El Ganadero un cuento de Augusto Aguirre Morales
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AUGUSTOAGUIRRE MORALES (*1887- †1957), novelista arequipeño de envergadura, reconocido
por su contribución al rescate de los valores nacionales y considerado como el
único escritor de vocación entre los hombres de su generación; dejó obras
literarias que dieron renombre a Arequipa y al país. Autor de “El Pueblo del
Sol”, ‘‘La justicia de Huayna Capac “, “Flor de Ensueño”, “La Medusa”, “El alma
de ella” entre otras. En homenaje a éste recordado escritor, la antigua Revista Germinal del Instituto Departamental de Cultura de Arequipa, en su primer número de Abril-Mayo de 1988, reprodujo una de sus obras:
EL GANADERO
(Cuento de Augusto Aguirre Morales)
Paisaje Andino, Manuel Alzamora 1938.
I
Un
viento de tristeza y desolación pasaba sobre los campos y las ciudades dormidas
al pie de la cordillera.
Los
árboles no florecían, la mies había sido talada, y por doquiera se encontraban
restos de vivaces acusando la marcha de las guerrillas en campaña; charcos de
sangre marcando la últimas escaramuzas: y en los reducidos caseríos de aquella
región, pálidos hombres de rostros cadavéricos y malicientos, los heridos y
enfermos dejados allí por las bandas destructoras. Por todas partes los signos
de la devastación producida por los pelotones revolucionarios. Algo así como un
ambiente de duelo cubría la región por sobre la que parecía resonar aún el
toque del clarín y el redoble triunfal de los tambores.
Una
noche, mientras la aldea dormía, con el tranquilo y confiado reposo de los
pueblos indígenas, las guerrillas revolucionarias cayeron sobre ella como un
alud. La fuerza gobiernista trató de defenderse; pero fue arrollada, deshecha,
exterminada por la superioridad numérica; y el pelotón vandálico, luego de
tomado el pueblo, comenzó su obra de pillaje y carnicería, toda la rabia y
desesperación de esa montonera perseguida constantemente y acorralada como una
manada de lobos por las tropas gobiernistas, se desencadenaron incontenibles y
fieras: y el desbordamiento de todas las pasiones hizo explosión en aquella noche
memorable.
Era
aquel un trágico espectáculo: el pequeño pueblo iluminado por el rojo resplandor
de los incendios que alumbraban los cadáveres sembrados por las calles y los
hombres que, rifle en mano, trataban de forzar las puertas, tras las cuales las
familias indígenas medrosamente acurrucadas aguardaban el sacrificio.
La
puerta de la choza del tío Tomás, el viejo ganadero, estaba herméticamente
cerrada; y tras ella se había colocado el robusto viejo que, hacha en mano,
esperaba con aparente tranquilidad a los revolucionarios, pronto a defender su
hogar hasta el último trance. Sereno, altivo, el indígena se terció el poncho.
Nada denotaba su impaciencia, apenas si su boca ligeramente entreabierta,
dejaba escapar su ansiosa respiración.
A
espaldas del viejo y en el fondo de la habitación, la esposa y la hija
acurrucadas, formaban un grupo. Llenas de espanto, no gemían ya. Con los ojos
terriblemente abiertos, escuchaban el grito salvaje y continuado de la horda
que se acercaba...
El
rumor fue haciéndose más próximo, más distinto. Las teas comenzaron a iluminar
las calles; mas luego las pisadas y el ruido de los sables se sintieron: y por
último el estruendo enorme de puertas desastilladas, de imprecaciones y de
tiros inundó la vía.
Tras
la puerta, inmóvil y rígido como una estatua, el anciano oía aproximarse la
tempestad sin que un solo músculo de su cara se contrajese. De pronto se sintió
un terrible culataso sobre la puerta y tras éste otro y otro, después las
débiles tablas saltaron por completo. El resplandor de las antorchas iluminó
súbitamente la choza: entonces el viejo pudo contemplar a los asaltantes: eran
diez o quince a lo sumo. Ellos vacilaron un momento al ver la actitud
amenazadora del indígena; pero luego el más atrevido avanzó y lo siguieron
todos. El viejo dio un paso hacia adelante, cerrando con su cuerpo la entrada
de la choza:
¿Qué
quieren ustedes aquí?, gritó con voz colérica, tratando de dominar ese
concierto de aullidos y blasfemias.
Contigo,
nada, respondió el que parecía capitanear a los demás.
¡A
ver, muchachos!, acaben ustedes con este cholo, dijo, y se escurrió ligeramente
hacia el grupo formado por las dos mujeres. El anciano quizo seguirle pero se
vio súbitamente rodeado por una docena de hombres que le acosaban a culatazos'.
Entonces blandió el hacha con energía salvaje y poderosa; y mientras esas
fierecillas esmirriadas trataban de acabar con él a golpes. él comenzó a hendir
cráneos con hercúlea fuerza. Parecía como que el instrumento estuviese animado,
en sus manos, de una fuerza increíble, sobrehumana, describiendo molinetes inverosímiles,
brillaba como serpiente de fuego, a la luz de las teas: caía, luego, sobre un
cráneo, produciendo ruido seco de huesos triturados: se escurría de la herida sangrienta
y volvía a levantarse para volver a caer con increíble rapidez, era una máquina
devoradora de vidas; un monstruo en cólera, una fiera implacable y sangrienta,
segando, exterminando, triturando, rompiendo.
Poco
a poco el soberbio brazo fue cediendo, debilitándose. Las fuerzas le
abandonaban; y el hacha, como una bestia en agonía, se revolvía aún tratando de
herir a sus adversarios, pero se levantaba ya con lentitud, y caía débilmente.
El
viejo sintió aproximarse el final de aquella lucha; y comprendió que pronto
caería sobre los cuerpos de sus adversarios. Volvió la vista entonces. El que
primero entró arrastraba a la muchacha que se defendía tenazmente; y entretanto,
al otro extremo de la choza, la vieja, con los ojos terriblemente abiertos y la
faz desencajada, no se movía, no temblaba siquiera; tenía la actitud de una
momia con la boca entreabierta y los ojos vidriosos.
Toda
la magnitud de la catástrofe pasó por la mente del viejo con la rapidez del
relámpago; y haciendo un último supremo esfuerzo dio un paso vacilante hacia su
hjja levantó el brazo; y el hacha, como si todas las últimas energías del viejo
se hubiesen concentrado en ella, bajó rápidamente y brillante, hendiéndose
hasta el mango en el cráneo de la muchacha. En seguida el brazo se descolgó con
pesadez y el anciano cayó, estruendosamente, sobre el pavimento, salpicando la
sangre de la charca.
II
Era
la sombra del crepúsculo.
Las
sombras, próximas ya la noche, se extendían por sobre el pueblo acurrucado al
pie de los Andes.
Reinaba
una quietud de muerte: un silencio de tumba, por sobre la que vibraban los
sones de la oración de la tarde, tocadas por las campanas de la iglesia
parroquial.
Las
estrechas callejuelas estaban ya desiertas.
Al
extremo de una de las más apartadas, como en otro tiempo, se levantaba la choza
del tío Tomás, el viejo ganadero; una casucha pequeña con su techo de paja puna
y su puerta pequeñita, al través de la cual habría que agacharse demasiado para
pasar. En el interior de la casa reinaba oscuridad profunda y un calor
insoportable, conservado por el techo, caldeado durante el día por el sol. Muy
cerca a la puerta se cocinaba algo en un brasero hecho de sunchos y del que se
desprendía un olor a quemado que llenaba el recinto.
¡Eh!,
refunfuño de pronto la voz del viejo, desde un extremo de la choza; ¿me has
oído?. Esta noche, esta noche ha de ser, no de balde nos hemos pasado el tiempo
aguardando este momento para perderlo luego. Crees acaso que el bandido permanecerá
mucho tiempo aquí y bueno sería que después de tanto esperar, lo dejáramos irse
como unos brutos, como si no nos acordáramos de que él fue de los que mataron a
nuestras mujeres e incendiaron chozas; ¿te acuerdas? Hace ya ocho meses y
todavía me siento mal; ¡ah!, los bandidos que maltrataron alguna entraña;
porque, a pesar de habérseme cerrado las heridas, comprendo que me marcho sin
remedio; pero lo que es él, no se me escapa, no se me escapa; te lo juro: por
el santo patrón, no se me escapa. ¿No te acuerdas que nos debe la vida de nuestra
hija?.
Y
el anciano, escupió con rabia.
Por
toda respuesta se oyó la tos seca y cascada de la vieja en el ángulo próximo de
la choza.
¿Estamos?,
volvió a gruñir el ganadero. Dime: ¿Qué melindres son esos? Has pasado el día,
desde que te anuncié que la cosa sería esta noche, como si te disgustase vengar
a nuestra pobre Mariacha. Callóse un momento mas como oyera sollozar a la
vieja, pateó el suelo con disgusto: ¡Cómo!, gritó, ¿llorar?... maldita vieja.
No pareces de mi misma raza. Es que te queda conmiseración para el cholo que
hizo matar a nuestra hija, para el que incendió nuestra choza y nuestra paja...
¡ah puerca, cochina!, rugió poniéndose de pie.
La
pobre vieja, se arrastró hasta él y agarrándose de su brazo:
Oye,
le dijo, con voz seca y nasal que parecía salir del fondo de una caja, mientras
de sus ojos arrugados se desprendían abundantes lágrimas, oye Tomás, dijo....
¿sabes?.... es él ... del que te hablaba... él, mi hijo; se dejó caer de
rodillas.
¿El?,
¿tu hijo? Rugió el viejo pegando un puntapié a ese informe montón de huesos que
se revolvía a sus pies ¿tu hijo?, continuó con la fiereza de la raza indígena;
le matarás tú, maldita, dijo, y terciándose el poncho sobre la espalda salió de
la choza.
Todo
reposa en silencio en la aldea La noche es clara, iluminada por una luna
espléndida.
En
las afueras y pegada a la falda del cerro hay una chocita hecha de cantos y de
pajas. Las piedras de las paredes, superpuestas sin cohesión ninguna, dejan ver
el interior, en el cual duerme tranquilamente un hombre, echado sobre un
jergón, teniendo por almohada una haz de pajas. Su vestido es una extraña
indumentaria amalgama de militar y de paisano. Lleva casaca de soldado y
grandes botas de montar, todo en extremo estado de vejez; y a su lado descansa
un sombrero huacha- no. Un retazo de vela de sebo pegada a la pared y que sin
duda se olvidó de apagar antes de dormir, le ilumina muy débilmente el rostro:
un tostado rostro de cholo con algunas cicatrices que le desfiguran y sobre el
que caen los abundosos y crecidos cabellos.
La
calma y el silencio reinan en el exterior y la luna alumbra el paisaje
llenándolo de beatitud.
De
pronto, tras un recodo del cerro surgen dos sombras, como a cincuenta pasos de
la choza. La una más alta, parece como si sostuviera a la otra: andan con
lentitud. Acercándose más se les reconoce: son el viejo ganadero y su mujer. La
pobre vieja seca y apergaminada como un cartón, no anda, se arrastra llevada
por su marido. Cubierta con un poncho de vicuña, lleva la cabeza al aire; y a
los rayos de la luna se observan sus flotantes cabellos. La mandíbula le
tiembla convulsivamente y marcha con los ojos casi cerrados; parece que
salmodiara una oración. Sus gruesas ojotas producen, al arrastrarse sobre las
breñas, un sonido hueco y desagradable.
Conque
¿tu hijo?, murmuraba maquinalmente el viejo, como si no tuviera conciencia de
lo que decía; -pues serás tú, tú... tú; y seguía arrastrando a su pareja.
Al
llegar junto a la choza, paseó el viejo una mirada a su alrededor y desprendióse
de los brazos de su mujer, la que cayó de rodillas sobre el suelo; se acercó a
la puerta de la choza que estaba entreabierta y observó el interior: el hombre
continuaba durmiendo tranquilamente. Un relámpago de alegría fulguró en sus
ojos y de puntillas para no hacer ruido, se acercó al lugar donde la infeliz
había caído.
Y
tomándola de los sobacos la hizo recorrer el camino que la separaba de la
puerta de la choza. Sacó luego un cuchillo de montero, lo depositó en la mano
de la pobre vieja que temblaba dé espanto; y dándole un leve empujón la. obligó
a penetrar en la choza. Cerró la puerta por fuera y miró por un agujero de la
pared.
La
anciana, impotente para sostenerse de pie, había caído a pocos pasos del
dormidor: y le miraba con ansiedad infinita. Se oía el casteñeteo de sus
dientes y en su mano brillaba el cuchillo que temblaba precipitadamente. A los
pocos momentos volvió la vista y miró, con espanto el ojo amenazador de su
marido que por tras la pared le miraba imperiosamente y la sugestión de aquella
mirada brillante y ordenadora la hizo avanzar hacia su hijo. Levantó el
cuchillo, que luego dejó caer con desaliento; entonces una lucha horrible se
entabló en su alma. El ojo sugestivo, autoritario, el terrible ojo no dejaba de
seguir sus movimientos; y dominada por él, avanzaba a veces sobre su hijo, para
retirarse inmediatamente temblando de espanto, bajo la subyugación del cariño a
aquel retazo de sus entrañas.
De
pronto una idea salvadora cruzó por la mente de la vieja; y sus ojillos antes
muertos brillaron ahora siniestramente; y como ese pensamiento le hubiera
devuelto las fuerzas, se levantó, penosamente, acercándose a la puerta, cerróla
por dentro; y después de apagar la luz despertó con un leve empujón a su hijo:
¡Huye!,
le dijo, te persiguen. El hombre, acostumbrado a esa vida de sobresaltos, no
preguntó de dónde venía el aviso y tomando su sombrero se precipitó hacia la
puerta.
¡No!,
gritó la anciana deteniéndolo, por ahí no. Toma, añadió, entregándole el
cuchillo. Salta por aquí; y señalaba el techo por el lado del cerro.
Entretanto
el ganadero, sin luz para ver lo que pasaba en el-interior de la choza, había
sentido el cuchicheo; y desorientado, se acercó a la puerta que empujó con
fuerza; pero la puerta resistió, iba ya a echar abajo las paredes, cuando, a la
luz de la luna, divisó un hombre que ágilmente huía entre las breñas del cerro.
Un
grito salvaje y poderoso se escapó de la garganta del viejo que, impotente ya
para alcanzar su presa, quedóse mudo, alelado, temblando de rabia y con los
ojos fijos en su enemigo que se perdía tras los picos. Luego, volvió la vista y
contemplando la choza rugió entre dientes y desesperado, lanzóse al cerro,
hacia el lado por el que su enemigo había escapado, cogió la paja del techo y
.la desmenuzó entre sus manos febriles y la hundió dentro la choza, junto con
las vigas que la sostenían, la hundió con precipitación salvaje, y cuando no
quedaba ya ni un madero que echar adentro, sacó una caja de fósforos, le
prendió fuego y se alejó....
A
los pocos momentos se elevó una gran llama rojiza y a su siniestro resplandor
se destacó la poderosa silueta del ganadero que descendía lentamente, por la
ruta de la aldea.
Fuente :
- Revista Germinal, N°1 ,Abril - Mayo de 1988.