Deseando los gobiernos de la República de Chile y de la Confederación Perú-Boliviana restablecer la paz y buena armonía, que desgraciadamente se hallaban alteradas, y estrechar sus relaciones de la manera más franca, justa y mutuamente ventajosa, han tenido a bien nombrar para este objeto por Ministros Plenipotenciarios, por parte de S. E. el Presidente de la República de Chile al Excelentísimo señor General en Jefe del Ejército de Chile, don Manuel Blanco Encalada al señor Coronel don Antonio José de Irisarri, y por parte de S. E. el Supremo Protector de la Confederación, a los ilustrísimos señores Generales de División don Ramón Herrera y don Anselmo Quiroz; los cuales, después de haber canjeado sus respectivos plenos poderes y haberlos encontrado en buena y debida forma, han convenido en los artículos siguientes:
    Artículo 1º. Habrá paz perpetua y amistad entre la Confederación Perú-Boliviana y la República de Chile, comprometiéndose sus respectivos gobiernos a sepultar en olvido sus quejas respectivas, y abstenerse, en lo sucesivo, de toda reclamación sobre lo ocurrido en el curso de las desavenencias que han motivado la guerra actual.
    Artículo 2º. El gobierno de la Confederación reitera la declaración solemne que tantas veces ha hecho de no haber jamás autorizado ningún acto ofensivo a la independencia y tranquilidad de la República de Chile, y a su vez el Gobierno de esta declara que nunca fue su intención, al apoderarse de los buques de la Confederación, apropiárselos en calidad de presa, sino mantenerlos en depósito para restituirlos como se ofrece hacerlo en los términos que en este tratado se estipula.
    Artículo 3º. El Gobierno de Chile se compromete a devolver al de la Confederación los buques siguientes: la barca “Santa Cruz”, el bergantín “Arequipeño” y la goleta “Peruviana”. Estos buques serán entregados a los ocho días de firmado el tratado por ambas partes, a disposición de un comisionado del gobierno protectoral.
    Artículo 4º. A los seis días después de ratificado este tratado por S. E. el Protector, el ejército de Chile se retirará al puerto de Quilca, donde están sus transportes, para verificar su embarque y regreso a su país. El gobierno de Chile enviará su ratificación al puerto de Arica dentro de cincuenta días contados desde esta fecha.
    Artículo 5º. Los gobiernos de la Confederación y de Chile se comprometen a celebrar tratados especiales relativos a sus mutuos intereses mercantiles, los cuales serán recíprocamente considerados desde la fecha de su ratificación de este tratado por el gobierno de Chile, como los de la nación más favorecida.
    Artículo 6º. El gobierno protectoral se ofrece a hacer un tratado de paz con el de las Provincias Argentinas, tan luego como este lo quiera, y el de Chile queda comprometido a interponer sus buenos oficios para conseguir dicho objeto sobre las bases en que los dos gobiernos convengan.
    Artículo 7º. Las dos partes contratantes adoptan como base de sus mutuas relaciones el principio de la no intervención en sus asuntos domésticos, y se comprometen a no consentir que en sus respectivos territorios se fragüen planes de conspiración ni ataque contra el gobierno existente, y las instituciones del otro.
    Artículo 8º. Las dos partes contratantes se obligan a no tomar jamás las armas la una contra la otra, sin haberse entendido y dado todas las explicaciones que basten a satisfacerse recíprocamente, y haber agotado antes todos los medios posibles de conciliación y avenimiento y sin haber expuesto estos motivos al gobierno garante.
    Artículo 9º. El gobierno protectoral reconoce en favor de le República de Chile el millón y medio de pesos o la cantidad que resulte haberse entregado al Ministro Plenipotenciario del Perú don José Larrea y Loredo, procedente del empréstito contraído en Londres por el gobierno chileno, y se obliga a satisfacerla en los mismos términos y plazos en que la República de Chile satisfaga el referido capital del empréstito.
    Artículo 10º. Los intereses devengados por este capital y debidos a los prestamistas, se ratificarán por el gobierno de la Confederación en los términos y plazos convenientes para que el gobierno de Chile pueda satisfacer oportunamente con dichos intereses a los prestamistas.
    Artículo 11º. La parte correspondiente a los intereses del capital mencionado en el artículo 9º, ya satisfechos por el gobierno de Chile a los prestamistas en los dividendos pagados hasta la fecha, y que ha debido satisfacer el gobierno del Perú, según la estipulación hecha entre los ministros plenipotenciarios de las repúblicas de Chile y el Perú, se pagará por el gobierno de la Confederación en tres plazos: el primero de la tercera parte, a seis meses contados desde la ratificación de este tratado por el gobierno de Chile; el segundo a los seis meses siguientes y el tercero después de igual plazo.
    Artículo 12º. El gobierno de la Confederación ofrece no hacer cargo alguno por su conducta política a los individuos del territorio que ha ocupado el ejército de Chile y considerará a los peruanos que han venido con dicho ejército como si no hubiesen venido.
    Artículo 13º. El cumplimiento de este tratado se pone bajo la garantía de Su Majestad Británica, cuya aquiescencia se solicitará por ambos gobiernos contratantes.
    En fe de lo cual firmaron el presente tratado los supra dichos Ministros Plenipotenciarios en el pueblo de Paucarpata a diecisiete de noviembre de mil ochocientos treinta y siete y lo refrendaron los secretarios de las Legaciones.
    Manuel Blanco Encalada.- Ramón Herrera.- Antonio José de Irisarri.- Anselmo Quiroz.- Juan Enrique Ramírez, Secretario de la legación chilena.- Juan Gualberto Valdivia, Secretario de la legación Perú-Boliviana.
    Andrés Santa Cruz, Gran Ciudadano Restaurador, Capitán General y Presidente de Bolivia, Supremo Protector de la Confederación Perú-Boliviana, Gran Mariscal Pacificador del Perú, General de Brigada en Colombia, condecorado con las medallas de Libertadores de Quito y de Pichincha, con la del Libertador Simón Bolívar y con la de Cobija, Gran Oficial de la Legión de Honor de Francia, Fundador y Jefe Supremo de la Legión de Honor Boliviana y de la Nacional del Perú, etc., etc.
    Hallándose este tratado conforme con las instrucciones dadas por mí a los Plenipotenciarios nombrados al efecto, lo ratifico solemnemente en todas sus partes, quedando encargado mi Secretario general de hacerlo observar, imprimir y publicar.
    Dado en el cuartel de Paucarpata, a diecisiete de noviembre de mil ochocientos treinta y siete.
    Andrés Santa Cruz.- El Secretario General, Manuel de la Cruz Méndez.

    Consecuencias


    La firma del Tratado de Paucarpata significó el fin de la carrera militar del coronel Antonio José de Irisarri.
    Al regreso de la expedición restauradora a Chile el gobierno de ese país emitió un decreto desconociendo el tratado firmado, aduciendo entre otras cosas que los representantes chilenos no tenían facultades para hacer la paz, por lo que el estado de guerra continuaría como antes del tratado de Paucarpata.
    Se encargó de llevar estas noticias a Arica el jefe de la escuadra chilena Roberto Simpson quien por medio del gobernador de la plaza las comunicó a Irrisari y a las autoridades de la Confederación, para inmediatamente luego continuar al norte con intención de batir a las naves peruanas con las que sostuvo un encuentro en Islay el 12 de enero. Las instrucciones que el gobierno de Chile daba a Irisarri eran que regresara tan pronto como pudiera con los enfermos, pertrechos y caudales chilenos que habían quedado en el país, lo que en la práctica era imposible pues, como reconocía el mismo coronel chileno, al reiniciar las hostilidades su gobierno la Confederación estaba en el derecho de tomarlos prisioneros y embargar sus bienes.
    Irisarri mandó entonces una carta particular a Santa Cruz en la que solicitaba que por un acto humanitario los enfermos chilenos no fueran tratados como prisioneros de guerra, en su respuesta el Protector, tras lamentar el reinicio del estado de guerra y los males que esta traería, le decía:

    Como esta ocurrencia no altera en ningún modo los sentimientos de benevolencia que siempre que no he cesado de manifestar a la nación chilena, cuya causa he separado siempre de la de los hombres que la rigen no he tenido motivo para retractar mi determinación relativa a los individuos de al expedición invasora que quedaron enfermos en Arequipa. En consecuencia he mandado que los oficiales y soldados sean restituidos a su país por la primera ocasión que se presente, después de juramentados los primeros (no volver a tomar las armas contra la confederación*), según se acostumbra en semejantes ocasiones. Al restituir de ese modo cien hijos suyos a Chile, condenados por su gobierno a la condición de prisioneros, espero que esa Nación me hará la justicia de creerme consecuente a mis principios pacíficos y benévolos.
    Carta de Santa Cruz al coronel Antonio Irisarri 10

    Por los resultados de esta campaña fueron levantados cargos contra el general Manuel Blanco Encalada y el coronel Antonio Irisarri, aunque el primero de ellos fue finalmente absuelto no ocurrió lo mismo con el segundo que tras ser juzgado y condenado por alta traición hubo de exiliarse en Colombia para luego pasar a Estados Unidos, país donde fallecería en 1868 mientras ejercía como representante diplomático de Guatemala alcanzando notoriedad y reconocimiento en ambos países por su desempeño y producción literaria.11

    LA INTROMISIÓN CHILENA EN 1837. 13

    Con este sugestivo título publicó en la revista arequipeña "Escocia", un artículo, el doctor Francisco Mostajo. Lo subtituló: "Bosquejo de uno de los capítulos de la Historia de Arequipa", agregando que lo publicaba con motivo del centenario del Tratado de Paucarpata.

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    LA INTROMISIÓN CHILENA EN 1837.

    Bosquejo de uno de los capítulos de la "Historia de Arequipa". Se publica con motivo del centenario del Tratado de Paucarpata.

    Diego Portales, el Ministro omnímodo, que fué inflexible en las decisiones de su voluntad, impelió a su país a la guerra para derribar y deshacer, para siempre, la Confederación PerúboEviana: no le engañaba su visión de estadista de que aquélla, trepidante aún, alzaríase mañana como el coloso de los Andes y del Pacífico. Ciertos historiadores, con Vicuña Mackenna a la cabeza, atribuyen esa guerra a la tendencia mercantilista de Portales, antiguo comerciante en Lima. Puede ser, pero el factor económico de su patria decidió, a través del interés particular, la partida, en la que no estaba el espíritu americano y la cual nunca tuvo en Chile ambiente de popularidad. Demuéstralo el que, al Uamamiento bélico, no acudiera el roto, que, como buen araucano, ama la guerra. Portales tuvo que recurrir a enrolar a los presidiarios, lo que aumentó el disgusto en el ejército. Indice del estado de ánimo colectivo fue la sublevación de Quillota, en la que el poderoso Ministro quedó cadáver. No son pocas las veces en que el sentido de los pueblos, al lado de la visión aguda de sus estadistas, resulta chato.
    Pasados los años, cuando ya Tarapacá se nos había arrebatado y se pugnaba por arrebatársenos también Tacna y Arica, el General Boonen Rivera dijo, con desparpajo chileno en bullado brindis, que "el pan de Chile estaba en el Perú". I he ahí hambreantemente expresada la causa de todos los conflictos pretéritos y futuros con la nación sureña que tiene por divisa la de su conquistador: "mi derecho está en las armas". En aquella época, el desierto Atacama o Tamarugal era tierra yerma, que interceptaba la visión del pueblo depredador. Cuando se descubrió el salitre, sustancia que convirtió en opulenta la pampa desolada, debió surgir en la subconciencia de ese pueblo el designio de apoderarse de la gran riqueza para salir de su penuria, contrastada, como en los proletarios, con su proHfidad demográfica. Pues bien, lo que en su casta fue subconciencia creada posteriormente, fue en Portales -vértice recio de aquélla- conciencia clara y aguda, aunque sin concretación del bien por detentar. La Confederación Perú bolviana formando un estado vasto y fuerte, como ya lo hacía barruntar el orden que en ella reinaba, imposibihtaría la empresa futura de conquista, que estaba en la fatalidad de los sucesos como hoy, en medio de la fraternización, lo está el conflicto remoto - reverso de la historia- con Bolivia. Portales fue, pues, el brazo que allanó el cumplimiento de esa fatalidad derribando a la Confederación: él sabía a donde su pueblo encaminaríase a la postre, por entre los repliegues de las edades.
    I la guerra fue. La expedición, constante de 2810 hombres, zarpó de Valparaíso el 11 de setiembre de 1837. Ejército Restaurador del Perú se le llamó con pomposo y vejatorio nombre, y su General en Jefe fue el Almirante Manuel Blanco Encalada que no ha un año incursionó, con la escuadra, por la costa norte, cometiendo exacciones. Formaba parte de las huestes una división peruana de 402 plazas, a órdenes
    del General Antonio Gutiérrez de la Fuente, revoltoso distinguido que no podía resignarse a que la Confederación hubiese hecho desaparecer el plato de la anarquía. Blanco escogió para campo de sus operaciones la zona de Arequipa, contra lo opinado por aquel jefe peruano, y se decidió por ella porque estaba desguarnecida, porque le habían inspirado seguridad de que los pueblos reaccionarían y porque la Argentina amagaba las provincias altoperuanas que le eran fronteras. Santa Cruz tenía diseminadas las fuerzas por el centro, en la creencia de que, si Chile se lanzaba a la invasión, trataría de introducir su cuña bélica por ahí, donde la gente no era incondicionalmente adicta al sistema confederal. Antes de partir, el plan fue discutido y rediscutido, y se puso manos en su desarrollo, con gran contentamiento de los emigrados peruanos, que estuvieron en Chile, de eternos lloradores, al decir de Vicuña Mackenna.
    Después de dejar Blanco fuerzas en Cobija y de tocar en Iquique y en Arica, dirigió la escuadra a Huata, Ananta y Quilca. En el primer paraje, naufragó la goleta Carmen, perdiéndose lo mejor de la impedimenta y gran parte de la caballada. En el segundo, parece que se desembarcó el resto salvado de aquélla, la que para encontrar forraje tuvo que ser llevada a Tambo y remontar el valle. En el tercero, se hizo saltar a tierra una columna de exploración, compuesta por el batallón Valdivia y 25 jinetes y mandada por los Generales Castilla, peruano, y Aldunate, chileno. Mientras ésta se internaba, con el propósito de soliviantar a los pueblos contra la Confederación y allanar el camino a la obra de las armas, la escuadra retrocedió al puerto de lslay, que era entonces el de Arequipa, y el día 29 el ejército invasor -restaurador, según ellos- se posesionó de aquél, sin la menor resistencia. Santa Cruz a la sazón andaba por Bolivia, ocupado en sofocar la sublevación de Oruro. Tuvo la primera noticia de la expedición por el parte del General López, jefe militar de Tacna, que ya lo traicionaba, pues encontrábase de acuerdo con los revolucionarios acabados de reprimir y se había entendido con el jefe de la escuadra a su paso por Arica. Santa Cruz, en la imposibilidad de dirigirse inmediatamente al territorio amagado, impartió órdenes al General Cerdeña, que era el jefe militar de Arequipa, al General Morán, que lo era de Lima, y al General Vigil, que con su división debía ocupar la costa del departamento donde se realizase el desembarco. El héroe de Colpahuaico, con la escuadra peruana, incursionaría, como incursionó con brillante éxito, a los puertos de Chile.

    Blanco Encalada destacó retenes de caballería a Camaná y Chuquibamba, para tener puesto el ojo al mismo tiempo sobre el camino de Lima y el del Cuzco. Guarneció la escuadra i la plaza de lslay con 100 hombres i dos piezas de artillería, i el 5 de octubre emprendió la marcha sobre Arequipa a través del desierto. Lo hicieron en las más desastrosas condiciones: baste indicar que cada soldado no poseía más de un par de zapatos: el de los pies, Además, la viruela había aparecido en las filas. La columna exploradora nada había allanado, pues desde el primer momento cosechó desengaños. Los pueblos no se levantaban: eran, por el contrario, fuertemente adictos a la Confederación. Los habitantes estaban huidos y los campos sin recursos: acémilas, forrajes, víveres, todo, todo lo habían retirado. Las tropas tenían que vivir de lo que podían sorprender. Cerdeña, que apenas contaba en Arequipa con un batallón de 300 plazas, un escuadrón y cuatro piezas de campaña, tan luego que tuvo noticias del desembarco en Ananta y Quilca. destacó sobre Vítor una partida de observación, al mando del oficial Agustín Jiménez, y ella fue secundada en su cometido por los valleteros. Castilla llegó hasta Siguas, donde esperó, no sin librar escaramuzas con estos auxiliares, a los que califican de "montoneros" los historiadores chilenos.

    La partida de observación, al asomarse el ejército invasor, se replegó sobre Arequipa, y Cerdeña, cumpliendo las órdenes impartidas por Santa Cruz, se retiró, con sus fuerzas, en dirección a Torata. La ciudad quedó, pues, abandonada para la ocupación militar. Cortejo de civiles acompañaba al gallardo jefe de la plaza, entre ellos Juan Gualberto Valdivia, el sacerdote soldado, eje de la Confederación en Arequipa, y José Rivero, que investía la autoridad prefectoral mientras Cerdeña afrontaba la situación bélica. Ambos influyentes personajes lograron persuadir al jefe militar que acampase en Puquina, avisándole las razones a Santa Cruz, con un plano que dirigió Valdivia y dibujó su discípulo Zenteno. Se situó en Mollebaya una avanzada de observación al mando de Jiménez, y en Pocsi una columna, a órdenes del Coronel Montes. El Protector ya había descendido a Puno, donde por los dispersos del Zepita supo de la defección del General López en Tacna, de su marcha a Bolivia para encabezar la revolución fracasada y del desbande de sus tropas en el camino. Al par recibió las informaciones de Arequipa, sobre la realidad del desembarco y el avance. Aprobó lo hecho y desprendió fuerzas comandadas por el General Ramón Herrera, con encargo de situarse en Pocsi.

    El ejército invasor llegó a Challapampa el 29 de octubre, mermado por las defunciones, casi descalzo, hambreado, en condiciones tales en suma que, si Cerdeña, al haber estado en la ciudad, lo hubiese atacado, con su reducida gente y el "paisanaje" peleador, habría obtenido la rendición. El mismo día Blanco Encalada, con su escolta, ingresó a la ciudad, donde filé recibido "con insultante indiferencia", según frase gráfica de un historiador actual. Estaba casi desértica. Poco tardó el jefe chileno en convencerse de que los mismos adversarios de la Confederación participaban de esa indiferencia, ora porque estuviese a ojos vistas lo deleznable de la invasión extranjera, ora porque se hubiesen adaptado al régimen de orden implantado por el acierto administrativo de Santa Cruz. Sin embargo Blanco Encalada no se paró en pelillos para usar en sus decretos y proclamas quizá redactados por los doctores peruanos inclusos en la expedición- un lenguaje altisonante y despreciativo. Como era necesario dar cariz nacional, se acudió al simulacro de convocar al pueblo, aparentar un comicio y proclamar -pura papelada- como Jefe Supremo del Perú al General Gutiérrez de la Fuente y como Prefecto del Departamento al General Castilla. Apena la visión política de estos hombres, que se prestaban a ser partiquinos.

    Los recursos, en tanto, escaseaban. La hostilidad del ambiente era absoluta. Días hubo en que las tropas tuvieron que desayunarse en la tarde y días en que no se les pudo dar nada. Se recurrió a racionarlas con dinero, pero el decreto de Santa Cruz desvalorizando la moneda chilena entrabó su curso forzoso. La caballada había que llevarla a forrajear a grandes distancias, y no podía hacérsele pernoctar en el campo, porque los corceles desaparecían uno a uno por el premio ofrecido en un bando de Cerdeña. Albéitares era difícil encontrar, por lo cual propuso Castilla acuartelarlos, a lo que Blanco se negó y como ya se había negado a otra proposición del jefe peruano para destacar fuerzas sobre Puno, altercaron ambos Por último, al anuncio de que se iba a organizar la Guardia Nacional, desapareció el poco elemento masculino que aún se había conservado en la población, yéndose, por la infinidad de senderos de la comarca, Arequipeña, a engrosar el campamento donde estaba el corazón de ésta.

    Mientras el ejército chileno se debatía en estos conflictos, la actividad militar perúboliviana en la costa de Arequipa y en la zona de Pocsi y Puquina no estaba en remanso. La división Vigil hacía huir a la guarnición de Camaná, desbarataba a la de Chuquibamba y fijaba su centro en aquel valle. Santa Cruz se daba prisa en Puno en concentrar fuerzas para despacharlas al campo militar de Herrera y Cerdeña. Aquél, tan luego que llegó a Pocsi, llamó a éste, que muy de madrugada se puso en marcha; pero en el camino se detuvo por la falsa noticia que le dió el Dr. Navarro, que venía huyendo desde Pocsi, y que fué confirmada por un oficialillo, que también llegó a escape. Comunicaban éstos que todo él ejército chileno había caído sobre las fuerzas de aquel lugar y deshécholas. ¿Qué había sucedido en realidad? Que Blanco Encalada, para desahogarse de su azarosa situación, movió contra las avanzadas de la Confederación una columna regular que trabó escaramuzas en Mollebaya y Polobaya, deshaciendo a la avanzada del primero de estos lugarejos y capturando al jefe, dos oficiales y cinco soldados el 29 de octubre. El grueso del ejército chileno en ningún momento pensó separarse de Arequipa, y Herrera lo único que hizo fué retirarse de Pocsi, sin dar un tiro; situar el escuadrón del Coronel Hurtado y los infantes del Coronel Montes en lugar conveniente; dejar una avanzada bien montada en la margen del río Poroto; pasar éste y acampar más allá, en sitio que no se indica.

    La noticia falsa de Navarro motivo que las fuerzas de Herrera detuvieran su marcha cerca de la Pampa de Usuña y se desplegaran en línea de batalla. Los cañones fueron situados en una eminencia estratégica. Así las encontró Juan Gualberto Valdivia -el clérigo,- que descendió de Puquina en su busca. Enterado de las nuevas, continuó hasta el campamento de Herrera a informarse de la verdad y regresó rápidamente, calculando que Santa Cruz ya estuviese en Puquina y que anhelaría conocer lo cierto. Mientras esto ocurría en el campo confederado, en el del invasor se vivía en continua alerta y ejecutando a menudo inútiles movimientos, por partes falsos que el enemigo cuidaba de deslizar hasta él. Vez hubo en que se presentaron 25 desertores de las fuerzas de Herrera, lo que causó esperanza de reacción en los pueblos, pero al día siguiente todos desaparecieron, revelando que sólo se había tratado de una "maniobra" de espionaje. No podía conseguirse arrieros para traer los cañones que se dejaron en Islay. I entre peruanos y chilenos no iba de lo mejor la armonía pues los primeros se juzgaban desoídos por el comando y los segundos engañados por los emigrados.

    Santa Cruz, en efecto, había llegado, por detrás del Pichupichu, a Puquina, con el resto de las fuerzas que logró concentrar. Al no hallar en aquel paraje al ejército, prosiguió su marcha. Valdivia se encontró con él en las cabeceras de la pampa de Usuña, donde se acampó al amparo de una ensenada i una quebradilla, combatiendo el frío de la noche helada con el fuego de los pajonales, Muy temprano Valdivia, al que acompañaba su discípulo Ureta (Manuel Toribio) tomó hasta los vivaques de las fuerzas de Herrera, a las cuales va se habían sumado las de Cerdeña. Encontró que, ante esta concentración, la columna chilena se había retirado hacia Arequipa i que Herrera sin pérdida de tiempo, había repasado el Poroto. Con tan verídicos informes, Santa Cruz continuó la marcha hasta Pocsi. incorporando a las fuerzas de Herrera, e inmediatamente que llegó celebró una reunión de Generales en la casa parroquial, donde se alojó. Cerdeña opinó por la ocupación de Yumina i los demás por una línea que se extendiera desde Socabaya hasta Sachaca. El Protector oyó, calló y reflexionó en vez de dormir, y al día siguiente se confió plenamente a la experiencia que del terreno tenía Valdivia. Este, escoltado por un oficial y dos soldados con carabinas, lanzas y banderolas, guió al ejército, por el pie del Pichupichu, hasta la chacra de la Bedoya en Chihuata. De 5,400 hombres constaba esta máquina de guerra, materialmente bien mantenida y equipada y moralmente llena de devoción por su jefe y de entusiasmo por su causa, que era la del Sur.

    Se pernoctó ahí, y a las luces del alba se reanudó la marcha, con dirección a Paucarpata, cuyos campos conocía, militarmente y al dedillo, Valdivia desde los combates de la revolución de 1834, en que fué fogoso caudillo. Siempre él guiaba, pero en esta vez escoltábanlo dos compañías de cazadores, dos mitades de caballerías, tres oficiales y cuatro soldados. Apuesta y muy criolla figura la del sacerdotesoldado, firme sobre guerrero corcel, manejándolo con destreza, la mirada torva, cargada de preocupaciones, a la cabeza de su grupo militar, cuyas banderolas rojas marcaban ruta al ejército, en que el Protector, con cortejo de veteranos Generales venía. No tardó Valdivia en descubrir en la Majada de Linares un regimiento de caballería enemiga y dos compañías de cazadores. Dió aviso a Cerdeña, que trató de envolverlos; pero los chilenos se retiraron a una apacheta vecina y de ahí no pararon hasta Miradores, el llano adyacente a Arequipa, donde estaba el ejército de que eran fracción.
    Siguió Valdivia, con su escolta, hasta Cerro Gordo, que domina el Alto de San Lucas, en Paucarpata, y, luego previa exploración del llano de Porongoche, descendió hasta el estanque del mismo hagiográfico nombre. Era el campo elegido por el Macabeo arequipeño para que sentase sus reales. Cuando Santa Cruz llegó, le dijo a Valdivia: "Nos ha puesto usted sobre el balcón de Arequipa", y después de abarcar con la mirada el ámbito y sus eminencias, añadió: “Gracias, doctor: la campaña está asegurada”.

    Los historiadores hablan de que hubo momento en que se realizó un cambio activo de mensajeros entre ambos campos y que hasta el General Herrera llegó a entrevistarse la noche del 4 de noviembre con Blanco en el domicilio de éste: pero no precisan más, ¿Fue antes de la llegada de Santa Cruz?, ¿fue cuando acampó en Pocsi? ¿fue cuando acampó en Chiguata? ¿fue cuando acampó en Paucarpata? Del relato de O'Connor se deduciría que fué cuando el ejército de Santa Cruz ocupó el Alto de San Lucas. Del relato de Paz Soldán se deduciría que fue antes. El Deán Valdivia no dice nada sobre el incidente. No sabemos si las fuentes chilenas -que no hemos tenido facilidad de consultar- contendrán dato precisador. Pero el hecho es que la gestión estuvo desligada de las posteriores negociaciones que culminaron en el tratado de Paucarpata. Tal gestión condujo solamente a que entre Herrera e Irisará se acordase un armisticio de cuatro días y a que, cuando éstos estaban para expirar, Blanco propusiera una escena romántica, no obstante el clasicismo de los Horacios y los Curacios. Se decidiría la guerra por un combate singular de 600 infantes y 200 jinetes de cada campo. O'Connor limita a 100 el número de cada grupo dé combatientes. Por supuesto que fué rechazada tan curiosa proposición, que resultaba tonta por no haber equiparación numérica entre ambos ejércitos: el de Blanco era casi la tercera parte del de Santa Cruz.

    El Protector situó sus fuerzas convenientemente, emplazó su artillería en lugares de eficacia, envió una compañía de infantes y jinetes a Cerro Gordo y organizó otra de seis compañías para maniobrar. Recorrió en seguida todo el Alto de Paucarpata, acompañado de Valdivia y el General Quirós, quien también había actuado en esos parajes en la revolución de 1834. Ordenó se cubriera el camino de Paucarpata a Yumina, se diera rancho a la tropa y se intensificase el espionaje que desempeñaban "paisanos" expertos. Todo esto sucedía el día 14. El 15 realizó demostraciones militares tendientes a constreñir la situación del enemigo, del cual se ha dicho que "estaba encerrado como en un corral de buitres". Mal sustentado, moralmente vencido, sin entusiasmo por la causa que le servía de bandera, aislado por el desierto inhóspito, desasido de su escuadra, inferior en elementos y número, hostilizado por el ambiente en lo absoluto el ejército de Blanco sentía sobre sí la masa de guerra que iba a triturarlo. En su interior no había ni podía haber el resorte del heroísmo y el sacrificio, porque las circunstancias extrínsecas e intrínsecas no eran de las que los engendran. Su destrucción o su capitulación era inevitable.

    Blanco, en la mañana del 16, solicitó, "por una nota muy comedida", negociar un tratado, Santa Cruz, que nunca quiso la guerra, que antes y después de la invasión sólo anhelaba la paz, que ansiaba vehementemente ésta para organizar y consolidar la Confederación, aceptó, procediendo como estadista, que realmente lo era, y no como militar, que sólo lo fue por su época. Para nosotros, no obstante el aparato de una batalla inminente, jamás tuvo el Protector el designio de reñirla: únicamente quería acorralar al enemigo, hasta constreñirlo a la rendición incondicional. Perseguía por sobre las operaciones bélicas, serenar el ambiente internacional y no aborrascado. Encontró la coyuntura ampliamente propicia para ello, y nombró Ministros Plenipotenciarios por la Confederación a los Generales Ramón Herrera y Anselmo Quirós, con el Pbro. Juan Gualberto Valdivia como secretario. Por parte de Chile, los Ministros fueron el mismo jefe expedicionario y el Coronel Antonio José de lrisarri, con D. Juan Enrique Ramírez como secretario. Celebróse la primera reunión en una casa de Sabandía, dentro del sector militarmente ocupado por Santa Cruz, y parece que, por esta circunstancia, no concurrió Blanco y que, guardándose deferencia al vacío dejado tampoco concurrió el General Quirós. Acompañó a Herrera únicamente su ayudante y a lrisarri, dos oficiales y cuatro soldados, solemnidad necesaria, puesto que iba al campo enemigo.

    Más de cuatro horas duró la conferencia. Surgieron en ella puntos de discordia, siendo el principal el de las garantías para los peruanos venidos con el invasor y para los que se habían agregado a éste. Herrera argüía que eran suficientes las otorgadas al ejército chileno, puesto que aquéllos formaban parte de su efectivo, pero lrisarri insistía en la consignación de un artículo especial. Cómo, tras este debate, se percibe la atingencia de los emigrados, atingencia a la que Vicuña Mackena califica de "llanto", lrisarri consultó por nota y Herrera por medio de Valdivia El Protector tuvo el gesto del momento, con acierto, penetración y sagacidad. Contestó que era mejor formular un memorándum de la conferencia, consultar personalmente a las respectivas Jefaturas y al día siguiente celebrase la reunión en la Quinta de Tristán, que estaba en las inmediaciones del campo del ejército chileno, a fin de que pudiese concurrir el Almirante Blanco Encalada. Respecto a los puntos en discordia, dijo a los representantes perubolivianos: pasen por lo que sea equitativo y consideren como no venidos a los peruanos. Forma despectiva y cruel para los auxiliares del ejército invasor fue ésta, que al par tenía el filo de una certera diplomacia y de la proverbial astucia indígena.

    Se realizó todo como indicó Santa Cruz. Celebróse, en efecto, la reunión definitiva, en la tarde del 17, en la Quinta de Tristán, llamada así porque su propietario era el poderoso D. Pío, no obstante que él la tenía bautizada con el nombre de Quinta Miraflores. Aún existen sus ruinas, con aspecto de alquería abandonada. Nos parece que ellas corresponden a sólo la mitad del edificio: la destinada a los servicios domésticos y agrícolas. De la otra, de la más suntuosa, no queda nada: ya su área es chacra. Y es en esa parte desaparecida donde debieron estar las amplias salas y magnífico comedor en que se realizó el banquete que el 9 de junio de 1825 ofreció D. Pío de Tristán a Bolívar y en cuya fiesta ocurrió la anécdota desorbitada de éste con el Coronel argentino Dehesa. Es también en esas salas donde el tratado de Paucarpata se produjo ... En la parte que aún queda, se alza, frente a la que debió ser la entrada una picantería mugrienta, decorada por el tizne, con techo haraposo, de paja ennegrecida, y en cuya portezuela de oquedad flamea en alto el gallardete rojo en las horas del almuerzo campesino o del bebe rural. Al lado oriental se enfilan varios cuartitos, de techo anguloso, que suponemos reconstruidos por su regular estado, y en el centro del antiguo patio se ostenta una taza de pileta o quizá el resto de una alberca. En uno de los ángulos, cabe la reja, gran ramada presta albergue a una trilladora. El paisaje de égloga de Arequipa, en su campiña amplia de Paucarpata, circunda a la escombrada mansión, ayer residencia señorial de orgullosa familia y hoy habitada por labriegos humildes. Granujas astrosos y azorados pululan en ella. Subraya el ambiente de nostalgia un árbol añoroso que se yergue en lo que debió ser el interior ...De la pasada grandeza, apenas queda la verja de fierro: apoyado en ella aparece, en el fotograbado con que ilustramos estas páginas, quien las escribe, historiador de su pueblo, cantor de su comarca, adalid de su casta, quizá el último abencerraje". Estos, Fabio, ¡oh dolor! que ves ahora...

    Fue en esta Quinta -hoy reliquia mísera- donde se firmó, como hemos dicho, el Tratado de Paucarpata entre los Plenipotenciarios de la Confederación i los Plenipotenciarios de Chile. Discutieron unos i otros hasta después de las 7 de la noche, a puertas cerradas, pero a través de las cuales se oía todo, porque al Almirante Blanco había que hablarle en voz alta por su sordera. Santa Cruz aprobó el tratado acto continuo, pero el Gobierno de Chile lo desprobó al mes, a pretexto de que sus Plenipotenciarios se habían excedido de sus instrucciones. El Protector no se engañó en ningún momento respecto al porvenir del tratado. "Yo preveo que el gobierno de Chile -dijo en vísperas de la suscripción a Valdivia- no reconocerá el servicio que le hace el General Blanco: no aprobará el convenio". Pero quiero -agregó- dar esta prueba de generosidad". No era generosidad: era cálculo para dar tiempo al tiempo, con el objeto de ver si amainaba en sus propósitos bélicos el Gobierno chileno y de cimentar mayormente la Confederación El ejército invasor se retiró al siguiente día, en cumplimiento de lo pactado, a la Otra Banda, no sin vender a peso de oro los caballos y sus arreos, y el ejército de la Confederación ocupó el llano de.Miraflores, hasta donde fueron pueblo, vecinos destacados y corporaciones a saludar al Protector e invitarlo a entrar en la ciudad, que le era tan adicta y que tenía fervor por la Confederación.

    Santa Cruz, que no descuidaba la seguridad que requiere la guerra, ordenó inmediatamente que la División Vanguardia ocupase el Puente sobre el Chili (hoy Bolognesi) y situó fuertes tropas en la cerrillada de Tingo. En seguida, el ejército confederado entró a la urbe alborozada, sobre la que cantaban las campana sus repiques, y Santa Cruz, a retaguardia, en bizarro caballo, acompañado por Valdivia, Rivero y otros civiles y militares. De azoteas y ventanas, arrojábanle mistura manos femeninas y él tenía que interrumpir a menudo un saludo o una sonrisa para inclinarse sobre el corcel a recibir los abrazos de cholos y cholas, como en los días de Carnaval, cuando cubierto con poncho de "carro" e igualmente montado, solía hacerlo para que cholos y cholas lo empolvaran y mojasen. El ejército invasor "humillado y peor que derrotado", -dice Vicuña Mackenna- prosiguió hacia Quilca, donde antes de los seis días pactados se embarcó para su aviesa patria: regresaba mermado en más de 500 plazas por deserciones, enfermedades y decesos. Sólo se quedó Irisarri, que era guatemalteco, de vasta ilustración y de pluma no blanda, al servicio de Chile. Seguro estaba de que en Chile iba a ser la cabeza de turco por el tratado suscrito Desde Arequipa lo defendió en varios folletos y prosiguió en el Ecuador su campaña de prensa, publicando La Verdad Desnuda, valiente periódico, en el que usó los pseudónimos de Chanduy y Ají.

    Es fama que Santa Cruz, ya en la ciudad, festejó la celebración del tratado, pero a la opinión pública no gustó éste. Como la victoria era inminente, hubiera querido que la batalla campal o la capitulación anonadante se produjese: emboscada estaba en este sentir la ancestralidad no extinta. Pero tal criterio multitudinario, inmediatista, enteramente subjetivo, explicable era en los coetáneos, más no hoy, en ciertos historiadores, que se desentienden de que la historia es objetividad. Verdad que la victoria era inminente, pera una victoria sin mérito, por las condiciones archicalamitosas en que se encontraba el ejército chileno, de antemano vencido. Sí, puede decirse que la victoria estaba producida militarmente, aunque sin el estrépito horrísono de las armas, puesto que militarmente se había reducido al enemigo al estado de capitulación. Se dirá que debió determinarse las cosas de tal modo que aquél llegara a ésta. Pero no se trataba de destruir o abatir a un ejército, sino de concluir la guerra: por esto, se fué a la negociación diplomática. Blanco traía no sólo el comando de las fuerzas chilenas, sino también la representación de la República de Chile. Además, si el ejército invasor, que tan jactanciosamente vino a deshacer a la Confederación en menos de un santiamén, se regresaba sin haber dado un tiro, humillado, con el rabo entre las piernas, como quien dice, salvando únicamente el pellejo, es claro que la capitulación estaba entrañada en el fondo del tratado. Correría la historia, y Bolognesi daría, en el Morro, una lección del modo como se cumple el deber militar cuando la victoria es imposible, aunque los casos no fuesen semejantes.

    Satisfacción bien banal habría sido vencer a un ejército derrotado de antemano. Por resultado positivo, habríase obtenido un millar de prisioneros, el botín de algunos elementos de guerra y nada más. La fuerza militar de Chile habría sido dañada apenas con un pellizco. En cambio la victoria sobre las armas chilenas habría dado a la futura guerra -que Santa Cruz veía venir- lo que Portales no pudo dar a la primera: la popularidad. Todo Chile, bajo la derrota inflingida, habría corrido a las armas, porque se habría pulsado la fibra guerrera de la raza. Ante el tratado la opinión se satisfizo con el sometimiento de Blanco a la Corte Marcial, que declaró que había procedido bien, no sacrificando infructuosamente al ejército y que era digno de conservar su rango y grados. Ya hemos dicho que Santa Cruz fue generoso por cálculo: como verdadero estadista, veía la conveniencia pública en el fondo de las cosas y a través de los inmediatismos. Paz, paz venía reclamando desde el momento que inició la Confederación. Paz, paz repitió cuando Chile lo agobiaba con sus reclamos, sin otra razón que la del lobo. Paz, paz necesitaba para consolidar su concepción, ya concretada estadualmente. Paz, paz persiguió por sobre la invasión injustificada, prefiriendo a los laureles del guerrero las palmas del estadista. Pero el pan de Chile estaba en el Perú, alto y bajo, y la Confederación podía ser el coloso que contuviese la mano armada del corvo: había que derribarla y la derribaron los peruanos obtusos y Chile.

    Arequipa, 27 de noviembre de 1937.

    Nota.-
    No está demás anotar algunas variantes que ofrecen los historiadores.

    El efectivo total del ejército restaurador que consignamos es el indicado por Dellepiane pero Paz Soldán lo hace subir solamente a 2,790. Este último autor dice que la escuadra primero tocó en Islay (29 de set.) y al siguiente día en Quilca La revolución de Oruro fue el 25 de setiembre.

    Según Paz Soldán, el ejército confederado marchó sobre Paucarpata después que se rechazó la proposición de Blanco sobre el combate singular de 800 hombres. Según O'Connor, cuando se hizo esta proposición, ya el ejército mencionado ocupaba Paucarpata. En el "Diccionario de Extranjeros en Chile", art. Blanco Encalada, se consigna que el cartel de desafío fué enviado a Cerdeña, en cuyo caso la actitud medioeval del jefe chileno habría acontecido antes de que el General Herrera se incorporase a las fuerzas de Pocsi.

    En esa obra se dice que el ejército confederado no presentó combate al ejército invasor, como dando a entender que por eso éste no llegó a batirse. Se hizo otra cosa peor con él: se le acorraló. Por esto mismo y por ser el ejército chileno el que invadía, le correspondía a él atacar. Pero en ningún momento lo intentó, pues como decimos en el texto no se movió de Arequipa. Quizá si ataca a las fuerzas de Cerdeña o Herrera antes de que llegara Santa Cruz hubiese podido obtener una victoria momentánea. Se condenó a sí mismo a la inactividad, probablemente desmoralizado por la hostilidad del ambiente.

    El número del ejército confederado lo tomamos de O'Connor, que fue el Jefe del Estado Mayor General. Dellepiane le asigna sólo 5000 hombres.

    O'Connor dice que, cuando los ejércitos estaban frente a frente en los alcores de Arequipa, el comandado por Blanco no llegaba a 2,000 hombres. Paz Soldán da el dato de que al reembarcarse ese ejército en Quilca, constaba de 2,500 plazas, y agrega que quedaron en Arequipa como 500, entre desertores y enfermos.

    En este trabajo, en el que por primera vez se organizan integralmente todos los datos relativos a los sucesos desarrollados en Arequipa durante la invasión chilena en 1837 y se emiten conceptos nuevos sobre el tratado de Paucarpata, se ha procurado evitar el defecto común de nombrar ejército boliviano al que movía Santa Cruz, contribuyendo con esta falsa denominación a que se confundan los conceptos. Cabalmente, por no deslindarse éstos, los historiadores de pacotilla dicen tantos disparates cuando se atreven a hablar de la Confederación o de los caudillos que personificaron respectivamente el espíritu del Sur y el del Norte: Santa Cruz y Salaverry. Al ejército de Santa Cruz debe denominársele ejército confederado o Perúboliviano y al de Chile, ejército invasor.

    Santa Cruz, después del tratado de Paucarpata, dió a sus tropas algunos días de descanso y en seguida las distribuyó entre Puno, Cuzco y otros puntos y él se dirigió a La Paz. En esta capital altoperuana, recibió el 26 de enero de 1838 la comunicación diplomática de la desaprobación del tratado por el Gobierno de Chile. Se la dirigió desde Arequipa lrisarri, con fecha 20 de aquel mes. Se ve, pues, que el distinguido guatemalteco permaneció entre nosotros con el carácter de Plenipotenciario.

    La idea dada por Santa Cruz respecto de los auxiliares peruanos quedó consignada en el art. 12 del tratado en esta forma: "El Gobierno de la Confederación ofrece no hacer cargo alguno por su conducta política a los individuos del territorio que ha ocupado el ejército de Chile; y considera a los peruanos que han venido con dicho ejército como si no hubiesen venido". Redacción inteligentísima fue ésta. No se obliga: sólo se ofrece. I luego se adopta distinta actitud para los que vinieron y para los que se agregaron, empleando para éstos una denominación genérica y para aquéllos la específica de "peruanos", como para subrayar que se habían incluido entre los invasores de su patria.

    ESCOCIA. Año IV, N°14. Noviembre 1937.


    Visión Boliviana (Paucarpata)

    Ocho buques de guerra y diez y seis transportes, recortan sus siluetas balanceantes en la rada de Valparaíso. Se ve la Libertad, la Monteagudo. el Arequipeño, la Orbegoso, la Santa Cruz, el Aquiles, la Valparaíso y la Zaldívar, meciéndose lentamente, acariciados por la brisa suave. ¿Es la flota protectoral? Debería serlo por el nombre y por el origen de los barcos. Sin embargo, es la flota chilena que se apresta a zarpar, llevando al Perú el ejército expedicionario de Blanco Encalada. En los nombres peruanos de estos barcos reside la clave de los futuros infortunios de Santa Cruz. La Confederación se ha dejado arrebatar esa flota que tan necesaria va a serle, y que Chile sabrá utilizar sabiamente. Por imprevisión, por exceso de confianza y por otros factores, Santa Cruz ha perdido el dominio en el mar. Es el talón vulnerable de este Aquiles andino. No tiene flota y los pocos barcos con que contaba han sido capturados por su enemigo, que ahora los utiliza contra él. En el tranquilo amanecer del 15 de septiembre de 1837, esa flota peruana por su origen y chilena por su condición actual, enfila proas rumbo al norte, llevando la guerra a las tierras del Inca. El 22, la flota arriba al puerto peruano de Iquique. Desembarca un piquete y al son de una banda de músicos, anuncia la “liberación del Perú”, Nadie les escucha, pues los pobladores han huido al saber su aproximación. El 24, Arica. Efectúan un segundo desembarco, sin encontrar enemigos. La población civil no ha presentado ninguna resistencia; no obstante, en la noche los soldados chilenos asaltan el edificio de la aduana y hurtan las mercancías. En Arica, a Santa Cruz se le traiciona una vez más. Un general boliviano López destaca hasta Blanco Encalada al coronel peruano José Ponce, -para anoticiarle que simultáneamente con el avance de las fuerzas chilenas, él efectuará una revolución contra Santa Cruz en La Paz. López es el jefe de la división boliviana de Tacna compuesta del batallón Zepita y del regimiento Lanceros de la Guardia. Le sugiere, asimismo, que el ejército expedicionario chileno se dirija a Tacna, para operar desde esa localidad. Blanco, temiendo una celada, no altera el itinerario que tiene trazado y continúa su travesía rumbo al norte. Sabe que en Arequipa se halla el general crucino Blas Cerdeña a la cabeza de dos mil hombres, a los que espera batir sin mucho esfuerzo. Y sabe también que Santa Cruz se halla en Bolivia preocupado en esos momentos en organizar las fuerzas que destacará contra los argentinos que amagan la frontera sur, con el general Alejandro Heredia a la cabeza. Al atardecer del 29 de septiembre de 1837, la flota chilena atraca en Islay, y es recibida con idéntica frialdad e indiferencia. Ni aplausos ni resistencias. Los moradores peruanos parecen extraños a lo que acontece a su derredor y miran con curiosidad a los invasores que alardean de la marcialidad de sus marchas militares y de los uniformes vistosos de sus soldados. Es éste el sitio elegido por Blanco para efectuar el desembarco de la fuerza expedicionaria. No. obstante, a Último momento decide que el desembarco se efectúe más allá, en Quilca. Los chilenos suman tres mil doscientos hombres que integran las siguientes unidades: Columna Peruana, Batallón Portales, Batallón Valdivia, Valparaíso, Colchagua, tres escuadrones de caballería, una compañía de artillería ligera, una escolta y dos compañías de cívicos. Es comandante en jefe el general Manuel Blanco Encalada, vicealmirante de la marina chilena. Hombre de mundo, más parece un diplomático que un militar. Es caballeroso, galante y algo lírico. Toma la misión que se le ha confiado como una cruzada, en la que su papel es la de un redentor de los pueblos oprimidos. No odia a Santa Cruz, pero tiene un concepto falso de su situación. Desconoce en absoluto el terreno en que deberá actuar, y está confiado en los emigrados peruanos que le acompañan. Abriga quizá un juicio romántico de esta guerra, y piensa que con valor, con gallardía y con fanfarrias militares vencerá al adversario. Segundo de Blanco es José de Irrisari, literato de algún renombre, que tampoco conoce el terreno ni a los adversarios con los que peleará. Debe, pues, atenerse a Antonio Gutiérrez de la Fuente, el ex-gobernante peruano que comanda una división dc 402 hombres, y que es probablemente el más interiorizado de las condiciones en las que maniobrará. Con él iría el coronel Vivanco y los políticos Pardo y Martínez, todos peruanos. El desembarco se realiza con algunas dificultades y contratiempos, entre los que no es menor el naufragio de la fragata “Carmen” que conduce a la división peruana y parte del parque del ejército. Se pierden en el naufragio las herraduras de los caballos y zapatos para la tropa. Es plan de Blanco Encalada ocupar Arequipa, pues le han enterado que aquella región es pródiga en recursos y no se halla suficientemente defendida. Tiene delante de si el desierto que vencer, antes de enfrentar a las tropas crucinas. La región es inhospitalaria y sus pobladores se muestran poco dispuestos a auxiliar al ejército invasor. No obstante, Blanco Encalada ordena la marcha sobre Arequipa. Es el cálido atardecer del 5 de octubre de 1837, cuando el ejército chileno comienza la caminata. Las condiciones en que se realiza la expedición son muy precarias. No hay agua en la región y los soldados deben aprovisionarse de una cantidad suficiente para tres o cuatro días de marcha. Lo mismo en lo que atañe a las armas, Todo tiene que ser llevado personalmente por ellos, pues la mayor parte de las acémilas han muerto. Se internan en el desierto y cuarenta leguas de arena abren ante ellos su interrogante gris. La comarca es un erial, mezquino en recursos naturales, y los chilenos llevan en su disfavor el desconocimiento absoluto de la región que intentan atravesar. Para colmo de desventuras, en la primera noche los guías se extravían y ambulan perdidos y desorientados. Recién con las primeras luces del día siguiente encuentran su ruta y reemprenden la marcha. El calor, la aridez del terreno y la falta de entrenamiento de los soldados comienzan ya a producir los primeros estragos. Los soldados se arrastran por la arena y se arrebatan las cantimploras con agua. Se ve algunos rezagados y los demás marchan con evidente fatiga y desaliento. Atraviesan el valle de Sihuas y descansan en la hacienda Pachagui, que les brinda alimento y descanso. Pese a todo, hay ya muchos enfermos y tres soldados han muerto en la caminata. En Pachagui quedan algunos, imposibilitados para continuar la marcha. Esta prosigue el día 9. Finalmente, es vencido el desierto y las tropas ingresan al valle de Vítor, región ,más socorrida. Se hace alto en la hacienda Churunga. Se advierte una resistencia solapada. Los pobladores niegan y esconden los recursos que podrían ofrecer al ejército expedicionario. No es necesario mucho esfuerzo para comprender que allí merodea la mano de Santa Cruz, cuyos amigos y agentes declaran a los chilenos una guerra de recursos, sorda, callada, imperceptible, pero eficaz. Después de las penurias del desierto, Churunga es un remanso de paz. El ejército chileno, agotado, permanece. dos días allí, para recuperar sus extenuadas fuerzas. Se destaca a algunos emisarios para informar a Blanco Encalada de la situación. Vuelven éstos trayendo impresiones engañosas. Se le dice al general chileno que el pueblo de Arequipa espera ansioso la llegada del cuerpo expedicionario; aparentemente, no hay enemigos y Santa Cruz se ha convertido en un fantasma, cuyo paradero se ignora. Los chilenos llegan a Uchumaya, el mismo sitio donde algunos meses antes José Ballivián se cubriera de gloria al luchar contra Salaverry. Después de algunos contratiempos, Blanco y su ejército llegan a Challapampa, punto situado a media legua de Arequipa. Ya puede divisarse el humo y las siluetas de las casas de la ciudad. Es Arequipa. Blanco respira al comprobar que ha podido arribar al término de su expedición, sin ser hostilizado. Sin embargo, algo le preocupa: ¿Qué es de Santa Cruz? ¿Qué significa esta ausencia absoluta de enemigos? No tiene tiempo para responder a estas interrogaciones. La marcha sobre la ciudad le abstrae de tal meditación y el 12 de octubre- ingresa en Arequipa, sin haber disparado un tiro. El recibimiento no es hostil, pero se advierte una frialdad extraña; la ciudad parece abandonada. Unos cuantos curiosos merodean en las esquinas y Blanco penetra sin pena ni gloria, como volviendo de una parada militar. Blanco Encalada es cortesano y despreocupado. Aunque un poco inquieto por esta misteriosa conducta de sus enemigos sabe que puede y debe divertirse y en la misma noche de su llegada, alegre música celebra la ocupación de Arequipa. Al día siguiente, Blanco convoca a Cabildo Abierto, en la capilla de la universidad arequipeña. Allí designa jefe supremo de la República al general Gutiérrez de la Fuente, quien nombra ministro general a Felipe Pardo y Aliaga y prefecto de Arequipa al general Ramón Castilla. Los tres han acompañado al ejército restaurador y éste es el premio a su colaboración. Tanto la convocatoria a Cabildo Abierto como la designación de La Fuente, encuentran vacío notorio en el pueblo arequipeño. Nadie parece felicitarse por la llegada de los chilenos y premeditadamente los principales vecinos han abandonado la ciudad. Los arequipeños, adictos siempre a Santa Cruz, continúan llevando contra el ejército de Blanco su guerra de brazos caídos. Ocultan los alimentos, niegan recursos a los soldados invasores y sin disparar un cartucho les ocasionan mayores perjuicios que en un combate armado. Después, algunas partidas de montoneros hostilizan a las tropas chilenas y son las mujeres de la región las que se muestran más decididas por Santa Cruz. El Protector ha ganado su simpatía y apoyo y son ellas quienes alientan a los varones con sus iniciativas. En Sabandía, una partida de montoneros está encabezada por una mujer y acosa a las tropas de Blanco Encalada, con incursiones nocturnas y escaramuzas constantes. Blanco comienza a inquietarse por la falta de noticias sobre Santa Cruz. Llegan hasta él rumores contradictorios, fantásticos e inverosímiles. Se dice que Santa Cruz ha sido depuesto por una revolución. Se dice que los argentinos han invadido el sur de Bolivia. Que Santa Cruz está prisionero. Que también se han producido pronunciamientos en el norte del Perú. Que Santa Cruz se acerca a la cabeza de su numeroso ejército, Es una “guerra de nervios”. Santa Cruz está desmoralizando previamente al adversario, ya bastante maltrecho por las penurias del camino y por la sorda animadversión que advierte en los arequipeños. La Fuente ha asegurado a Blanco completar dos batallones con peruanos, en Arequipa, y proporcionarle, además, ochocientas mulas y cien mil pesos. Al llegar a la ciudad, no se ven ni los dos batallones, ni las ochocientas mulas, ni los den mil pesos. Ante la falencia de recursos en que se halla, Blanco exige un empréstito forzoso. Empero, han fugado los principales vecinos y es menguado el resultado que obtiene, Escasean también los víveres y es raro el día en que sus soldados pueden recibir el rancho antes de las dos de la tarde. El general chileno que llegara confiado en que los pueblos le recibirían con palmas y vítores, siente crudamente el mordisco de las primeras desilusiones. —“A los pocos días de mi llegada a Arequipa —dice él mismo— comenzaron a desaparecer las lisonjeras esperanzas con que me había dirigido a aquella ciudad que apenas me suministraba por la fuerza, el alimento del soldado. El pueblo desertó completamente de la ciudad”. Al desembarcar en Quilca, el comandante chileno supo que en Arequipa sé encontraba el general Blas Cerdeña, pero a su llegada, éste también ha desaparecido. Muy confusamente alguien le anoticia que Cerdeña se ha replegado a Puquiná, a las catorce leguas de Arequipa. Cerdeña, que no ignora la situación crítica de Blanco, se Ii. mita a amagarle con partidas de montoneros, que sin comprometerse nunca en un combate abierto, acosan aisladamente a los chilenos, a quienes obligan a permanecer a la expectativa, noches íntegras. La intemperie y la falta de abrigo, son sus mejores aliados. Blanco intenta sorprenderlo dos veces, con resultado negativo, que aumenta el desaliento entre sus hombres. El 3 de noviembre, un paisano le informa que el ejército, de Cerdeña ha avanzado hasta Poxi y que Santa Cruz ya trasmonta la cordillera para reforzarle. Dispuesto a anticiparse, Blanco moviliza todo su cuerpo expedicionario y avanza sobre aquel punto con ánimo de librar combate. Llega a Poxi y lo encuentra desierto. Ha sido engañado una vez más. Contramarcha a Arequipa, con el desánimo reflejado en el semblante: una maniobra en el vacío y sus hombres se han fatigado inútilmente. Ya el 27 de octubre ha tenido una falsa alarma y el ejército debió permanecer en vano sobre las armas toda la noche. Es evidente que las cosas no pueden continuar así. Cada día que pasa la situación es más crítica para el militar chileno y sus hombres enfermos en el hospital ya alcanzan a trescientos. El espíritu combativo de los chilenos decae paulatinamente, y sobre todo la incertidumbre mina la moral de estos hombres, que deben combatir contra un enemigo invisible y contra la resistencia del pueblo, en el que esperaban encontrar el más eficaz aliado. Blanco Encalada está cercado, física y espiritualmente, Desde los primeros días de su expedición, no sabe a ciencia cierta qué es de Santa Cruz, cuáles son sus planes y cuál el probable desarrollo de la guerra. ¿Qué es, en verdad, de Santa Cruz? El Protector ha tenido noticia del desembarco cuando se hallaba en La Paz. Anuncia la presencia de las fuerzas chilenas en su mensaje al Congreso y luego de sofocar el motín de Oruro, parte a la cabeza de su tropas, rumbo al norte. Con sombríos presentimientos inicia la campaña. Llega hasta él la noticia de la muerte del general Avilés, uno de los mejores jefes. Casi simultáneamente muere también el general Anglada, otro militar excelente. Los contratiempos no se detienen ahí. El 17 de enero de 1838 la fragata peruana “Confederación”, es capturada por la flota chilena mientras navega desde el Callao a Anca. Cae prisionero el general José Ballivián, uno de los más valientes jefes con que cuenta Santa Cruz. “Ahí —exclama. Dios se está llevando mis mejores generales”. Parece que comienza a empalidecer esa estrella “tan brillante como el sol”. Envuelto por estos augurios, Santa Cruz emprende la marcha. Convoca a sus generales Nieto, Cerdeña, Morán, Herrera, O’Connor. El segundo, que se halla en Arequipa, recibe órdenes de sumar sus fuerzas a las de Herrera, en Puquina. El 28 de septiembre, Cerdeña abandona la Ciudad Blanca. Momentos antes de emprender el viaje, Santa Cruz recibe un mensaje del general López, aquel infidente comandante de la guarnición de Tacna. Es una nota de adhesión y de acatamiento al Protector. ¿Quién se la ha pedido? La espontaneidad del gesto es sospechosa para Santa Cruz, conocedor sutil de la psicología de sus compatriotas. Lejos de agradarle, la nota de López le alarma, pues sospecha la traición. —“Este López —dice a uno de sus generales— está en contra de nosotros. Ya lo verá usted”. Unos días después de la predicción, sus sospechas se ven confirmadas. Al ingresar a Puno, un cabo del batallón Zepita se acerca al Protector y le anoticia que López anda en trajines revolucionarios en Oruro, en compañía de un capitán llamado Agustín Morales, después Presidente de Bolivia. —“¿Qué le dije de López?” —pregunta el Presidente al mismo general. De Lima parte la división Vigil con misión de cortar a Blanco Encalada el camino a la costa y dejarle aislado en el interior del territorio peruano. Si es derrotado, su retirada será imposible. Igual maniobra ha empleado antes Santa Cruz, contra Salaverry, en Socabaya. La división Vigil avanza velozmente por Acarí, Caravelí y Chuquibamba. En los primeros días de noviembre, y siempre en cumplimiento de instrucciones impartidas por Santa Cruz, sale de Lima otra división comandada por el general Otero, para reforzar las tropas de Vigil. El 5 de noviembre, Santa Cruz se reúne en Usuña con el ejército de Cerdeña. El 6 marcha con todo el ejército a Polovaya y el 7 se posesiona en Poxi. Ha desaparecido el pesimismo con que emprendiera la campaña. Lejos ya del ambiente de intrigas y falsías que le rodeara en La Paz, se siente transportado a su propio medio. La vida de campaña le hace olvidar los peligros políticos que le acechan y sólo piensa en destruir cuanto antes al enemigo. Santa Cruz está informado de todos los movimientos de Blanco Encalada. Conoce perfectamente que el ejército chileno tiene que soslayar la hostilidad de los arequipeños y que el desorden y desconcierto ha comenzado a introducirse en su seno. Secretos emisarios le informan con idéntica celeridad acerca del arribo de la división Vidal, que se ha situado a retaguardia de Blanco Encalada, cortándole la retirada al mar. El tiempo conspira además contra los chilenos. Cada día tienen más enfermos, más descontentos, menos víveres, menos recursos. Es, pues, cuestión de esperar. Simultáneamente, Blanco comienza a desesperar. Está luchando contra algo impalpable, que le rodea y le asfixia. Advierte que su situación está perdida y tiene un alarde ingenuo, muy a tono con su temperamento, incapaz de medir la dura situación en que sé encuentra. Por medio del general crucino Ramón Herréra, hace proponer a éste un torneo entre ochocientos soldados por cada lado; seiscientos infantes y doscientos jinetes. El torneo seda arbitrado por los cónsules de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos y su resultado decidirá la guerra, sin lugar a reclamación posterior. La candorosidad del general chileno disgusta a Santa Cruz que responde que tal torneo no “serviría para probar la ciencia militar, sino la fuerza física”. Desecha de plano tan original proposición, pues no será él quien comprometa una victoria que tiene en las manos. Pero no es únicamente el desdén de Santa Cruz lo que Blanco debe soportar. En el seno mismo de su ejército, han surgido desavenencias y disputas. Son los jefes peruanos los descontentos. Les inquieta que Blanco intente entrar en conversaciones y arreglos con Santa Cruz, pues saben La suerte que les espera si ambos llegan a un entendimiento amigable. Reprochan a Blanco su inactividad, su falta de arrojo, su carencia de facultades organizadoras. A su vez, el chileno recuerda a La Fuente, Vivanco y otros jefes, que las promesas de refuerzos y apoyo que recibiera en Chile no se han cumplido. Ahí está, como prueba palmaria, la hostilidad de Arequipa. Algo más tiene Blanco para desalentarse. El general López, ese infidente boliviano que le prometiera sublevar-se contra Santa Cruz, se ha unido a la división Cerdeña, fugando después hasta Chuquisaca. Blanco se halla abandonado a sus propios recursos y debe hacer frente a la situación sin esperar ayuda extraña. Sus fuerzas están extenuadas y son inferiores en número a las que el Protector puede oponer. El día 14 de octubre de 1837, Santa Cruz se parapeta en los altos de Paucarpata. Al llegar al estanque de San Lucas de Paucarpata, echa una mirada y exclama: —“Estamos en el balcón de Arequipa”—. Y así es, en efecto. Su situación es privilegiada y puede desde allí dominar a su enemigo. Una orden suya y Blanco será aniquilado. Sus fuerzas tascan el freno de la impaciencia, ansiosas de luchar con el enemigo que tienen al frente. Por desdicha el temperamento de Santa Cruz no sabe del heroísmo espectacular. Salaverry habría ordenado una carga a la bayoneta. A él le falta la emoción que dictaría Un ataque fulminante, hasta destrozar al ejército chileno. Teniendo todos los factores en su favor, frente a un ejército desmoralizado, impotente y vencido, prefiere entrar en conversaciones con Blanco Encalada... El 14 de noviembre, Santa Cruz pudiendo ordenar el ataque o esperar que el enemigo se aniquile a sí mismo, envía un parlamentario a Blanco Encalada y le invita para una entrevista en el poblado de Paucarpata. Blanco Encalada acepta la invitación con estas palabras: —“Hoy a las tres de la tarde me tendrá Ud. en el pueblo de Paucarpata, la confianza con que me entrego sin más salvaguardias que el honor de Ud. prueba el aprecio que doy a su palabra”. Es una salvación providencial para él y para el ejército chileno. Acude presuroso a Paucarpata; en la casa cural le espera Santa Cruz. Algunos vecinos y curiosos merodean en las proximidades, sorprendidos por el nuevo curso que toman los acontecimientos. Al aproximarse Blanco, sale Santa Cruz. Los vecinos prorrumpen en un “¡Viva Santa Cruz!”, que éste mismo se encarga de acallar. Blanco espera un recibimiento frío, quizá hostil. Su sorpresa crece cuando el Protector, al divisarle, avanza hacia él con los brazos extendidos y, apartándose de las formalidades protocolares, le abraza con efusión. Pocos han podido advertir que Santa Cruz y Blanco han cambiado el saludo masónico. Santa Cruz habla al general chileno no con el tono del vencedor que podría imponer condiciones,- sino con el del amigo que no desea aprovechar la situación ventajosa. Donde Blanco Encalada creyera encontrar hostilidad y reserva, halla cordialidad y nobleza. Espera de Santa Cruz, reproches y demandas; oye sólo palabras de amistad. La entrevista se prolonga por espacio de dos horas. Santa Cruz, por lo habitual tan reservado y parco, platica sin descanso con el enemigo de ayer. Ratifica sus propósitos pacifistas; su ninguna intención de agredir a Chile, lo que él desea es sólo la paz y la tranquilidad para engrandecer al Perú y Bolivia con el trabajo fructífero, con la normalidad institucional, con la honestidad de gobernantes y gobernados. Blanco comprende que Santa Cruz no hará uso de la posición ventajosa en que se halla. En la noche cenan juntos; el Protector extrema finezas y la mesa es servida por sus propios edecanes. A las once de la noche, Blanco se retira. Al día siguiente reúne un Consejo de Guerra, al que somete un proyecto de Tratado de Paz. La simple lectura de las bases produce desconcierto entre los oficiales chilenos. Se acepta el proyecto sin vacilar. Es una salvación providencial que no esperaba nadie y nadie tampoco alcanza a comprender. De inmediato, antes que Santa Cruz pueda cambiar de opinión, parte Irrisare rumbo a la división de Tristán, donde le esperan los plenipotenciarios de Santa Cruz, generales Ramón Herrera y Anselmo Quiroz. Blanco Encalada sale también, presuroso, para firmar el Tratado. Este es suscrito el 17 de noviembre de 1837 y en “el nombre de Dios Todopoderoso, Autor y Legislador de las sociedades humanas”, Blanco Encalada y Anselo Quiroz establecen paz perpetua y amistad entre la Confederación Perú- boliviana y la República de Chile, comprometiéndose los respectivos gobiernos a sepultar en olvido sus quejas respectivas y abstenerse en lo sucesivo de toda reclamación sobre lo ocurrido en el curso de las desavenencias que motivaran la guerra. El gobierno de la Confederación reitera su declaración de no haber autorizado jamás acto alguno lesivo a la independencia chilena, y a su vez éste manifiesta que nunca fue su propósito apoderarse en definitiva de los barcos de la Confederación, sino simplemente mantenerlos en depósitos para restituirlos ahora. En tal sentido se compromete a devolverlos a los ocho días de firmado el Tratado. El ejército chileno se compromete asimismo a retirarse al puerto de Quilca, para verificar su embarque y retorno a su país. “El Gobierno de Chile enviará su ratificación al puerto de Anca, dentro de cincuenta días contados desde la fecha”, dice otro artículo del Tratado. Las dos partes contratantes adoptan como bases de sus mutuas relaciones, el principio de la no intervención en los asuntos domésticos y se comprometen a no consentir que en sus respectivos ‘territorios se fragüen planes revolucionarios contra el otro. Igualmente, ambos gobiernos- se obligan a no tomar jamás armas el uno contra el otro. Otras disposiciones de importancia secundaria y finalmente el cumplimiento del Tratado se pone bajo la garantía de S.M. británica. Es enorme la sorpresa que tan inesperado desenlace causa en el ánimo de los soldados de Santa Cruz. Esperaban un final heroico y no una componenda de logia. El Protector advierte el descontento que su actitud ha causado entre sus hombres. Al general O’Connor que le acompaña, le dice: —“Advierto O’Connor que usted es el único que está triste en todo mi ejército, después que hemos celebrado un tratado tan honorífico”. Y ante la franca respuesta condenatoria de O’Connor, replica: —“¿No sabe usted, compañero, que estamos en el siglo de la filosofía?” —“No sé —responde O’Connor—, qué tendrá que ver la filosofía con el tratado de Paucarpata. En fin, el tiempo le desengañará, mi general”. ¿Qué motivos ha tenido Santa Cruz para dar este paso increíble? ¿Es quizá una demostración trágica de ese complejo de inferioridad que sus compatriotas y los hombres de su raza tienen frente a los extranjeros? ¿O acaso resabio atávico y ancestral heredado de sus antepasados los Incas, que jamás pudieron conquistar al Araucano? Tal vez él no podría responderse a sí mismo> Es cierto que ha venido a esta campaña con el ánimo decaído; antes de su partida ha tenido que sofocar un motín en Oruro y la oposición continúa latente tanto en el Perú como en Bolivia. Sabe que su obra es cada vez más deleznable. Ahí está el coronel López que ha entrado en tratos con el enemigo; no olvida tampoco a su ministro, Casimiro Olañeta, que le traiciona con Portales. El mismo Calvo, su vicepresidente, desacredita la obra de la Confederación y el pacto de Tacna. No puede confiar en nadie. En Paucarpata su situación es de indudable ventaja sobre el enemigo. Pero sabe que una derrota, que podría producirse por azar imprevisible de la guerra, significaría el desmoronamiento de la Confederación. Esta ha sido, tal vez, una de las razones principales por las que prefiere pactar y no combatir. Piensa también que en el orden internacional, está suficientemente asegurada la existencia de la Confederación pon Inglaterra, que garantiza el tratado. Piensa que, interviniendo Inglaterra, la guerra está desterrada en definitiva y que en adelante podrá vivir en paz y tranquilidad. Ha pretendido desarmar a sus enemigos con un gesto elegante. —“Tal fue mi confianza de que el Gobierno de Chile, apreciando la nobleza de mi proceder, se empeñaría en corresponder a ella, y tal mi anhelo por presentar un acto que contrastase en alguna manera con las perfidias de que de parte de Chile se había hecho notar durante la contienda, en mengua del crédito americano, que sin exigir la menor seguridad, fuera de los que presta el honor, consentí en que las tropas chilenas se reembarcasen inmediatamente y en los propios buques peruanos... “ — dirá más tarde. Su generosidad con los chilenos, excede los límites de la prudencia. Cuando el tratado es suscrito, son echadas al Vuelo las campanas de las iglesias de Arequipa. Santa Cruz, a pesar de advertir la impresión adversa que ha producido en sus tropas la suscripción del tratado, está radiante. Ordena, para el día 19, una parada militar en el campo de Miraflores. Presencia el paso de sus tropas, teniendo a su derecha al general Blanco Encalada, que también asiste con dos batallones chilenos: el Portales y el Valdivia. Es su apoteosis. Ingresa a Arequipa al atardecer, al son de marchas y fanfarrias, mientras el pueblo le regala otra vez con su aplauso. Su afecto al Protector sobrevive a la desilusión ante ese final sin gloria. En las iglesias se celebran oficios religiosos en honor de Santa Cruz. En un convento de monjas, se realiza una solemne misa de acción de gracias. Unos días antes, en el mismo convento, se ha efectuado idéntica ceremonia en honor de Blanco Encalada. El 19 en la noche, como corolario de ceremonias tan brillantes, Blanco Encalada vuelve a cenar con Santa Cruz, en la casa del general Cerdeña. Los dos hombres han intimado su amistad en el transcurso de esos días. El descontento es tan evidente, que el día 20, cuando los chilenos comienzan a retirarse con rumbo a la costa, el pueblo arequipeño no puede contenerse más y prorrumpe en unos: —“¡Mueran los chilenos!”—, que alarman tanto al Protector como a sus acompañantes, entre los que todavía se halla Blanco Encalada. El 21 no queda un solo soldado chileno en Arequipa. Sólo ha permanecido el general Blanco, con algunos hombres de su escolta. En la noche del 20 la sociedad arequipeña, obedeciendo a sugestiones del Protector, da un baile de despedida, al que asisten Blanco y Santa Cruz, siempre en inalterable cordialidad. El 21 en la tarde, Blanco se despide de Santa Cruz, que le acompaña en persona hasta las afueras de la ciudad. Luego emprende el viaje de retomo a la costa> con una escolta que el Protector ha puesto a sus órdenes. Los navíos chilenos esperan en Quilca. Antes del reembarque, Santa Cruz adquiere toda la caballería del ejército chileno. Caballos que habitualmente costaban ocho a diez pesos, son comprados a diez y ocho y veinte onzas de oro cada uno. Cuando alguno de los generales hace notar a Santa Cruz la desproporción del precio, éste responde: —“¡Oh, no importa eso. No tenemos en Bolivia caballos de tan buena raza como los de Chile”. No es tal la razón, por cierto. Hay en este detalle una muestra de la psicología indígena de Santa Cruz, presta siempre a la exageración en el agasajo. Esta vez ha salido a flote el alma aimara. Todo lo que Blanco Encalada le pidiera, sería concedido sin duda. Quizá el mismo Blanco tiene en su fuero interno una sonrisa irónica para él. Santa Cruz cree haber anonadado a su adversario con generosidades. No sabe que sólo provocará burlas y que mucho más tarde, un historiador chileno le juzgará así: —“Santa Cruz y Blanco Encalada, los negociadores de aquel tratado, representan el primero el cálculo, el segundo la quimera; aquél el positivismo, éste la fantasía; el uno el maquiavelismo, el otro la caballerosidad. El Protector está engañado pon el espejismo de su propio error. Distribuye proclamas en todo el territorio, ensalzando la obra realizada en Paucarpata. Ordena que se erijan monumentos conmemorativos. Crea distinciones para los concurrentes a la campaña; reparte condecoraciones de la Legión de Honor. Un hervor optimista le lleva a adoptar medidas peligrosas para la seguridad del Estado. Disminuye al Ejército y disuelve los cuerpos provinciales. Comete aún imprudencias mayores. Reduce la escasa flota a tres corbetas, dos bergantines y una goleta. Como siempre, contribuye a hacer más densa esa atmósfera engañosa en que vive el coro de las adulaciones y las falsas palabras de encomio. Son pocos los que se atreven a mostrarle francamente su desaprobación por el tratado de Paucarpata, que ha permitido que el ejército enemigo, virtualmente derrotado, regrese intacto a sus bases. Mientras Santa Cruz se sumerge en tan ilusorios ensueños, nuevamente, el 15 de diciembre de 1837 vuelven a mecerse en la rada de Valparaíso siete barcos de guerra y algunos transpones. Es la escuadra que partiera tres meses antes y que trae al ejército de Blanco Encalada. Retorna sin gloria, silencioso, quizá avergonzado de haber encontrado nobleza y amistad donde fue a buscar odios y destrucción. La tierra del Inca, devuelve a los hijos de Arauco sin inferirles herida ni ofensa. Se balancean los veleros chilenos, en el bochorno de esa tarde de diciembre de 1837... [...]http://www.comunidadandina.org/BDA/docs/BO-CA-0014.pdf

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    Referencias
    1.  Ramón Sotomayor Valdés, "Campaña del Ejército Chileno", pág. 62
    2.  Sergio Villalobos "Chile y Perú: la historia que nos une y nos separa, 1535-1883" pág. 47
    3.  Robert L. Scheina ... pág. 135
    4.  Francisco Antonio Encina, "Resumen de la Historia de Chile", Volumen 3, pág. 2101
    5.  Robert L. Scheina "Latin America's Wars: The age of the caudillo, 1791-1899 - The Peru Bolivian Confederation" pág. 135
    6.  Basadre Jorge "La iniciación de la República: contribución al estudio de la evolución política y social del Perú" pág. 144
    7.  Valdivia Juan Gualberto "Memorias sobre las revoluciones de Arequipa desde 1834 hasta 1866" págs. 167 y 168
    8.  Antonio José de Irisarri "Defensa de los tratados de paz de Paucarpata" págs. 28 y 29
    9.  Valdivia Juan Gualberto "Memorias sobre las revoluciones de Arequipa desde 1834 hasta 1866" pág. 168
    10.  Antonio José de Irisarri "Defensa de los tratados de paz de Paucarpata" págs. 51-52
    11.  Ministerio de Relaciones Exteriores de Guatemala "Centenario del fallecimiento de Don Antonio José de Irisarri" pág. 27
    12.  Imagen de Portada, Fotografía coloreada digitalmente que muestra a la Quinta Tristán. Base fotográfica: Fotograbado en  el Libro: Flora Tristán personalidad contestataria universal. Gustavo Bacacorzo.
    13.   ESCOCIA. Año IV, N°14. Noviembre 1937.
    14. http://www.comunidadandina.org/BDA/docs/BO-CA-0014.pdf