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    Un cuento de ENRIQUE PORTUGAL PAREDES  (*1908- 1960). Periodista y narrador arequipeño que radicó gran parte de su vida en Argentina. Publicó las novelas Los centauros (1941), Cinco horas con mi madre (1945). Ha escrito numerosas letras cuyo espíritu se enalteció  con el músico  puneño  Jorge Huirse Reyes. La marinera Montonero Arequipeño, fue su letra más popular.


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    EL FANTASMA DEL CALLEJÓN DE LA CATEDRAL


    El callejón de la Catedral tuvo fama siempre de ser guarida de fantasmas, de sacerdotes sin cabeza, de almas en pena y de encortijadas (sic) brujas.

    Cuando aún el callejón estaba empedrado y se distinguía por su malolencia (sic) y obscuridad, toda la población de Arequipa y sus contornos —principalmente el chismerío beateril (sic)— afirmaba que desde allí salían todas las noches, a las doce en punto, el condenado “padre sin cabeza”, la terrorífica “mula herrada” y otros fantasmales seres extraterrenales, quienes luego de espantar y atemorizar a la ciudad entera, se recogían a la madrugada, es decir, cuando comenzaba a colorear la hermosa campiña el rosicler del alba.


    Todos creían estas historias, y muchas más. Menos yo, que desde niño me hice incrédulo a tantas y tan raras supersticiones de “aparecidos” y mojigaterías.


    He dicho que fui un incrédulo, pero... mejor es que comience a narrar el cierto suceso que me ocurrió una madrugada, en el día de San José.


    Tendría apenas cinco años cuando comencé a escuchar las más espeluznantes historias de terror y muerte, de brujerías y fantasmas, y de extrañas como dramáticas versiones que tenían por aquelarre nada menos que el nauseabundo y oscurísimo callejón de la Catedral.


    Oí contar aterido, por ejemplo, con minuciosos detalles, la historia de la viuda en pena que todos los viernes salía del callejón en busca del infame que, tras despojarla de su fortuna, había “tirado a los perros” el buen nombre de su marido. De aquella bella y sugestiva damisela arequipeña, muerta trágicamente y más tarde convertida en terrible monstruo dientudo que hacía su aparición los martes en seguimiento de todos los enamorados retrasados como venganza porque un don Juan de aldea la había engañado sentimentalmente. 


    Del joven sacrílego, hijo de una familia copetuda, muerto al caer desde el murallón de la iglesia donde robó el cáliz, que tomando la forma de furioso perro arrojaba fuego y humo por ojos y narices, y que vagaba todas las noches como castigo de redención a su terrible falta.


    En fin, se contaban las más variadas historias que, noche a noche, rodeando todos los hermanos la cordial mesa donde el té era también una caricia del hogar, escuchábamos sobresaltados, poblándonos la cabeza de mil y una fantasmerías, para horror y espanto de mis hermanos y amiguitos de la ancha casona de Palacio Viejo.


    Una noche, en que una antigua vecina nos narraba todos esos infernales cuentos, proclamé yo, ante la sorpresa de mis hermanos y amigos, mi osada desfachatez de muchacho incrédulo —contaba entonces con diez años—, abriendo insolente el abanico de mi valentía. Interrumpiendo el crispante relato del “padre sin cabeza”, aquel que al morir quedó penando por no haber dado el cumplimiento sagrado hecho ante él por una moribunda para que a su muerte celebrara treinta misas, me planté en el centro mismo de la sala, y dije en forma insolente y hasta agresiva:


    —Todas esas historias son una mentira. La más absurda mentira. Y para que todos comprueben que es verdad lo que yo afirmo, mañana mismo, a las doce en punto de la noche, atravesaré lentamente el callejón de la Catedral.


    Todos me miraron sorprendidos —no sé si por mi soltura o por mi irrespetuosidad—, en tanto mi madre me dirigía una mirada de desapro-bación como queriendo decirme que no debía poner en duda verdad tan generalmente aceptada.


    Pero entonces uno de mis hermanos, en tono burlón, replicó muy suelto de cuerpo.

    —¿Y qué seguridad tendríamos nosotros de que tú vas a pasar por el callejón de la Catedral a las doce en punto de la noche?


    Hombrecito yo de rápida concepción, propuse lo siguiente:


    —Para que todos estén seguros de que iré, y que no existen tales fantasmas ni tonterías hechizadas, vamos a convenir con el zapatero Fermín Domínguez, el que nos hace los zapatos y vive justamente a mitad del callejón de la Catedral, que antes de retirarse hasta el fondo de su habitación, o sea alrededor de las diez y media de la noche, ponga en algún lugar  

    convenido, quizá sobre la puerta de calle que da al callejón, algún objeto que ustedes mismos me entregarán. Naturalmente, yo saldré de aquí a las doce menos cinco minutos y ya verán que regresaré media hora después, con el objeto aludido y sonriendo por la satisfacción de haber tirado por tierra con tantas falsas historias de “condenados” y de “aparecidos”.


    Y así fue.


    Juntamente con dos de mis hermanos y un vecino, fuimos a la mañana siguiente a ver a Domínguez. Lo convencimos de que mi “temeridad” no era tal sino apenas una pequeñez, y luego de entregar al zapatero un viejo rosario de mi madre -inconfundible e insubstituible-, quedamos en que don Fermín lo pondría sobre la parte alta de la puerta de calle, lógicamente sin hacer saber a persona alguna tal trato, por temor a que fuese robado o me hicieran una pesada broma, atribuible luego a los “fantasmas en penitencia”.


    Faltaba sólo convencer a mi madre para que me dejase salir a media noche, cosa que por suerte no costó mucho trabajo, seguramente porque mi madre tampoco creía en tan raras como endemoniadas historietas.


    Todos, absolutamente toda la familia, aguardaron en pie hasta las doce menos cinco mi salida, hora en que haciendo un gesto de varonil osadía, dije muy despectivamente:


    —¡Ya verán cómo esta noche caen por el suelo esos cuentos tejidos exclusivamente para engañar a la gente crédula y timorata!


    Confieso que, en el fondo, no me sentía ya muy tranquilo, pues tanto había oído hablar de los “aparecidos” y escuchado las narraciones tan cuajadas de pelos y señales, que la cosa no era como para tener el espíritu que yo venía aparentando desde el día anterior.


    Alrededor de las once y media iba ya a retractarme, pues un secreto miedo me oprimía el corazón, pero el sólo pensamiento de que mi actitud podía caer en el más espantoso ridículo, marcándome para toda la vida como un cobarde, me empujó a cumplir mi desafío.


    ¡Qué frío hacía cuando, ante las temerosas miradas de mis hermanos, salí de la vieja casona de Palacio Viejo! Pasé por frente al Cuartel de Policía, seguí hacia la Plaza de Armas, continué ya más lentamente por el Portal de Flores, proseguí hacia la calle San Francisco y, cuando estuve frente a uno de los extremos del callejón de la Catedral, me detuve fuertemente  impresionado. Miré hacia uno y otro lado. ¡Ni un alma! Ni siquiera un alma en pena.


    Una ráfaga de viento frío me hizo poner carne de gallina. O tal vez sería por el temor que de mí se apoderaba paulatinamente. En el instante en que me decidía a atravesar el callejón, para salir por el lado donde quedaba la ancha puerta de la antigua Casa Forga, el destemplado chillido de una lechuza de esas que se meten por las claraboyas de la Catedral para beberse el aceite de las lamparitas sacras, me sobrecogió de terror.


    ¡Qué hacer! Reaccioné rápidamente y, silbando para ahuyentar mi miedo, me encaminé hacia la puerta. Crucé entre sombras, hálitos de desperdicios, viento helado y murmullos de sobresalto. Por fin llegué hasta el lugar convenido, me erguí todo lo que pude y descolgué el rosario puesto dos horas antes por Domínguez.


    Esta tarea había sido ciertamente facilitada por don Fermín, pues para darme coraje, había tenido el buen tino de dejar a mitad del estrecho zaguán de la casa un farolito encendido, cuya luz se filtraba hacia el callejón por las anchas hendijas de la agrietada puerta.


    Faltaba sólo ahora recorrer la otra mitad del callejón para salir triunfante por la calle Santa Catalina, seguir por los portales de San Agustín y de la Municipalidad, luego por Ejercicios y finalmente desembocar en Palacio Viejo, donde mi madre, hermanos y vecinos me aguardaban con verdadera ansiedad. Desde luego, yo ingresaría con aires de gran importancia, afirmando frases de sobrado efectismo, como si hubiese conquistado el mundo entero. Todo esto pensaba.


    E inicié el camino de regreso con la palpable prueba entre las manos.


    Habría caminado unos cinco metros, cuando de pronto, me topé —quizá éste sea el verdadero término—, nada menos que con el fantasmal fraile sin cabeza. Tan luego yo, descreído en este tipo de apariciones.


    Naturalmente, quedé helado, o mejor diré transpirando un sudor frío, característico de la impresión que dicen se apodera de las víctimas del terror y el pánico.


    El hecho cierto fue que tan fantástica como amenazadora visión se acercaba hacia mí, con paso lento y desacompasado.


    Pero, ¿efectivamente esta figura de fraile carecía de cabeza? En verdad, no se le distinguían facciones de la cara o figura de cabeza, pero en cambio llevaba levantada sobre los hombros la clásica capucha franciscana. 


    Para detener o amortiguar mi impresión de susto, traté no obstante de descubrir la cara del tan raro fantasma, aprovechando una franja de tenue luz proveniente del débil farolillo dejado por el zapatero, que se filtraba por una de las hendiduras de la puerta. Pero no vi dentro de la capucha más que una sombra provocada por el vacío. ¡Entonces era verdad aquello de la nocturna aparición del fraile sin cabeza!


    A todo esto, el fantasma avanzaba cada vez más.


    Cuando se encontraba ya a un escaso metro del lugar donde el terror me había paralizado, la tensión de mis nervios, para mis pocos años, no pudo resistir más, y creo que caí sin sentido, o seguramente ahogado por una emoción que me nublaba la vista y me impedía correr. Los oídos me zumbaban como un enfurecido colmenar.


    Calculo que pasarían unos diez minutos cuando al recuperar a medias el sentido, oí una amable voz que me decía:


    —¿Qué haces a esta hora en el callejón de la Catedral?... ¡No te asustes!...soy yo, Fray Palomino.


    Ciertamente era Fray Palomino, el bondadoso frailecito a quien había conocido de vista en oficios religiosos y en procesiones callejeras.


    Al ver que no reaccionaba yo en la medida en que él deseaba, aún me aclaró para alejarme por completo de toda duda:


    —Te repito que soy yo, Fray Palomino; me he retrasado arreglando en la Catedral el altar de San José, pues mañana, o mejor dicho hoy, es su fiesta y necesitaba engalanarlo con manteles nuevos y muchas flores para la misa de comunión que será celebrada a las 7 de la mañana, es decir dentro de pocas horas.


    Buenos Aires, Julio de 1949.