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    Un cuento de don Juan Manuel Cuadros, boticario, escritor y folcklorista arequipeño. El cuento "El Rudecindo y la Tomasa" fue distinguido con el segundo premio en el concurso Folklórico Internacional realizado en la ciudad de Lima, el 21 de junio del año de 1947. El seudónimo con el que participaba en concursos era: "Texao". 


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    El Rudecindo y La Tomasa.


    Un bello y típico poblado, se levantaba sobre una larga planicie, agarrándose fuertemente a la dura tierra, y dando cobijo generoso a una centena de poblanos que parecían vivir en el mejor de los mundos. El viento furioso entonando su canción siniestra, a veces se llevaba a pedazos la paja negruzca que arrancaba de las techumbres. La luz se quebraba formando manojos centelleantes, que acuchillaban la tierra, tratando de alumbrarla hasta en la negra profundidad de su entraña. Las casuchas temblando de frío, se arrimaban empujándose unas a otras, dándose mutuo calor y vida. Sus gentes buenas y sencillas se desentumecían, frotándose las manos al recibir los primeros rayos del Sol. Los hombres, con la lampa al hombro, cual soldados del trabajo, se dirigían alegres y confiados al diario batallar, en tanto que las mujeres, presurosas, encendían los fogones y preparaban el sencillo y sabroso yantar.


    Desde hacía mucho tiempo, en este pedazo de suelo, habían echado sólidas y profundas raíces dos familias, cuyas viviendas colindaban, separadas por una débil pared, en esqueleto.


    Una de ellas era la del Carloto, casado con la Margarita, que vivían de lo más felices con su primogénito el Rudecindo y la otra del Esteban, matrimoniado con la Rosalía, que tenían como la única engreída a la Tomasa, que era como la niña de sus ojos.


    La continuidad de verse les hizo creer como que vivían en un solo hogar  y efectivamente lo era así, Se hacían recíprocas demostraciones de cariño, que culminaron con el compadrazgo espiritual, y por tal motivo las horas de descanso por la tarde  las compartían en  charla amena y jocunda frente a sus destartaladas puertas, sentados sobre ripios deformes, que les  servían de  cómodo asiento;  en tanto que los hijos se divertían  haciendo montículos de tierra, tincando con piedras menudas o agarrados  de la mano  en rueda jugaban al carrusel o a la "pesca-pesca".



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    ¡Ni que decir! Los cumpleaños eran fiestas alegres y desmedidas De común acuerdo se preparaban los ricos y suculentos platos. La Margarita con la chaqueta de olán floreado, las mangas arremangadas hasta el codo, jadeante y sudorosa puesta de cuclillas al lado de una agonizante acequia que llevaba un hilo de agua, daba la última pelada a los conejos maltones. Los abría en un santiamén y al instante cogía la hiel, pasándola en un solo sorbo, rezando un Padre Nuestro, y santiguándose en seguida de haber ingerido tres, lo cual equivalía a curar el hígado, no ser rabiosa y evitar que se convirtiese en un criadero de piedras. La Rosalía, con su gran pollera vueluda y bien almidonada, afanosa, quitaba los restos de plumas a la gallina gorda, roneadora y machorra que no ponía ni “ocllaba”. Afilaba el cuchillo mañoso, descuartizando el cuerpo del ave, separando la rica enjundia, que le servirá para hacer mechas, borrar cicatrices y preparar maleficios.



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    La rata de la Tomasa hacía serpentinas con las cáscaras de las papas que en fila iban cayendo al renegrido caldero, en tanto que el "raimau" del Rudecindo, con el hacha, sacaba lonjas al tronco seco y nudoso de molle.


    El Carloto y el Esteban sentados en tomo de la mesa dialogaban de planes futuros de trabajo, alternando con un bebe largo de chicha, que bien caía sobre el pican de rocoto que les había pasan quemando el "guargüero".


    Y va entrada la noche, después de la comilona venía el apetecido baile. El Carloto, haciendo mil requiebros, con pañuelo en mano, se aturdía con las vueltas de las polleras de la Rosalía y los hijos sentados sobre "tocras" palmeaban furiosos, mirando el bamboleo de las caderas.



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    Se comprende que en este ambiente caldeado de afecto, el Rudecindo y la Tomasa se querían como hermanos. No había un solo día en que no estuvieran juntos. Felices horas, aquellas en las cuales sus almas infantiles se adormecían, charlando sobre la vida inquietante de la escuela.


    Un día el Rudecindo, sentado sobre un tapial, silbando canciones de la escuela, pasaba sus horas de ocio, porque ese día se había “tirau” la “cima” (tirar la pera) . Vio aparecer de repente a la Tomasa, que a tranco largo y llorosa, ajustando en el sobaco los libros y cuadernos, volteaba la cara hacia atrás en forma por demás intranquila. Todo fue mirarla y de un salto estuvo el Rudecindo en el suelo, se le acercó tembloroso y palmoteándola en la espalda inquirió sobre lo que le había ocurrido. Ella entre sollozos le respondió que cuando avanzaba por el camino se encontró con el Clodo, quien "montau" sobre un burro “ccoro”, llevaba un costal de lechugas y sin que ella le hiciera nada, por puro gusto,  la insultó diciéndole:


    —Cómo estas malimuerta, patas de alambre, cabeza de tapa de "chiguancos" —y ahí mesmo soltó su risa.



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    Al oír todo esto, el Rudecindo, la consoló diciéndole:


    Anda vete que ese cacarañan del Clodo me las va a pagar aurita todas.


    Y en tanto que sus ojos escudriñaban el camino, hacia el Rudecindo una serie de movimientos con los brazos, incluso, cogiendo un poco de tierra, se frotaba con ella las manos.


    No tardó mucho en aparecer el Clodo, el cual daba fin a los granos de un choclo “cculle”. Todo fue verlo y de un jalón lo desmontó, tirándolo de largo a largo en el suelo, mientras se echaba a correr el jumento. Al instante el Clodo se reincorporó, increpándole al Rudecindo su actitud. Éste violentamente le apostrofó por la mofa hecha a la Tomasa, que sólo un “cuchi” “maricón” podía hacerlo.



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    ¡Varay! —le replicó el Clodo—, "dionde" me ha "resultau" este tatito moquillento defensor de moscas muertas y le espetó al rato una sonora carcajada.





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    No hubo más remedio que trenzarse a golpes. Estos dos muchachos se pegaron fuerte, dándose en el cuerpo y en la cara sin compasión y al fin cansados de tanto hacerlo, cayeron en tierra formando un ovillo humano. Tan pronto estaba el Clodo encima, golpeando a Rudecindo contra el borde de la acequia como también lo estaba el Rudecindo, haciendo lo propio con el Clodo.


    Parecía que esto no llevaba trazas de terminar, cuando acertaron a pasar por ahí, ya casi cerca de la Oración un grupo de mujeres que regresaban de la Ciudad después de haber realizado sus compras en los almacenes.


    La Eulalia que era la más guapa del grupo, que iba delante y que llevaba sombrero “respingau” y mantón granate bien “cruzau el montón humano que gemía y se movía:


    Pero qué es esto... ¡ Dios mío! — exclamó la Justiniana—. ¿No vaya a  ser el alma del Benito que ya está agonizando?


    Que almas ni niño muerto — gritó la Eulalia  después de haberse  agachado y ver así de muy cerca .  ¿Sabís  qué es? , un par de malcriados que se están revolcando como animales.


    —¡Jesús y la Virgen Santísima! —dijo la Encarnación—. A "dionde" hemos "llegau" de perversión. —Con el pie los pateaba "juerte" y viendo que no conseguía nada, trató de levantarlos con las manos y fracasando en su intento lanzó un chillido: —¡Padre San Juan de Dios! creyó que están endemoniados, parecen perros locos.


    En este momento, la Sebastiana, más cunda, se quitó el sombrero y comenzó a echarles agua de la acequia, logrando así separarlos.


    Qué sorpresa de la Candelaria, cuando reconoció en el “golpeau" a su sobrino Clodo que bañado en sangre, exhibía dos “chichones” tremendos en la frente, teniendo los labios como dos bofes hervidos y que apenas se mantenía en pie.


    Ante este espectáculo, echó a correr la Candelaria, gritando:


    —Agárrenlo a ese cholo bandido, "desalmau", quién diablos serán sus padres, agárrenlo... ¡agárrenlo...!


    Todas se echaban a correr en persecución del Rudecindo que se perdió en la oscuridad de la noche.


    A las 7 de la mañana del siguiente día don Eleuterio, viejo respetable y bien emponchado, que era el Teniente Gobernador, estaba tocando la puerta del Carloto, dejado un papel mal cortado de notificación para que compareciera a las 11 del día donde el Gobernador a fin de esclarecer las lesiones causadas en un asalto.


    La Margarita se sorprendió vivamente al enterarse del aviso y como el marido estaba en el trabajo, llamó a grandes voces al Rudecindo que no se había marchado todavía a la escuela y le dijo:


    Corré ….llámalo a tu tata… almas benditas que este sonso del Carloto, no se haya "metiu" en camisa de once varas.


    El Rudecindo mientras se dirigía a la chacra, cavilaba tanto que su cabeza la tenía como una olla de grillos, pero intuía que la demanda era a su trompeadura con el Clodo. Las piernas le tiemblan en presencia de su padre. Este le preguntó un tanto nervioso:


    —¿Qué ha “pasau”?


    —Nada, le respondió. Mi mamita lo necesita con urgencia. En el camino, no le queda más remedio que contarle todo lo ocurrido en el día anterior.


    Lo agarró del cuello entonces el viejo del Carloto, lo sacudió con fuerza tal que le hace hasta saltar el polvo de la solapa.


    —Espérate no ”ma” “destaicha” si que te saco el cuero, te cuelgo “condenau” ya podía ir rezando el bendito!


    En la casa, como es natural, se supo la verdad de todo lo ocurrido. La voz chillona y aspaventera de la Margarita. invadió el espacio.


    La Rosalía no tardó en hacerse presente, y ahí se enteró de la triste realidad, de que el Rudecindo por defender a la Tomasa había golpeado duramente al Clodo. Terció resueltamente en el altercado y se ofreció acompañar a la demanda Esto tranquilizó a la Margarita porque ella sabia muy bien todas las que se manejaba su comadre y los puntos que calzaba. Cogió el mantón, se lo echó al hombro, se acomodó el sombrero y le dijo al Carloto:


    —Andavete, no más a tu trabajo. Si vais vos, lo malográis todo. Estos líos las polleras los arreglan mejor!


    Salieron las dos mujeres, con el Rudecindo que más parecía un “ente”. En el trayecto, dejando el cuchicheo que sostenían las dos, volteó la Margarita en forma intempestiva y le lanzó un “tacllanazo” al Rudecindo entre la nariz y la boca, que lo hizo sangrar de inmediato y le advirtió:


    —Mucho “cuidau“ con limpiarse, pedazo de "malcríau". Tenis que decir que esto te hizo el Clodo.



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    Ya en la puerta de la Gobernación, se enteraron que estaban adentro y bien sentados el Timoteo, la Rosa y el Clodo y al Instante, las dos mujeres cruzaron con ellos una mirada de encono que cual flechas envenenadas amenazaban tormenta.


    Al cabo de un rato, salió el amanuense y gritó: que pasen el Carloto y la Margarita.


    —¡"Güenos” días mi gobierno!, corearon las dos sin recibir respuesta.


    Calmadamente, levantó la cara roja y los ojos granates, la autoridad política, que estaba así, por las copas libadas el día anterior y por los entripados que le daban todos los días.


    —¿Qué ha “pasau”?, le preguntó a la Rosa.


    —¡Que va a pasar! Que este “consentiu” y criminal, señalando al Rudecindo, lo ha "golpeau” a mi hijo y lo ha puesto en este "estau" haber, míre “usté”.


    A lo cual le interrumpió la Margarita:


    —¿Qué es eso de criminal?, chola deslenguada, que adrede abría tu boca hasta las orejas, te creía, añadió la Rosalía, que estáis en el corral y no "respetáis" nada.


    —I que habláis vos, replicó la Rosa, trapo sucio, entrometida.


    —Bueno, arguyó el Gobernador, golpeando fuertemente la mesa, déjense de cacareos, que "aurita” les va a costar muy caro...


    Ante esta actitud el Timoteo adujo:


    —Discúlpelas “usté” señor Gobierno, estas mujeres no saben lo que dicen.


    Al rato, la Margarita y la Rosa soltaron la risa.


    —Mirálo al "cacaseno" este, con qué tamaño erectu nos ha “resultau”. Ja.... ja....ja


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    —¿Y por qué le pegaste así?, le preguntó el Gobernador al Rudecindo.


    —No ve usté también como me lo ha "pegau” a mi hijo?, repuso la Margarita. Toda la noche le ha “saliu” la sangre y hasta “aura” “mesmo todavía”, ha tenido la lisura de insultar y reírse de mi hija, este cobarde espantapájaros, añade la Rosalía.


    —Que fue de espantapájaros! dice la Rosa.


    —Acaso somos como vos lomo “pelau".


    —Eso me lo vals a decir en la calle, caray, sino te apago las velas.


    Ya fastidiado el que hace la justicia, se levantó y hablando fuerte ordenó al amanuense asiente el acta que a la letra dice así:


    "En mi despacho se hicieron presentes, doña Rosa y don Timoteo de una parte y doña Margarita de la otra para arreglar un incidente callejero sin importancia, pues se habían lesionado mutuamente los menores Rudecindo y Clodo, lo que motivó que se querellasen."


    "Haciendo Justicia ordeno, que se les prevenga que si otra vez lo hacen y sus padres les fomentan, so les aplicará una buena multa y se les pondrá a disposición de la Subprefectura.”


    La Rosa se pone de pie y hace su atajo indicando que "asino" se hace la justicia, no hay derecho “paillo”, porque así mejor nos la haríamos por nuestra propia cuenta.


    —Cállese, le dice el Gobierno.


    —Amanuense, ponga y escriba que a estas mujeres pendencieras y “huaroccllas" las bajen al Beaterío y a este "embobau" que no ha "sabiu” arreglarlo— mirándolo al Timoteo—a la Cárcel. "Pa" que más, se callaron los picos, se recogieron las alas y se firmó el acta, comentaba después la Autoridad.



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    Pero a unos metros de distancia de la puerta, la Rosalía le encaró a la Rosa:


    —Qué te creía cuchi “parau que sois gente, y sacudiéndose las polleras, continuó diciendo: aire paque te refresquis” la boca y la otra le replicó:


    —Quién te ha visto y quien te ve chola “despancada  lambe” platos.


    Desde aquel día. estas familias se convirtieron en enemigos irreconciliables. En ninguna forma se pudo conseguir un arreglo amistoso. De nada valieron la palabra paternal del Párroco ni los consejos de los vecinos para un bu en entendimiento. Cuántas veces podían se hacían recíproco daño tanto material como moral y la murmuración y la maledicencia se encargó de abrir un abismo profundo entre ellas. 


    Llegaron a recurrir al hechizo, derramando en las puertas aceite y sal, atribuyendo las calamidades que les ocurría a esas malas artes, a pesar que mutuamente se defendían de todo aquello, poniendo detrás de las entradas de la vivienda cruces de hoja de palma bendita y colgando de la comiza con un pedazo de caito la planta de sábila o chuco y tres pomitos que contenían agua bendita de los tres conventos.


    Los dos mocetones, el Rudecindo y el Clodo, se mantenían a la defensiva. Evitaban siempre el encontrarse y cuando esto ocurría en forma inesperada discretamente se alejaba alguno de ellos. Sabían perfectamente que de no hacerlo y si se terciaran en lío a fondo, seria ello de funestas consecuencias para cualquiera de Jos dos. ya desde antes habían tenido buen cuidado de medirse mirándose de pies a cabeza. Pero el Rudecindo comenzó a verse atormentado por el amor. Las miradas de la Tomasa, chola ya bien apuesta y sencilla y buena, se le habían clavado como alfilerazos en el corazón. Imposible describir como fue el día en que, tembloroso, mirando al suelo y haciendo mil figuras con los dedos, se declaró vaciando la carga pesada de! secreto en que fue correspondido. Siguieron pasando las semanas, el Rudecindo ya trabajaba como peón. Le daba duro y parejo al surco que recién abierto parecía llamarlo. Se esmeraba en hacerlo mejor a fin de ganar más y juntar, así el capitalito para formar su nido, allá lejos en lo más alto de la lomada.


    Habían veces que mientras con las manos limpiaba la escarcha de sudor de la frente, pensaba:


    El amor será así, todos querrán lo “mesmo", quizá los pobres quieren más que los ricos. Y sin quererlo Involuntariamente tarareaba:


    Cuculí madrugadora.

    qué linda te mira la aurora. 

    Cuculí madrugadora, 

    no me hagas sufrir "agora".



    Cuando llegaba a la casa, después del duro bregar y la Tomasa le alcanzaba el jarro de chicha, qué rica la sentía y qué hermosa la miraba y cuando lucia el collar de cuentas doradas que fue el primer regalo que le hizo con el primer Jornal recibido. rabiaba de alegría y se figuraba que el cielo estaba en la tierra.


    Una tarde que el Carloto, se había amanecido regando y el cuerpo lo tenía como carne de gallina, extendió una frazada al Sol, tirándose a todo Jo largo y acuñando la cabeza a un pequeño pedazo de tronco. Se puso a exigir que su caletre le dijera qué pasaba con el Rudecindo que de tan alegre y pelotero que era de la noche a la mañana, se había "convertiu” en “apenau” y muy casero. Que será, se decía, y llamándola a la Margarita, quiso aclarar con ella este entrevero. Al rato se presentó ella y al oír las cavilaciones de su marido, le hizo comprender que en el amor no hay atajos ni medias tintas y que también había que evitar que se fueran" “autro" "lau” del corazón, porque no bastaba suponerlo sino mirarlo.


    Sabís, cantá a la piedra, que no me venís con cosas del otro mundo. “Aistas” horas, cuando te has hecho el "consentíu” venís a santificarte y que los atortolados del Rudecindo y la Tomasa de puro Inocentes ya no estarán pensando en buscar la chacrita donde retozarse.


    Ya yo lo emplacé al "amartelau" del Rudecindo “pa” que me dijera la "verdá” de sus cositas aunque las “creyía” muy chiquitas. Acaso vos no me enseñastes con tus ojos atorzonados cuando “ricién” me miraban, que la vida era color de rosas y me resultó agua de malvas soleadas.


    Se lo dije a la Rosalía bien claro como canta el agua, que yo soltaría a mi potro y que a la yegua se la lleven lejos. “Pa" que “pué" estar viviendo en sobresaltos y que los pollos se quieran retozar solitos!


    "Eso no, ni por la Santísima Cruz, lo permita. “Autros" con ese hueso, que se lo pasen ¡Y "vis" lo que sois! No sé porque Dios daría polleras a quienes debieron llevar pantalones. Pero se arregló “toito” con conciencia y con-vinimos que dentro de dos años se casarían mientras él junta su platita y nosotros hacemos lo “mesmo" para costear la boda. No te lo dije más “auntes", porque los hombres son tornadizos y embrollones en estos menesteres, meten las cuatro y malogran el pastel".


    Mientras esto le decía, el Carloto, dormía como un bendito y la Margarita al darse cuenta que había hablado al ¿iré, le tiró un "soplamocos” que lo dejó parpadeando largo rato.


    Quién iba a creer que el Rudecindo saliera "sorteau". De ello se enteraron por el Apolinar, que estuvo como sabueso en la Junta de Sorteo y que al calor de unas copas se lo contó al Carloto. Después de algunos días de tal noticia, el patrón lo obligó a bajar a la Ciudad, a traer fertilizante de la Guanera. El muy orondo del Rudecindo con cuatro borricos, se lanzó a cumplir la orden y una pareja de Guardias Civiles, le exigieron su libreta de Conscripción Militar y como no la llevaba consigo y lo vieran de porte para el servicio se lo cargaron, de hecho, sin más ni más, dejando los burros en el depósito.


    Mientras esto ocurría, el Saturnino, viejo chacarero del lugar, que ocasionalmente se encontraba por ahí se enteró de todo y oyó que uno de los Civiles, le dijo a su compañero: Llévalo junto con estos otros, al Cuartel de Santa Marta. Regresó a su pueblo lo más pronto que le fue posible y de inmediato buscó a la Margarita, poniéndola al tanto de lo sucedido. Tan fuerte fue la impresión que recibió, que no le dio tiempo ni de pensar ni hablar con nadie. Su cara se contrajo y se tomó cadavérica dando la impresión de que el dolor la había perdido totalmente y exclamó:


    —Madre mía del Perpetuo Socorro, ayúdame!


    Solo atinó a coger el sombrero y el mantón y poniendo en la “faltriquera” un paquetito, se las echó por ahí como una loca, recorriendo el largo camino, cayendo y levantando y que le parecía no acabar nunca. Llegó asesando a la Ciudad y preguntando logró ubicar el Cuartel Al acercarse vio en la puerta un montón do hombres y mujeres que aumentaban en número invadiendo hasta la calzada. No atinó a comprender el por qué de este laberinto de gente, pero cuando ya se hubo entropado con la multitud, se dio cuenta de que estaban por lo mismo que ella buscaba. Oyó decir que no había caso, que no se atendía a nadie, que lo contrario sería sentar un mal pre cedente. Pero eso sí, se accedió benévolamente a que se dejase algunos en car güitos. Y han pasado las horas y comenzó a despejarse el gentío, quedándose solo unas cuantas personas, entre estas la Margarita. Se fue acercándose cautelosamente a la puerta, ya no podía ni mi- rar de tanto que habla llorado. El centinela le advirtió que se retirara, que era prohibido acercarse, que en vano era su espera. Cuando en el momento menos pensado, acertó a salir el oficial de guardia y al verla en estado tal de angustia agarrándose de la esquina de la puerta para mantenerse en pie, le preguntó:


    —¿Qué le pasa señora?


    La respuesta fue un torrente de lágrimas y entre estas con voz que parecía de ultratumba le respondió:


    —Sabe “usté" “tatitoi” que a mi hijo Rudecindo lo han "reclutau” por no tener su libreta y se encuentra aquí. Acá la tiene “usté” “pa" que me lo suelte y se la entrega. El oficial la examinó cuidadosamente y devolviéndosela le manifestó que estaba sorteado y que por lo mismo estaba remachado, que no habla remedio.



    Convencida que nada se podía hacer para librarlo, le imploró, le suplicó se lo pidió por su mamita, que ella solo quería verlo, para despedirse. El oficial accedió a tanta súplica. Ingresó al patio y con voz estentórea, preguntó quién es Rudecindo? Y al poco rato salió con él. Hizo pasar a la mujer al cuarto de la Prevención y ahí fue el encuentro de la madre y el hijo de lo más emocionante. El Rudecindo no soltó una sola lágrima. Se mostró firme y sereno. Dándose cuenta que su madre ya quería perder el juicio, la consoló dictándola:


    —No te confundáis “mamitay”, “tené" “pasencia" hay que querer también a la patria, ser más hombre y “dionde” “sabís” que “seya" ”pa" mejor. Solo te pido me “mandis” el retrato y un pedazo del pelo "guardau" en esa cajita de almidón “vaciya” que está en la repisa donde “ponía" las velas “pa" las almas. Y sino te falto tu respeto, “quería” llevármelo un papelito a la Tomasa? ¡Vos “sabís” cuanto la quiero!



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    Al sargento de guardia, le pidió "prestau" un lápiz y un pedazo de papel y sobre la banca escribió.


    "Tomasa: La patria me llama a servirle, que voy a hacer. Me despido con “toita" la “juerza” de mí cariño, no me "olvidis" nunca, pórtate bien. ¿Qué son dos añitos? ¡Adiós vidita del alma! "


    En la madrugada del siguiente día, juntamente con los demás enrolados y en varios camiones bien escoltados dando vivas a la Patria, al Ejército y a Arequipa, marcharon a Moquegua, donde se le dio de alta en el Batallón No. 43.


    En el pueblo, un manto de tristeza invadió a toda la familia del Rudecindo, inclusive a la Tomasa que terminó después de muchos días con hipo “juerte" y mal de corazón, que su mamita se lo curaba con la infusión del toronjil.


    Increíble era el imaginarse que el Clodo, guardase odio y espíritu de venganza para ponerlo en práctica en el momento más propicio. Esto unido a que la Tomasa estaba en todo su apogeo y daba la hora, lo Incitaron a requerirla de amores, pensando que " a espaldas vueltas, memorias muertas". Al principio hubo de parte de ella desprecio o indiferencia, pero como en las noches rondase el Clodo por la puerta de la vivienda, interpretando en el silbo canciones sentimentales y so mostrase muy dadivoso, comenzó a ceder en su natural resistencia. Una noche que a la Rosalía se le quitó el sueño, pues tuvo una pesadilla feroz en que un toro la topaba, sintió un silbo y al instante despertó a la Tomasa:


    —Mucho “cuídau" “calincha” no vaya a ser que algún “paccpaco" te esté llamando, te lo juro que le rompo el pico y le quiebro las patas y a vos te tuerzo el pescuezo.



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    Ocurrió lo inevitable, aquello de “quien con fuego anda quemarse quiere”. El “asunto" fue catastrófico, el Clodo acabó por no buscarla ya y ella comenzó a ponerse pálida y a suspirar a cada rato. En trance tan difícil, te contó “toito" a su “mamita”. Es fácil comprender la furia de la madre, le parecía que de los cabellos la habían levantado en peso, no acertaba a «aplicarse como habla ocurrido aquello. Pero se dijo:


    “Destaicha” si que lo meto a la jaula en la “Ciudá” “pa“ que se “sombreye” toda su vida, qué tal hijo del demonio, sin Dios, ni Santa María.


    Y procedieron ella y el Timoteo. Consultaron primero con un letrado. Obtuvieron después la orden de captura de grado o de fuerza y una madrugada dos parejas de Civiles, capitaneados por el Gobernador rodearon la casa del Clodo y con sorpresa, no lo encontraron. Los padres manifestaron al Gobernador que hacía tiempo nabla abandonado la casa sin saber donde se encontraba y que ellos no tenían la culpa de nada. No pudieron evitar por más esfuerzos de los guardianes del orden público que en ese instante la Rosalía y la Rosa se “chirinquearan” a su regalado gusto y se dejaran como recuerdo zanjas en la cara por lo bien duro que ambas se arañaron, mientras que el Carloto y el Timoteo caían y se levantaban de los “guaracazos” que se daban y de los “caucas" que hacían tan certeros impactos que doblaban las piernas en que se estampaban. El Timoteo y la Rosa fueron conducidos en calidad de detenidos.



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    Transcurrió el tiempo entre zozobras y amenazas. Al Rudecindo le dieron de baja cumplido el servicio militar en forma eficiente. Un día del mes de enero llegó a la Ciudad, y sin perder tiempo se encaminó a su tierruca, luciendo uniforme militar y prendida del pecho una medalla de cobre con cinta peruana que orgulloso, la ostentaba como premio de la patita.


    Jubiloso ingresó a la casucha donde pasó los días más felices de su Infancia, abrazó a su “mamita” con una de esas expresiones tan intensas, que parece que los corazones se juntaran en uno solo y se contaran sus dolores y alegrías, sellando tanta unción con un beso tan grande que alcanza a toda el alma de la madre. Preguntó ansioso por su Tomasa y la respuesta fueron dos lagrimones que empaparon los carrillos, y el grito que se escapó: de que no me lo “preguntís”, indicó al hijo que todo se había perdido.


    Enterado, que se encontraba asilada donde una vecina, que le daba un retazo de pan y un poco de merienda por “pallapar" y traer “ccacho” para loe conejos, quiso verla y lo hizo una tarde a través de la rendija de un cerco de ciliar. Se dio cuenta de que no era ni sombra de lo que fue, deshecha, escuálida y descalza denotaba la miseria más espantosa en que vivía, siendo más trágico el cuadro al verla llevar de la mano a una pobre criatura, que por poco no mostraba la desnudez de su cuerpo y su carita blanca como la cera, revelaba que la anemia se la iba comiendo.



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    Desde ese día se dedicó a disipar sus pesares, buscando amigos con los cuales bebe largo. Una noche en una tienducha departía con algunos de los que se le habían "apegau” para acompañarlo en su pena. El Salustiano de repente le espetó:


    —Qué te ha "pasau” ¿ Rudecindo? “Parecís" “guagua" “caríche". Y lo estáis haciendo mal los licenciados son guapos, atropelladores capaces de trenzarse con el lucero del alba.



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    —¡Ah! es que no "sabís” lo que me pasa, solo el que lo carga sabe cuánto le pesa.


    —¿Capaz asuntos de polleras?


    —No “seyais” tan co….mandante, pues si se fue la paloma, “lautra” estará de remplazo.


    —“Güeno”, déjate de hacerme monadas, lo efectivo es esto. Yo daría lo que me pidieran por saber donde se encuentra el Clodo.


    —"Mirá" cholito. agarrándolo del brazo, si esto te atormenta, no quiero ganarte mucha “agua”. Convídame una docena de botellas de cerveza y ¡por Dios que te lo digo!


    Golpeando fuertemente en el desvencijado mostrador le dijo a la Patricia:


    —“Oyte”, bájate toda la cerveza que tengáis.


    Se llenó de botellas la pequeña mesa y encarándose al amigo le exigió.


    Soltá “agora" donde se encuentra ese zorro “envenenau” de rabia.


    El Salustiano poniéndose la mano derecha en la boca. como queriendo tapársela y formando ángulo con el respiro y en voz baja como en secreto le dijo:


    —Lo “joro" hermanito que ese tipo está en Bolivia.


    Al oírlo se estremeció en una convulsión de cólera y alegría, pero disimulando lo que ya Interiormente le Iba comiendo, siguió en el afán de botar su pena, y para esto no paró hasta dar fin a toda la bebida servida, ya pasada la media noche.


    Las pocas horas que le quedaron para dormir, las aprovechó, haciendo mil castillos en el aire, hasta llegar a accionar con las manos y la cabeza que tal era el estado febril de cólera en que se encontraba. Comenzaron a cantar los gallos y él, entonces se acercó a la cama de su “mamita" y con mil disculpas por quitarle el sueño la hizo sabedora de que el Clodo se encontraba en Bolivia. le dice:


    —Quiero irme allá, cómo quedo yo así “burlau" y “ofendiu”, no es de hombres aceptarlo. Con su vida, que se la cortaré me la pagará y me quedaré tranquilo, de qué me sirve la mía, ya “pa" mí se acabó “toito” de que me sirve ser joven cuando estoy “mamita” quedando como un cobarde.


    La madre cogiéndolo dulcemente del cuello y bañándole con sus lágrimas la cabeza, le aconsejó que no se fuese, que no matase al Clodo, que no les diera esa deshonra añadiendo:


    —Tus padres se irían lejos porque nunca “habiu” ningún criminal en la familia. Tené presente que "quien a cuchillo mata en sus filos muere" déjalo al tiempo Dios tarda, pero no olvida y quien siembra recoge.


    Esta charla con su "mamita" lo hizo disuadir del viaje y reconfortó su espíritu. Para olvidarlo todo, volvió a sus labores del campo, como peón de primera fila que ganaba un buen salario.


    Cierta tarde que con su lampa al hombro, caminaba por una ronda, se dio de buenas a primeras con la Tomasa que arrancaba unas varas de chito para amarrar lechugas. Evitó mirarla, zafando el cuerpo, pero ella insistió en hacerlo y le dijo:


    —Como "estáis" Rudecindo, sino quiero que me "perdonís”, ni me "queráis" más. A cualquiera se le da los "güenos" días.


    A lo cual le respondió:


    —Contigo no quiero hablar nunca, mientras viva ese perro maldito del Clodo.


    Y se alejó rápidamente.


    Por más que en su trabajo estaba de lo más entretenido, el encuentro con la Tomasa, volvió hacerle consentir la idea de la venganza que no se le apartaba ni de día ni de noche. De repente, se enteró por un amigo que en un pueblo lejano había una bruja de esas bien finas que a cualquiera lo secan haciéndole morir a pausas sin más trámite se encaminó al lugar y logró hablar con ella. Aclarado lo que deseaba, convinieron en que al tal hombre había que secarlo tanto, hasta que la lengua le pegase al paladar. La bruja le exigió que le llevase una chalina que el Clodo hubiese usado. Se valió de cuantos medios estuvieron a su alcance, para conseguirla v al fin lo logró. Era una pequeña bufanda de pabilo, bastante roída y sucia y teniéndola en sus manos se encaminó un día martes donde la hechicera. Esta, después de una serie de genuflexiones y extendiendo la chalina en el suelo, le echó agua de unos tachos y escupiéndola y vociferando como una loca la dobló, la acribilló con espinas verdes en los extremos y secas en el medio y luego en compañía del Rudecindo la acomodó bien en una "paccha" de agua.




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    Esto lo tranquilizó un tanto. Como se le habla despertado la afición por la cría de gallos finos de pelea, éstos le absorbieron todo el tiempo no dejándole horas para pensar en el objeto de su encono.


    Así fueron pasando los días y los meses, cuando de repente, los padres del Clodo. recibieron una carta en que les decía que lo fuesen a esperar porque llegaría bastante mal.


    Desde temprano estaban los familiares en la Estación de los Ferrocarriles. La Rosa anunciaba que el tren ya estaba piteando en el desvió. Se abrió las puertas y la locomotora no había cesado en el crujido de sus ruedas y de bostezar largamente, cuando la multitud invadió el andén, con la angustia de ver al familiar, pariente o amigo que un día se fue. quizá pira no volver más. Buscaron los relacionados de Clodo por todos los lados v no lo encontraron. Después de muchos afanes, distinguieron la cabeza de una figura humana, que movía las manos tratando de llamarles la atención. Se acercaron y contemplaron una cara negra de pómulos saliente que parecían agujas. Les quiso hablar y apenas pudo mover los labios, pero por una cicatriz en la frente reconocieron al Clodo. Lamentos, aclamaciones de dolor se sucedieron y de Inmediato el Timoteo, sacudiendo en el aire la mano derecha exclamó, ya se amoló, está "apunau” con el mal de la mina, el antimonio se lo ha "tragau" "toito". Lo bajaron en brazos, caminaba a duras penas con una agitación constante que lo quería ahogar. Lo pusieron en un automóvil y emprendieron viaje a su pueblo.


    Esa noche se entredurmió y en un papel y con calma a ratos escribía la tragedia de su vida. No quiso morir él en tierra extraña, sino al lado de los suyos y por eso se había venido. Mientras se hacían los preparativos al Otro día para traer el médico, un vecino fue a llamar al señor Cura. Este no demoró en llegar. Hizo salir del cuarto a toda la gente que se encontraba allí reunida. Se confesó también por escrito y concluido este acto, salió el "tatacura" y preguntó por la Tomasa, ordenando que la llamasen. La noticia corrió como un relámpago entre los vecinos y al rato estuvo presente, la Tomasa con su hijita en los brazos porque hacia días que ésta no podía caminar. El encuentro entre los dos seres fue de lo más conmovedor. La Tomasa fría como una estatua de mármol, los ojos fijos en la cara del Clodo, la criatura lloraba con voz apagada. El "tatacura" le dijo: Perdónalo. Dios te lo manda. El perdonó a todos los hombres que JO asesinaron sin compasión. Lo abrazó y lágrimas trasparentes se deslizaron a montones cayendo sobre la cama del enfermo. Llamaron al Timoteo y a la Rosa, y el sacerdote les dijo que por voluntad expresa de su hijo, debían entregar a la Tomasa y a su hijita los tres mil pesos, que en giros mandó desde las minas de Potosí y que ese era el pago de su vida, lo cual fue aceptado sin reparo de ninguna clase. Y qué decir cuando el Rudecindo también se vio en presencia del Clodo. Los dos hombres temblaron con una agitación de nervios espantosa. Se abrazaron y se perdonaron mutuamente, mientras que el Párroco, mirando una estampa de la Virgen de Chapi, que estaba en la cabecera, elevaba su plegaria al Cielo, implorando por el alma del pobre Clodo que ya parecía expirar.



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    Al Rudecindo no le había pasado todavía la profunda emoción de su encuentro con el Clodo. cuando comenzó a sentir un gran remordimiento, pues su conciencia le decía, que era culpable de la muerte por el hechizo que le había mandado hacer con la bruja. Esa noche no durmió. los nervios le temblaron con fuerza tal, que parecía se le iban a romper. Al día siguiente muy temprano, buscó al "tatacura". Se confesó largamente y bien arrepentido se encaminó a quitar el muñeco oculto en la "paccha" y ofreció remediar la situación creada en la vida de la Tomasa.


    La grave dolencia y las impresiones recibidas, precipitaron la muerte de Clodo en una madrugada, sin poder decir una sola palabra más.


    Al entierro concurrió todo el pueblo, comentando lo sucedido y rezando por el muerto.


    De regreso del Cementerio, se juntaron todas las familias que hasta hacia pocos días eran enemigos encarnizadas y sucedió después que el Rudecindo y la Tomasa con olvido de todo lo pasado, se unieron en matrimonio adoptando a la hijita del Clodo,  el marido. Vivieron lo más felices y no olvidaron nunca, mandar a celebrar una misa en la festividad de las almas por el eterno descanso del alma del Clodo, que descansaba en paz en el cementerio del villorio.


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    Fuentes:

    • Revista Folklore, Tribuna del pensamiento peruano. 1948.
    • Diccionario de Arequipeñismos. Juan Guillermo Carpio Muñoz. 1999.
    • Portada , Imagen referencial: MAROVE.