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    Con el nombre de Estampas humanas en el año 1971, el abogado político y escritor arequipeño  Mario Polar Ugarteche nos ofreció una colección de 12 relatos que “retratan” a personajes heterogéneos, cuya humanidad es un verdadero enigma. Un claro esfuerzo para penetrar en lo hondo o en lo característico de un grupo de seres, muy distintos entre sí, personajes  con los que el autor se tropezó a lo largo de los años, algunos de los cuales esbozaron a otros, para ofrecernos algunas partículas de la inagotable variedad de este conglomerado humano. 


    Poco tiempo después de su bello libro Viejos y nuevos tiempos, sobre su juventud, su familia y su terruño, obra en la que César Atahualpa Rodríguez halló acertadamente una atmósfera de poesía  y en donde quienes somos aficionados a la historia hemos encontrado esparcidos algunos datos preciosos, Mario Polar, catedrático, abogado, político, polemista que ha dicho cosas muy serias y muy dignas de meditarse en relación con asuntos económicos contemporáneos, entra en un campo totalmente distinto. Esta es una original colección de cuentos, relatos o, como él dice “estampas humanas” con los sujetos más variados. Ha sido aquí convocada una imprevista y heterogénea asamblea de personajes interesantes, salidos de los lugares más diversos.

    La mayor parte de la gente deja transcurrir su vida cotidiana inmersa en sus intereses subjetivos aunque digan a veces lo contrario sus palabras o sus gestos. Polar demuestra aquí una curiosidad radical, un tenaz afán de ir desde sí mismo hacia los otros buceando dentro del repertorio consuetudinario de lo que ocurre para perseguir desusadas pistas y encontrar en ese océano inmenso unas cuantas figuras y episodios que, no obstante haber sido modestas, humildes o periclitadas, ostentan un perfil original. Lo hace con agudeza y agilidad no exentas, a veces, de emoción o de ironía.

    Todo ser humano es, en verdad, enigma y jeroglífico aunque muchos de ellos nos presenten una costra tosca o gris. Por lo general, no leemos o pasamos por alto la clave de las ajenas existencias que a nuestro lado pululan. He aquí un esfuerzo para penetrar en lo hondo o en lo característico de un puñado de hombres muy distintos entre sí, personajes con los que el autor se tropezó a lo largo de los años o que creó con fragmentos de uno o más seres vivos, para ofrecernos algunas partículas de la inagotable variedad de la fauna humana. Ante este libro cabe afirmar, una vez más, que la fantasía se alimenta con los desperdicios de la realidad.
    Jorge Basadre

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    Uno de sus relatos, o mejor dicho, una de las estampas humanas  la trascribimos en esta oportunidad.

    Ilustración de Teodoro Nuñez Ureta.

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    VALERIANA HUARAY

    ESTAMPA DE LA HUMILDAD

    Creo que se llamaba Valeriana Huaray. Cuando fue enjuiciada por filicidio tendría, en mi concepto, alrededor de 17 años, aunque el médico legista, a falta de partida de nacimiento, le calculó 21 años. Sus ojos llenos de asombro, sobre la piel de terracota, reflejaban una inocencia esencial.

    Tan pronto como la Corte me designó Defensor de Oficio, en mi condición de abogado recién graduado, me buscó la Madre Superiora de las Franciscanas, que tenían a su cargo la Cárcel de Mujeres, para pedirme que prestara a la causa la mayor atención.

    —Es una niña —me dijo—. No es una criminal.

    I la convicción con que me habló, trasunto, quizá en parte, de su nobleza natural, me indujo a buscar, desde un comienzo, toda clase de atenuantes y de dudas razonables. La conclusión del Juez Instructor, sin embargo, no dejaba lugar a dudas: “Filicidio Comprobado”. La confesión de la encausada parecía demostrarlo.

    Rehacer la historia completa no fue fácil. El Juez de Paz que actuó de Instructor, en "el lugar de los hechos”, no era letrado; y el Escribano de la Causa tenía una idea sólo aproximada del castellano y una letra que parecía un festín de garrapatas. Las informaciones que trabajosamente logré extraer del expediente fueron muy insuficientes. Por eso, para completarlas, visité varias veces a la encausada en la cárcel y con la ayuda de la Madre Superiora conseguí que, venciendo parcialmente su timidez, me contara algunos antecedentes.

    —Haz de cuenta que es tu confesor —le decía la Superiora—. Díle todo.

    Pero advertí que la Superiora la acobardaba más que yo; y terminé por entrevistarme a solas con élla.
    A base de esos diálogos tartajosos y difíciles, y de las declaraciones testimoniales que obraban en el expediente, logré rehacer toda la historia.

    Valeriana tenía un vago recuerdo de su madre, ignorando quien fue su padre. No sabía exactamente el grado de parentesco que la vinculaba a las gentes que la criaron. Aprendió a leer y a escribir y "a venerar a Dios” —según su expresión— en la escuelita del pueblo; y después de hacer la Primera Comunión, se dedicó, como otros niños de la comunidad, al pastoreo de ovejas. 

    Aprendió también a cocinar; y cuando sus mayores creyeron que ya estaba en condiciones de sostenerse a sí misma, la colocaron como cocinera en una casa del pueblo, ubicada en las zonas altas del valle de Majes. No se quejaba de sus patrones; pero era evidente que sentía por ellos un respeto exagerado y amedrentado, lo que influiría decisivamente en el drama que el destino le tenía reservado.

    Cuando le pregunté quién fue el padre de su hijo, su respuesta fue simple:

    —El patroncito fue, señor; el sobrino del patrón.

    Tontamente traté de precisar si el suyo fue un caso de violación, estupro o romance. Su única y reiterada respuesta, despojada de todo romanticismo, fue siempre la misma:

    —Me cogió nomás, señor. 

    I en su ingenua respuesta parecía encerrada su llana aceptación de la vida como una vocación de obediencia, de inevitable subordinación al varón.

    A diferencia de otros problemas campesinos semejantes que después conociera, no hubo en ese caso el previo y casi ritual "quiño en el sentiu", real o fingido, para justificar el rendimiento. El patroncito no la pegó ni intentó pegarla. Hubo tan sólo su exigencia aceptada como una orden, mezcla de acatamiento al macho y de obediencia al patrón como de subordinación a leyes biológicas y sociales que estuvieran en la naturaleza de las cosas.

    Cuando se sintió embarazada la embargó un sentimiento que podría calificarse de pudor social, que pronto se convirtió en temor y finalmente en miedo.

    —¿I no dijiste nada? —la pregunté.

    —Cómo lo iba a hacer, pues, señor.

    —¿I no le contaste a tu patrona?

    —¿Cómo le iba a decir que íbamos a ser parientes, pues, señor?

    I el temor de la índiecita de ofender a sus patrones mes" tizos la indujo a ocultar su embarazo todo lo que pudo.

    Difícil es creer que los patrones, como lo declararon después ante el Juez, ignoraran por completo la situación. Posiblemente ellos también, o por lo menos la patrona, consideraban la aventura del sobrino como una humillación o un agra" vio. En esos humildes niveles sociales suelen registrarse absurdos orgullos de casta; y el pecado no es sexual sino social.

    Fajándose todo lo que podía, Valeriana pretendía ocultar su embarazo. Me confesó, empero, que su patrona solía lanzarle a hurtadillas miradas de costado, que la turbaban terriblemente. Para vencer el miedo creciente, una noche se dió una friega con "cuy negro”, como lo hacían en su aldea después de los temblores; pero la ineficacia del remedio aumentó su sentimiento de soledad y desamparo. Le aterraba pensar en la reacción de sus patrones cuando lo inevitable se produjese, cuando diese a luz y tuviese que revelar la identidad del padre.

    Una tarde le pregunté si le había contado de su embarazo al patroncito. Su respuesta fue esquiva:

    —Cómo iba a decírselo, pues, si se fue.

    I nunca pude precisar si el "se fue” significaba que había dejado el pueblo o simplemente que no había vuelto a frecuentarla. I todas sus historias entrecortadas, trabajosamente arrancadas, me las decía mirándome con sus ojos asombrados, increíblemente inocentes.

    Una de las obligaciones de Valeriana era llevar el almuerzo al patrón, en un portaviandas, hasta la chacra, ubicada, según ella, más o menos una legua de la casa. Fue en uno de esos viajes cuando le sobrevinieron los dolores del parto. De regreso al pueblo sintió espasmos intolerables y se refugió a la sombra de unos molles añosos, a la vera de una acequia. Mientras la tarde se iba llenando de noche dió, por fin, a luz. Con una piedra filosa rompió el cordón umbilical como había visto hacer en las pariciones de las ovejas; y a pesar de sentirse exhausta, atinó a arrancarse algunas de las polleras para envolver la criatura, que lloraba. Instintivamente le ofreció el seno y quedó dormida. Al despertar, al poco rato, el terror la embargó. 

    ¿Cómo presentarse con el niño en el pueblo, ante la patrona? ¿Cómo explicarse? Comenzó a gemir a solas, con un llanto de alma, solitario y sin consolación. Recordaba vagamente que preparó una especie de canasta con ramas y hojas, que colocó en ella a la criatura envuelta en sus polleras y que suavemente depositó Ja canasta en la acequia. No recordaba más. No recordaba siquiera cómo regresó al pueblo ni cómo, rendida, se arrojó sobre el jergón de su cama. 

    Poco después, como a medio kilómetro del paraje de los molles, un grupo de pastores que regresaba con sus rebaños escuchó un llanto de niño. Intrigados, se detuvieron; y uno de ellos descubrió el bulto que flotaba en la acequia llevado por la suave corriente. Lo recogieron; y encontrando a la criatura con vida, como buenos cristianos la bautizaron allí mismo y le pusieron por nombre “Moisés” en recuerdo del niño bíblico recogido de las aguas.

    Al llegar al pueblo los pastores buscaron al Teniente Gobernador y al Juez y pronto se armó el gran corrillo. Las gen" tes salieron de sus casas; y algunas mujeres, seguramente, sospecharon quién era la madre. Pero fue un niño quien contó que había visto "a la Valeriana con hilos de sangre en las pantorrillas” y así se descubrió todo.

    Valeriana fue llevada a la cárcel y se le confió la criatura para que la alimentase como era su deber. I, paradójica¬mente, las dos primeras semanas de cárcel fueron para ella días luminosos y plenos. Liberada, por fin, del temor, contenta de purgar su falta lejos de las miradas de sus patrones, acunó en sus brazos con ternura su primera propiedad, la única que en verdad había tenido en la vida. Moisés fue para ella un antídoto contra la soledad, una compañía suficiente, un milagro inesperado.

    Pero a los diecisiete días el niño murió y costó trabajo arrancarlo de sus brazos para darle cristiana sepultura. Las opiniones sobre las causas de la muerte estuvieron divididas, según rezaba de los testimonios del expediente. El curandero del pueblo y una vieja partera fueron de opinión de que Moisés había muerto como consecuencia de los golpes que se dió contra los bordes de la acequia, pues tenía "un chichón en la cabeza”. El cura Párroco, sin embargo, discrepó. Para él, Moisés murió de una neumonía o “quizá de alguna infección a los intestinos”. Pues el llamado chichón, según su criterio, era una especie de caparazón de grasa frecuente en los  niños indígenas recién nacidos. Otro curandero dirimente, re-conociendo la veracidad de la existencia de tales bultos grasosos, testificó a favor de la primera tesis; y el Juez, ateniéndose a la opinión de la mayoría, opinó que Valeriana había cometido filicidio al exponer al niño a que se hiciera “el chichón”.

    Durante el juicio oral en la Corte de Arequipa, y como no podía llamar a declarar a los testigos de los hechos, que vivían en un pueblo muy distante, tuve que limitarme a comentar sus testimonios escritos. Logré, sin embargo, que mi bondadoso maestro de Medicina Legal prestase indirectamente apoyo a la tesis del cura, disertando sobre las caparazones grasosas de los niños indígenas recién nacidos. I la Madre Superiora de las Franciscanas accedió, contra sus normas, a testificar sobre la conducta ejemplar de Valeriana. Premeditadamente incurrí en la imprudencia de hacerle preguntar si no era cierto que me había dicho que Valeriana no era una criminal, sino una niña.

    A la hora de la defensa hablé del estado puerperal, de la terrible crueldad de la moral en uso contra la maternidad ilegítima —lo que dió pábulo para que uno de los viejos Vocales me retrucase que no había moral en uso porque la moral es eterna—; y apelé, con entusiasmo juvenil, a todos los recursos dialécticos de la profesión, formulando duros ataques contra los patrones, a quienes califiqué de irresponsables y crueles. El mejor argumento, empero, fueron los ojos asombrados de Valeriana, la inenarrable inocencia de su mirada.

    En el fallo se recogieron todas las circunstancias atenuantes, así como las dudas razonables, y a Valeriana se le compurgó la pena con la carcelería sufrida, por lo que se ordenó su inmediata libertad.
    Pero Valeriana no tenía a dónde ir. La llevé, pues, de regreso a la cárcel, donde fue acogida cariñosamente por las Madres; pero la Superiora me dijo que no podría retenerla más de dos o tres días porque era contra la regla. 

    Al día siguiente, con algunos amigos, hicimos una bolsa de dinero que entregué a la Superiora para que organizase el retorno de Valeriana a su tierra.

    I al tercer día apareció la muchacha en mi Estudio, sola. Me dijo que en breves momentos tomaría un ómnibus para Majes y que venía para despedirse y agradecerme. En seguida, ruborizándose, me entregó una botella de kola destapada. La miré sorprendido y me dijo:

    —Es para que la beba.

    I, comprendiendo su intención, bebí hasta la última gota el más sentido y extraño honorario profesional que he recibido en mi vida.

    Al despedirse, con los ojos brillantes por lágrimas imperceptibles, me dijo simplemente:

    —Quiero mi guagua, doctorcito.

    I agradecí a Valeriana la kola tibia que me obligó a beber y el haberme revelado, con tanta sencillez, la humilde santidad de los instintos.