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    Calle San Agustín 1910.

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    En este mes de diciembre les presentamos un cuento de 1909, para noche buena,  obra del escritor y maestro más querido de Arequipa, Don Juan Manuel Polar Vargas, que fuese publicada en la revista limeña Variedades el 28 de enero de 1922, de la cual transcribimos el texto, la narrativa de este cuento es sencilla y espiritual y nos hace recordar la antigua Arequipa de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. El  Tanca lleva este nombre por el arequipeñismo "tanca", que es el gorrión andino, muy común en la ciudad de Arequipa.



    Página del cuento El Tanca, en la Revista Variedades, 28 de enero de 1922.

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    El Tanca
    (Cuento de Nochebuena)

    I

    Se llamaba José y era del barrio del Resbalón abajo. Apellido, nadie sabía que lo tuviese ni él tampoco, y cuanto A su origen, lo único que el autor de estas líneas ha podido poner en claro, es que la madre, de oficio cocinera, murió en el hospital dejando al chico, que entonces tenía dos años, en poder de una picantera del barrio.

    Era la tal picantera, según datos fidedignos, persona muy viva de genio, nada generosa y si de boca dura y mano larga, de modo que el chico tenía que andar muy Hato en el servicio de mandados, cuidado de gallinas y cochinos, con más  toda suerte de menesteres que no le dejaban punto de reposo de la mañana a la noche.

    Así fue aprendiendo a ganarse la vida el malaventurado José hasta cumplir los seis años. y como con la edad aumentasen el remo y los golpee y escasease mis el sustento, vino a caer en la cuenta de que lo que le convenía era escaparse.  Alentóle en este propósito una buena mujer de la vecindad que, A hurtadillas de la picantera, le aconsejaba que buscase otro acomodo, y después de mucho cavilar y de consultarlo con el gergón que le servía de almohada, resolvióse en poner en práctica la idea.

    Demás es ponderar el acopio de energía que necesitó el chico para la escapatoria. Felizmente, vino a favorecerlo la circunstancia que en aquellos días se celebraba en la capilla del Resbalón la fiesta del Rosario, que es muy animada y bulliciosa, y de que, con tal motivo, la picantera, que en todo agenciaba la noche de los castillos se la paso en la calle donde había improvisado  con una mesa mugrosa y dos banquillas un puesto de venta de té  sostenido, espumosa diana y ponche cabeceado con aguardiente.

    Distraída, pues, la picantera y libre el chico en la calle  y un tanto soliviantado con la bulla, tomó las de Villadiego.


    Databa desde entonces la odisea del pequeño aventurero por todos los barrios  de Arequipa. Seis meses estuvo con barbero de arrabal flebotomista de añadidura , deslenguado y crapuloso si los hay, que empalmaba la chispa de cada lunes con la del lunes siguiente. Las hambres que pasó el infeliz en casa del barbero no son para contadas, amén de los ajos y cebollas acompañados  de nudosos coscorrones, que de pedagogo, le administraba para su bien el docto maese Rana; hasta que un día, a causa de cierta bronca con una mujerzuela del mal vivir quiso el barbero sacarse el berrinche con el chico, y por qué  se yo que supuesto desaguisado, mostrándole la navaja, lo amenazó conque aquella noche le cortaría las orejas. 

    No esperó nuestro héroe la segunda notificación, mientras el barbero dormía la mona, huyóse más que de prisa, y después de ofrecerse aquí y allá , fue a caer en manos de una vieja que más parecía harpía según era su aspecto y sus uñas dadas a los pellizcos con singular complacencia . La de moretones que tenía en los brazos  el muchacho y los denuestos con que la vieja lo hartaba de la mañana a la  noche, no admiten  ponderación a tal punto que el infeliz, de tanto oír renegar, acabó por medio entontecerse y en cosa de un año que en poder de la vieja estuvo, por más que ésta se empeñaba en doctrinarlo, apenas si llegó á aprender de corrido el Padrenuestro y la Avemaria. Con el Credo no pudo entrar nunca: llegaba á la mitad  y se enredaba de tal suerte, que los mismos Apóstoles no lo reconocieran. 

    Volábase la patrona al oír tales- disparates, afirmando que el muy bellaco tenia al mismo demonio metido en el cuerpo, y las uñas, más procaces que la boca, clavábanse y se retorcían, á modo de tenaza, en la carne blanducha del mísero educando. Todo lo sufría con paciencia el desgraciado, pero un día que quebró un plato, amoscóse la vieja en tal extremo, que, para escarmentarlo. cogió uno de los pedazos de loza y tasajeó con él las dos manos del chico hasta llenárselas de sangre. Tan aterrado quedó el culpable, que se escapó aquella misma noche, y harto de gentes del pueblo, arriesgóse, todo tímido y medroso, á ofrecerse en cierta casa principal de los barrios más centrales. Quiso la suerte que necesitasen en ella un sirviente, y después de muchas preguntas- y repreguntas y de mirarlo por uno y otro lado, acabó la señora do la casa por admitir al postulante y hasta le hizo merced de un pantalón y una blusa que se veían muy cortos por ser menor el difunto, pero que al chico le parecieron prendas lujosas y de lo fino.

    En el nuevo acomodo no fueron tan cuotidianos los golpes, pero tampoco mejoró mucho el comedero, pues no obstante do que aquella familia era de las que llaman de posibles, había tal orden en la casa y tal economía, que eran las raciones- medidas y contadas. Buena era la señora y mejor el caballero para consentir desperdicios, á punto que, siguiendo los dictados de la virtud del ahorro, la costumbre establecida en la casa era el de hacer dos comidas, la una calculada con escrupulosa medida para los de la mesa y la otra también calculada para los de la cocina, consistiendo esta última en chupe de cecina por la mañana y otro chupe por la tarde con dos panes de añadidura. Todo lo demás fuera fomentar la gula y echar á perder á la servidumbre.

    Dos años hacía que estaba nuestro pequeño aventurero en esta casa y databa desde entonces el mote de Tanca que le pusieron los palomillas del barrio y que, por venirle tan bien, vino á ser como su propio nombre.

    Por quién sabe qué capricho de etimología, la gente del pueblo le llama Tanca al gorrión, y á la verdad que el chico se le parecía por la esbelta posturilla y el andar á pequeños saltos con viveza de pájaro. De estatura no alcanzaba á cinco cuartas, el color tenía más que moreno, los ojuelos tristes, como empañados, y el mirar entre ingenuo y medroso; pero cuando se reía, cosa en él no muy usada, resultaban tan blancos sus dientes y tan dulce su reír, que su carita se Iluminaba hasta parecer hermosa. Así, con sus aires de gorrión y su aspecto medrocico, era simpático aquel pobre chicuelo, sólo que, como nadie reparaba en él, nadie veía tampoco la tristeza de su mirar ingenuo y la expresión de ángel que tenía en el semblante. 

    De carácter, era triste y reservado, como que nunca conoció caricias; pero era bueno, servicial y humilde hasta el punto de pasar por insignificante. Bastaba el más ligero halago para que él se encariñase; pero como era tan tímido, no acertaba á expresar sus efectos y era dado á fantasear y á pensar en sus cosas.

    No era el Tanca muy feliz en su nuevo acomodo. Sucedía con frecuencia que, cuando uno de los niños se golpeaba, el Tanca tenía la culpa, y la mamá, para consolar al señorito, tiraba de los pelos del culpable como quien arranca mala hierba. Pero lo que más lo aterraba, era el “san Martín”, latiguillo nudoso, en furnia de rosca, que pendía de un clavo en el cuarto de la ama de llaves, según nombraban á cierta sirvienta presuntuosa y mal encarada. 

    El miedo que á la tal le tenía el Tanca, no admite ponderación, sobre todo cuando, con aire ceñudo, descolgaba la muy perversa el latiguillo y cogiendo al chico por un brazo. en ocasión de las grandes faltas, menudeaba sobre él con tal presteza, que el infeliz se escurría revolcándose en el suelo todo ovillado y maltrecho. Por fortuna, las grandes faltas no eran frecuentes, según el cuidado que el discreto Tanca ponía en todos sus menesteres; pero cuando al ir á un mandado se demoraba más de la cuenta ó cuando un plato resbaladizo se le escurría de entre las manos, había que ver á doña Casilda, que así se llamaba la susodicha, en su actitud justiciera, con el látigo en la mano, contraído el adusto ceño, persiguiendo al culpable para darle caza y sacudirle el polvo de lo lindo, sin que valieran lágrimas ni ruegos ni reiteradas promesas do no Volverlo á hacer nunca.

    Entro todos sus amos, tenía el chico gran predilección por la niña Consuelo, la menor de las dos que había en la casa y que no llegaría á contar más de dieciséis años. Que era buena, nadie podía negarlo, porque hasta con el pobre gorrioncillo mostrábase cariñosa, le enseñaba la doctrina sin incomodarse y lo llevaba á misa los días de fiesta, haciéndolo hincar á su lado para susurrar á su oído fervorosas oraciones. Cuando ella, distraídamente, le daba una cariñosa palmadita ó le sonreía con agrado, emocinábase el Tanca de tal modo, que- no acertaba á levantar loe ojos del suelo y habría querido adivinarle los pensamientos para mejor servirla.

    Salvo, pues las azotainas, como el castigo no era diario ni las Injurias tan frecuentes como en los otros acomodos, hasta con el mal comer se resignaba el Tanca; y cuidado que no era poco tormento para un galopín de ocho años ver a los niños de la rafia regalarse con frutas y confites sin que él llegase á catar semejantes golosinas. Qué iba á catarlas, pues hasta se cuenta que una vez que uno de los chicos le regalé un confite, la mamá hubo de enfadarse y sustenté el principio económico de que las frutas y los dulces se hablan hecho para los señoritos y no para los sirvientes.

    Entre las privaciones que sufría el Tanca, no era pequeña la de servir á la mesa aspirando el apetitoso olor que despedían los gustosos manjares con que se sustentaban los patrones. Ni siquiera tenía el derecho á las sobras, pues los sirvientes mayores se las quitaban de entre las manos y tenía que atenerse al santo chupe y á sus dos panes para pasar el día. A Dios gracias que la niña Consuelo solía hacerle merced de alguna golosina ó de medio real, pues de lo contrario. Jamás hubiese satisfecho un mal antojo.

    De ropa no estaba muy bien tampoco; constituían su indumentaria los desechos de uno de los niños de la casa, menor que él en dos años, con lo cual demás es decir que andaba siempre vestido de ajuste, con la blusa al ombligo y el pantalón de torero luciendo la morena pantorrilla. Calzado, no lo gastó nunca; tenía los pies curtidos, llenos de grietas y costrones y con las plantas encallecidas a fuerza de trajinar al frío y al sol por las losas de la calle.

    II

    Como no todo habla de ser penas los domingos, después del almuerzo, dábale permiso Casilda para ir á lavarse al rió y 'era éste el mayor esparcimiento de que el Tanca disfrutaba. En tales excursiones, era su compañero predilecto un su amigóte de la vecindad, sirviente como él, pero de mejor medra, según se veía por sus buenas carnes y por sus risas truhanescas de vividor contento. Gastaba el tal de ordinario blusa azul de las que llaman de mote pelado. pantalón de mil colores á fuerza de remiendos y tan lustroso por la mugre que parecía de encerado. 

    De fisonomía era feo, pero á simpático nadie se las ganaba; los ojos tenía avisados y con poca pestaña, la boca grande, la nariz chafada, el cabello  cortado al rape, la cara sucia como un mapamundi y la color tirando á aceituna. De cuerpo era tan rechoncho, que parecía embutido en la blusa de mangas cortas; pero no le faltaba gracejo al peloncillo de cabeza redonda como un poro. Cuéntase del muy taimado que tenia don de gentes y que sabia aprovecharlo en el trato y grangeria del cambalache y del comercio, agenciándose el modus vivendi sin escrupulosos remilgos.

    Databa la amistad de entrambos, desde los primeros días en que el Gorrioncillo vino á la vecindad, y bastó que se conocieran, quizá si por lo mismo de ser distintos en gustos y pareceres, para que hiciesen la mejor parceria. Los domingos, como queda dicho, llamaba el uno á la puerta del otro con un silbido, que era la contraseña convenida, y una vez reunidos, alegres como pájaros escapados de la jaula, íbanse al río. Era su sitio predilecto el Paredón, morada medio derruida que sirve de dique, del lado de la ciudad, á las heredades vecinas. Las aguas claras y transparentes bajan por el cauce sembrado de guijarros, se encrespan un momento cuando un grupo de pedruscos les cierran el paso obligándolas á dar un rodeo, saltan alegres sobre otros más pequeños y déjanse ir tan á placer, que por nada interrumpen su monótona canción. Sin embargo, como no gastan prisa, llegan al Paredón y se detienen en un remanso, poza poco profunda, donde parecen descansar para holgarse mirando el cielo cara á cara.


    Como la hora de reunión de nuestros excursionistas era á poco de las doce, el sol brillaba en el zenit casi enfadado de tan resplandeciente, la brisa se ponía á hacer travesuras de poca monta y el campo se dejaba calentar con el sol y acariciar con la brisa, abandonándose á la alegría de vivir con voluptuoso enervamiento. Contentos y á la plena luz sentábanse los dos "pascantes" sobre las piedras recalentadas y ahí era la de conversar á sus anchas sobre cosas de los patrones y de la vecindad, aportando cada cual sus noticias mezcladas de sabrosos comentarios. 

    El de la blusa de mote pelado, por mal nombre Ccoro, que en lengua castellana quiere decir pelón, solía darse pisto y hasta se permitía sacar una colilla de cigarro, recogida en la calle, y ponerse á fumar echando el humo á la cara de su compañero, mientras hablaba de ir á la escuela el año siguiente, sin contar con que ya se sabía la cartilla de corrido. Persona de trastienda, optimista y de no pocas ambiciones era el Ccoro. Lo que había de hacer cuando fuese grande. Unas veces aspiraba á torero, otras á coronel, pero por donde más lo daba el naipe era por ser doctor en leyes. Y claro que lo sería y entonces sí que había de tener auto propio y la cartera llena de billetes. Nada, lo único que le hacía falta era entrar al colegio, que, una vez adentro, quién dijo miedos estando en pampa. En cambio, como el Tanca era algo triste y reservado, no hacía muchos proyectos y más era lo que oía que lo que hablaba, sintiendo por el Ccoro singular admiración y cariño y creyendo á pie juntillas todas las imaginaciones con que aquél lo deslumbraba.

    Poco á poco iban cayendo otros camaradas á la tertulia; se ensanchaba el corrillo y entonces el Ccoro empezaba á sacar de sus faltriqueras, excitando la codicia de los consumidores, multitud de baratijas, tales como estampillas de correo, cuchillas viejas, pedazos de lápiz, fréjoles, hormillas y otros muy variados desperdicios con los que luego improvisaba rifas y hacía cambalaches según su afición al negocio; convirtiéndose el corro, con estas especulaciones, en la bolsa mercantil más extraña y pintoresca que jamás se haya visto.

    No faltaban alguna vez en el grupo las riñas y el pugilato sobre dimes y diretes, y era de ver cómo salían las cotejas y mientras que los demás hacían cancha, dos arrapiezos se cuadraban en actitud de lidia y echando lumbre por los ojos, comenzaban el pugilato subrayando cada golpe con un ajo ó con una injuria dichos á media voz según era el coraje. Los del público excitaban á los combatientes comentando las tapadas y los puñetes con interés de peritos, hasta que una nariz chafada ó la caída de uno de los combatientes hacían intervenir á los apartadores, armándose muchas veces nuevos lances porque los amigos del vencido sacaban por él la cara, no queriendo ser menos los del vencedor. La sangre, en estos duelos, mejor que en los del campo del honor, llegaba al río, pues allí iban á lavarse los malheridos y contusos.

    Mas no eran las riñas lo frecuente; de ordinario conservaban buena parcería entre ellos, declarando guerra encarnizada á los pájaros con las cachas de las que siempre iban provistos ó divirtiéndose con hacer salpicar el agua de la poza sobre la que menudeaban peladillas que era un contento.

    Desde que comenzaba el verano, disfrutaban el gran placer de bañarse en la poza. Como iban llegando, se desnudaban entre silbidos y risas, y las blusas andrajosas, los pantalones remendados y las camisas mugrientas formaban un montoncito al lado de la piedra donde el dueño se desvestía. Una vez en cueros ó ccalatos, como ellos decían, parecía la parvada, tribu de pequeños salvajes luciendo al sol, sin el menor miramiento y con ofensa del decoro, hermosas formas morenas de pueblo sano, criado á todo aire, con músculos esbeltos y piel satinada con coloración de canela.

    Grande era la algazara que se levantaba entonces en el grupo. Ahí era de tirar inglesas y guacachas ó chapoteando el agua que se rompía en mil cristales. Hacíanse  apuestas sobre quién tenía más aguante nadando por debajo del agua ó más destreza para sacar una piedra del fondo; braceaban los unos, daban zabullones los otros y era tal la algazara y el retozo, que hasta el agua de la poza, toda movida, tomaba parte en la fiesta.


    No paraba aquí la diversión: saltaban los bañistas a la arena caliente, revolcábanse en ella hasta vestirse de gris de los pies a la cabeza y volvían de nuevo al chapoteo, alternando como anfibios por más de dos horas, hasta que, por fin, amoratados y dando diente con diente, iban a buscar sus ropas, se vestían tiritando y emprendían la retirada, no sin que se obligase al potentado que tenía un real en el bolsillo, a comprar para todos, en el primer tenducho, pan y chancaca con que después se sustentaban sabrosamente relamiéndose los dedos.

    III

    Así iba pasando la vida el Gorrioncillo, cuando llegaron las Navidades. Desde días atrás, habíanse puesto los trigos en la casa y cada mañana se sacaban al sol e iban verdeando primorosamente en sus pequeñas vasijas de porcelana y de cristal. Grandes ponderaciones Había oído el Tanca a los niños de la casa acerca del hermoso Nacimiento que la mamá tenía, y se le hacían largos los días esperando que llegara el de armarlo que, seguramente, sería de fiesta y novedades. Llegó, por fin, el de la Nochebuena, y después del almuerzo, comenzó la gran labor en la que ponía mano toda la familiar. Lo primero era construir el altar. 

    Eligióse para tal objeto la sala de recibo, y en uno de los ángulos de la cabecera, se levantó el trono que resultó hasta de nueve gradas hechas con cajones y mesas que se igualaban a fuerza de cuñas. La señora y las señoritas, cubiertas las cabezas con paños de manos para precaverse del polvo, a todo atendían: subíanse a las escaleras, ponían clavos y echaban visuales aquí y allá para consultar la simetría. No sin mucha discusión se llegó a dar fin a la obra y recubriéronse las gradas, parte con finos manteles y parte con sábanas por no ser aquellos suficientes. 

    Vino después la colocación del Portal, que tenía tres arcos de muy buen ver, forrados en tela gris que imitaba con toda verdad la piedra de granito. Sobre el Portal, a falta de techo, hízose posar una nube de gasas transparentes, toda ella tachonada de estrellitas y de aladas cabezas de ángeles menores. De seguida, la señora sacó de un baulillo al Misterio como apellidaron a las imágenes de la Sagrada Familia: San José, La Virgen y el Niño. Gastaban los dos primeros vistosas ropas de lama con bordado do lentejuelas y rapacejo de oro, completando su indumentaria sombreros de jipi-japa con cintillo. No andaba tan sobrado de ropas el Pequeño, pues tenía, por todo traje, camisa do batista transparente, sandalias de oro y gorra de encaje atada por debajo de la barbilla con cinta azul. Por la estatura, resultaba el Niño Mayorcito que sus papás, cosa que nunca se tomó en cuenta y pecara de irreverente quien pusiese semejante reparo. 

    Era el tal, cuzqueño de origen, tenía las mejillas sonrosadas como una manzana, los ojos más grandes que la boca y sombreados por pestañas de verdad y sus risueños labios entreabiertos dejaban ver el paladar de cristal y dos hileras de dientecillos apretados más blancos que la nieve. Todos los presentes, sin exceptuar al Tanca que se vió muy honrado, fueron besando respetuosamente los pies de las imágenes; y la niña Consuelo subióse a una escalera y con el mayor donaire hizo de finas pajas, mezcladas de hilos de oro, la cama del Niño y lo acostó luego, poniendo a su lado a San José y a la Virgen que parecían recrearse en la hermosura del recién nacido. 

    El burro y la vaca ocuparon también sus puestos de preferencia en el Portal, la una a la cabecera y el otro a los pies del Infante para calentarlo con el aliento según oyó decir el Tanca. Venían en seguida dos ángeles de alas abiertas, puestos con tal artificio, que parecían en el aire, sosteniendo, a la entrada del Portal, una cinta blanca con un letrero que el Gorrión hubiera dado algo por leer. La estrella de los Magos, de oro resplandeciente, brilló en la nube, dejando caer un haz de rayos sobre el Niño; y consultado el efecto por las personas mayores, con toque más o menos, quedaron todas complacidas y se pasó a colocar las figuras.

    ¡Dios, y cuántas eran ellas! Los Reyes Magos: el Caballero, el Indio y el Negro, ataviados con sus ricos mantos de púrpura recamada de oro, montados sobre sus camellos y seguidos de vasallos subían majestuosamente las gradas para adorar al Niño. Varios pastores se habían encaramado hasta el Portal y ofrecían de rodillas cestas cargadas de fruta. Los músicos de piedra de Huaman-ga tocaban una sinfonía a toda orquesta en la más alta de las gradas. Un arroyuelo, hecho de espejillos, corrían por entre el musgo, y nadaban en él peces dorados y patos de variadas clases, mientras que las vacas y los corderos abrevaban en su orilla.

    Dos viejos cabezudos, hombre y mujer, con caras grotescas y rojas como tomates, daban sendas cabezadas, de adelante para atrás el viejo y para ambos lados la vieja. La lavandera estrujaba la ropa en la batea, el zapatero clavaba las estaquillas, tomaba el sastre la medida a un señorito, sudaba el herrero junto a la fragua, le daba al serrucho el carpintero y todos los oficios veíanse muy al vivo representados. En la grada del centro, estaba el Paraíso, jardín delicioso en el que discurrían amigablemente animales de toda especie, desde el temeroso león hasta el manso corderillo, en tanto que nuestros Primeros Padres con el consabido traje de las hojas de la higuera, holgábanse al pie del manzano que ocultaba entre sus ramas a la maliciosa serpiente. Camino del Paraíso, cruzaba elevado puente un ferrocarril seguido de cinco vagones con la mar de pasajeros que sacaban la cabeza por las ventanillas intrigados seguramente por informarse de lo que pasaba en el Paraíso. 

    Lucia en un extremo, lujoso salón, estilo Luis XV, en el cual formaban círculo aristocrático elegantes damas de pasta y de porcelana en trajo de gran toilette, que departían decorosamente con muy bien puestos galanes. Aquí y allá verdeaban hermosamente los trigos; los ramos de flores daban color y alegría al conjunto y no faltaban los candelabros de plata sosteniendo bujías rosadas y azules que, a guisa de candileja, ostentaban papeles rizados de variados -colores. No es cosa do describir todas las maravillas que allí se veían. Quédense en el tintero toreros y parlanchines, bronquistas y caballeros medievales, gigantes y cabezudos, con más la caterva de pastores de todas las épocas y animales de todos los climas que convertían el altar en el más ameno y simbólico anacronismo que imaginarse puede.

    Grande gusto recibían todos los presentes contemplando como embobados el vistoso artificio; pero en esto la señora acertó a preguntar por la lechera, pequeña figurilla de porcelana de lo más fino, a la que todos tenían singular aprecio. Según se supo, iba la tal montada en un pollino y llevaba en las alforjas hasta cuatro cantarillas. Pusiéronse todos a buscarla, y como no la hallasen, fue grande la confusión. Quién, decía que la habían visto junto a los Beyes, quién, que estuvo metida entre los músicos; pero mayores fueron los testigos que afirmaban haber visto a la susodicha en la primera de las gradas, cerca del sitio donde estuvo parado el Tanca. Bastó tal afirmación para que se dedujera el hurto como cosa evidente y multitud de manos se metieron en los bolsillos del presunto reo, que, todo atemorizado, no se atrevía a protestar de su inocencia. 


    La pesquisa resultó inútil; pero el ama de llaves, afirmando que el chico era aficionado a alzar, insistió en la acusación y seguida de la servidumbre y de los niños, se fué al tugurio donde el Tanca dormía para rebuscar los guiñapos que le servían de cama. No sin disgusto de doña Casilda, no estaba allí la lechera. Pensóse entonces en que podía haberla ocultado en la huerta. Allá se fueron todos y anduvieron buscando en matas y escondrijos por más de un cuarto de hora; pero nada; la bendita lechera se había hecho noche. Con esto, en vez de calmarse, se indignaba más el ama de llaves como si le doliese que el chico fuese a resultar inocente. 

    Lo que es ella no se convencía: el Tanca y sólo el Tanca era el culpable... ¡No podía ser otro!; y ante esta razón tan concluyente, la insigne criminalista descolgó el látigo para obligar al pillastre a confesar su delito. La niña Consuelo atrevióse entonces a defenderlo tímidamente con ingenuas razones; pero protestaron todos de tal suerte, que ella, que era de natural apocada y medrocilla, no se atrevió a insistir y miró al chico con tanta pena, que el infeliz, a pesar de su congoja, le devolvió la mirada con doblada ternura. No esperó, pues, más pruebas doña Casilda; cogió por el cogote al acusado, que temblaba como un pájaro asido entre las manos, lo sacó a tirones de la sala, y en el patio, para obligarlo a confesar, sonaron los primeros azotes alternados con lamentos y gritos.

    A la bulla, la señora, que no gustaba de escándalos, se dejó decir que lo mejor era echarle; que se fuese como había venido; y salió al patio para dar sus órdenes. La inflexible ama de llaves,. después de oírlas, menudeó todavía algunos golpes. “Que lleve éste más—decía—para que escarmiente”; y rezongando denuestos, cogió al muchacho por un brazo, lo llevó arrastrando hasta su tugurio, hízole hacer un lío con sus miserables ropas y lo sacaba ya a toda prisa cuando la niña Consuelo le dió alcance en el zaguán. Venía azorada como si fuese a cometer una mala acción y, precipitadamente, temiendo ser vista, le abrió la mano al infeliz, le metió en ella una monedita y sólo acertó a acariciarle la mejilla diciéndole por lo bajo: “No llores, pobre Tanquita.”

    Escandalizóse doña Casilda de ver que así se premiase a semejante granuja, rióse después descaradamente del buen corazón de la señorita y llevando a rastras al chico hasta la puerta de calle, lo echó con un empellón y, puesta en jarras, le escupió todavía una buena rociada de injurias.

    La buena niña Consuelo, arrimada al muro del zaguán, sintió que se le humedecían los ojos, cogió la punta del delantal, se la llevó a los labios, murmuró algo entre dientes y mirando sin ver, quedóse pensativa...

    IV

    Sólo en el mundo encontróse el pobre Tanca en aquella caída de tarde del mes de Diciembre. Habíase puesto el sol, y el crepúsculo, en una irradiación de incendio, bañaba la blanca ciudad con tintes rosas. Estaba encendida ya la luz eléctrica y notábase en las calles inusitado movimiento. La vieja ciudad adusta, que tiene de ordinario fisonomía conventual y malhumorada, se animaba con la alegría de la próxima Noche-buena.

    Con la cara manchada por las lágrimas, el pobre Tanca iba inconscientemente de una calle para otra pensando en sus cosas. Lo que más lo apesadumbraba era la afrenta; que lo supusiesen ladrón cuando ni siquiera había visto la famosa lechera... Y luego, qué diría la niña Consuelo!... De ella sobre todo tenía vergüenza como si en realidad hubiese cometido el hurto... Pensaba después en su desamparo; miraba a todas las casas y se le antojaba que todas le miraban también a él con saña, como diciéndole:  ¡No; aquí no entrarás, pillo!... ¡Tú no puedes tener casa; tú eres de las calles!”... Ofrecerse otra vez... eso ni pensarlo!... Tomarían informes, y al saber que lo habían echado por ladrón, nadie lo admitiría... Era tanta su angustia, que, de rato en rato, se le llenaban los ojos de lágrimas y de buena gana se hubiera sentado en una esquina y se hubiera puesto a llorar con toda su alma... Pero seguía andando, en un vagar inconsciente, con un peso muy grande en el pecho, como si una mano se le hubiese metido dentro y le oprimiera fuertemente el corazón... Se acordó después de la casa, de la que él llamaba su casa; pensó en que ya habrían acabado de comer y estarían encendiendo el Nacimiento que tan caro le costaba... 

    Acordóse del Ccoro; quiso ir a buscarlo, pero le dió vergüenza... ¡Qué le diría !... Recordó luego que era la Nochebuena, esa noche que él había aguardado con tanta ansia, y de nuevo se le nublaron los ojos... Después no pensó ya en nada... sólo que tenía pena, mucha pena e iba tan distraído, que hubo de atrofiarlo un auto, al extremo de que el chauffer, encolerizado, le descargó una buena rociada de injurias y si no escapa pronto, lo hace llevar a la prevención.

    La noche había entrado desde hacía mucho rato, y el Tanca, sintiendo profundo cansancio, fué a sentarse en el batiente de una tienda cerrada. Después de un rato, su estómago vacío le advirtió que no había comido desde por la mañana, y se acordó entonces de que la buena niña Consuelo le había regalado un real, vió una pulpería abierta, fuése a ella y compró un cuartillo de pan y otro do chancaca. De seguida, volvió a sentarse en el batiente y púsose a comer su colación, guardándose las sobras en el bolsillo de la blusa... El tiempo pasaba... Ya los transeúntes eran escasos y empezó a sentir miedo, sobre todo del cachaco cuya silueta encapotada aparecía en la esquina como un fantasma. 

    Acurrucóse lo mejor que pudo, con las manos metidas en los sobacos, la cabeza entre los hombros, hecho un ovillo... Poco a poco, un sueño pesado y triste fué invadiéndolo y acabó por quedarse dormido... Pasarían dos horas y lo despertó sobresaltado un gran trajín de gente. Necesitó reflexionar un rato para darse cuenta de cómo y por qué estaba en ese lugar; recordó que en la casa habían dicho que esa noche había misa, la misa del gallo, y entonces se hizo cargo de que a ella irían todas aquellas gentes... Se restregó los ojos y acabó por decidirse a ir también a misa y se puso en marcha entre los grupos de transeúntes que iban a prisa y conversando animadamente.

    Hacía una noche tranquila y hermosa. En el cielo do azul plateado, la luna, como una reina, presidía la inmensa corte de las estrellas. Algunas nubes perezosas habían ido a tenderse sobre los cerros y aparecían blancas, con sus trajes de gasa iluminados por la luna. Las campanas de todas las iglesias echaban al aire la gama de sus repiques, como inmenso canto de pájaros en la noche tranquila.

    Cuando el Tanca llegó a la iglesia, que era la de la Merced, se quedó deslumbrado y se olvidó por un momento de todas sus cuitas. ¡Dios y cuánta luz y qué hermoso era aquello!... Millares de arañas, que pendían (le la bóveda central y de los arcos de las naves, sostenían innumerables bujías; en el altar mayor veíanse tantos cirios, que el tabernáculo aparecía deslumbrante como una ascua; y hacia el costado estaba el trono, una cueva grande que parecía de verdad y en ella el establo con San José, la Virgen, los pastores, la vaca y el burro. 

    Hacía arriba, coronando la cueva, una nube llena de ángeles y de estrellas; en lo más alto, el Padre Eterno, un Señor de barbas blancas que imponía respeto de sólo mirarlo; y a sus pies, con las alas abiertas, echando por el pico la mar de hilos dorados, una paloma, de la cual recordaba el Tanca haber oído decir que era el Espíritu Santo. En los extremos, dos ángeles inclinados sobre el establo, en actitud reverente, sostenían una cinta con un letrero, el mismo probablemente que el Tanca había visto ya en la casa y en el que, a su juicio, estaría la explicación de todo aquello. ¡Lástima de no saber leer!

    Cuanto al concurso, era tan grande que salía hasta media calle. Veíase como una gran ola de cabezas humanas vivamente iluminadas y un rumor de colmena intranquila llenada las naves del templo. El Tanca, zambullendo entre la multitud, se abría paso, soportando protestas, codazos y reprimiendas, y consiguió, al fín, meterse en un confésionario que quedaba al frente del trono, desde donde podía ver a sus anchas toda la fiesta.

    De pronto, dominando el murmullo del concurso, sonaron las notas graves del órgano, y la comunidad, con sus hábitos blancos, llevando ceras encendidas, salió de una puerta lateral y atravesó el templo. Uno de los padres, que al Tanca se le imaginó que sería el de más mando, iba en el centro v llevaba entre sus brazos, agasajándolo con la mayor reverencia, al Niño Jesús que acababa de nacer, mientras que las gentes atumultadas, estirando el cuello, trataban de mirarlo. Llegó al altar la comunidad, subióse a él, el pudre que llevaba al Niño y depositólo junto a su madre vestida de blanco y cuyo semblante parecía iluminado de santa alegría. ¡Qué hermoso era el Niño! Medio reclinado sobre las humildes pajas, sonreía a la multitud tendiendo hacia ella sus bracitos desnudos como si quisiese saltar de júbilo, en tanto que todas las miradas se volvían a él acariciándole con infinita ternura.

    El Tanca estaba poseído de éxtasis y todo lo veía sin darse cuenta. Acaso si pensaba que aquel Niño era de verdad, que Jesús, quien él conocía por intuición más que por referencias, estaba allí realmente y que acababa de nacer en aquella noche de gloria. De nuevo las lágrimas, ahora inmensamente tiernas, llenaron sus ojos como oración inconsciente de un corazón de niño abandonado y huérfano al otro Niño, al del Portal, al que débil y humilde entre los humildes, temblaba de frío en la helada noche de Belén.





    Siguió la misa de gran ceremonial. El celebrante y los diáconos con casullas blancas, bordadas de oro, iban y venían delante del altar entonando diversos cantos, y a ambos lados asistían los acólitos, cuatro con los ciriales y dos con los incensarios.

    El Tanca seguía con la mayor atención la ceremonia, pero poco a poco se fué quedando dormido después de dar muchas ca bezudas. La campanilla de la elevación lo despertó súbitamente y quedóse deslumbrado con la magnificencia del templo, las armonías del órgano y la multitud prosternada, inclinándose como si un viento de piedad pasara sobre ella, mientras que la nube del incienso subía en ligera espiral de adoración y el sacerdote levantaba en alto la Forma Blanca, misteriosa, divina, el Cuerpo de Cristo que producía en los fieles una explosión de fervor inexplicable. El muchacho miró de frente la Hostia y pensó «pie era Nuestro Amo... ¿Pero qué querría decir aquello?... .Se acordó de que se llamaba también el Santísimo Sacramento... Nada, que tampoco lo entendía... Se quedó de nuevo pensativo y volvió a dormirse.


    Esta vez el sopor fué más profundo y  soñó una porción de disparates,  veía a la señora, su patrona, pero la veía con la  cara de la serpiente del Paraíso , resultando que él era Adán y que tenía mucho  frió a causa de encontrarse  desnudo. En seguida, soñaba que iba cabalgando a la  grupa del Rey Caballero, a todo  galope por  el filo de unos precipicios tan profundos que ponían la carne de gallina…. De pronto se encontró nada menos que en las nubes, hablando con la mayor familiaridad con el propio Padre Eterno, que le enseñaba a leer en el letrero aquel que tanto lo había intrigado; pero ni por esas : las letras le  bailaban  delante de los ojos, le hacían gestos, se salían de la cinta cogidas de las manos ( porque tenían manos) se ponían a jugar a Don Juan de las Candelillas… Escapóse de ahí en uno de los saltos misteriosos del soñar y fue a caer  en su casa, encontrándose de manos a boca con doña Casilda que se había convertido en la propia vaca del Nacimiento, la cual bajándose del lado del Niño  la emprendía a topetones con él , con el pobre Tanca. 

    Tan grande fue el susto que despertó  con pesadilla y mucho sobresalto , el cual convirtióse en pánico al abrir los ojos y no reconocer el lugar donde se encontraba . Empapado de sudor , todo angustiado, hizo al fin memoria y vino a caer en cuanta de que estaba en la iglesia, sólo con las puertas cerradas, sin tener a quién acudir. La inmensa cavidad estaba sumida en sepulcral silencio y la lámpara del Santísimo oscilaba como una pupila mortecina que pestañase.

    A su escaso resplandor esfumábanse  las columnas y las imágenes borrosas en el fondo de los retablos y sólo aquí y allá resplandecían débilmente los dorados de los capiteles . Por una claraboya entraba la luna, que parecía asomarse para mirar calladamente  lo que en el templo pasaba . Pero lo que más pavor ponía en el ánimo del muchacho , era el silencio , un silencio de sepulcro que llenaba aquella cavidad inmensa y difusa.


    Pasados algunos instantes , se atrevió el infeliz a moverse pero el crujir de las tablas del confesionario le pareció un tremendo ruido y se quedó de nuevo quieto, sin aliento. Pensó entonces - emprender la carrera de golpe, llegar a la puerta y allí gritar con todas sus fuerzas hasta que le abriesen; pero al volverse para poner en práctica su idea, vio que en el trono había una cosa que resplandecía de modo deslumbrante.... ¡No, no había visto él nunca una luz como aquélla !... Ni al sol del mediodía podía ser comparada, según era su brillantez y hermosura... Grande era la sorpresa del muchacho, pero por más que trataba de distinguir, no veía sino la claridad maravillosa que lo tenía suspenso. 

    Poco a poco, en medio de tan vivo resplandor, apareció primero una cabeza de niño, después los bracitos extendidos y por último, el cuerpo todo... ¡Sí; no cabía duda: era El, el Niño Jesús, el del trono!... No fué esto lo más sorprendente, sino que el muchacho notó que el Niño Jesús lo miraba y—¡cosa increíble !—se sonreía con él. De seguida, el Divino Infante empezó a abrir y a cerrar la diestra manecita como si lo llamase. 

    El Tanca, todo sobresaltado, volvióse pensando que la llamada sería a otro, y como a nadie viese, creció más su sorpresa... Nada, que la llamada iba can él; bien claro lo decía el Niño dando cabezadas y agitando la manecita incesantemente... Por último, entré sudores y congojas, el Tanca, más con el pensamiento que con los labios, se atrevió a preguntar: —'“¿Es a mí?”—“¡Sil”—contestó el Niño con la cabeza sonriendo con la mayor confianza. Comenzó entonces el muchacho a acercarse, vacilante, con pasos. inciertos, queriendo retroceder a cada momento, tal era su asombro, pero avanzando siempre bajo la sugestión de la manita que le llamaba... Al llegar al pie del altar, sacudiólo extraño temblor y un sudor copioso y frío bañaba su frente. 

    Detúvose y se apoyó en la grada para no caer... El resplandor que circundaba al Niño, con ser tan intenso, no le cegaba ya y podía contemplarlo con goce Indecible mezclado de estupor... El Niño Insistía en llamarlo para que subiese... El Tanca no se atrevía a tanto, pero las cabezadas del Pequeño eran tan imperativas, que volvió a preguntar: —“¿Subo?” —‘‘¡Si !”—decía el Niño con la manecita y con la cabeza, entre enfadado y risueño. Cobró valor el Gorrión, y de un salto, se puso en la primera grada. Lo más curioso era que, ante suceso tan nunca visto, no era miedo lo que tenía, sino una mezcla tan rara de estupor y de júbilo, que le hacía latir el corazón como si fuera a escapársele del pecho. 

    Trepidó de nuevo y de nuevo el Niño volvió a insistir en su llamada... Sin reparar en que derribaba candeleros y macetas de flores, puso el pie en la segunda grada... Ya sólo faltaban tres... Temblaba como un azogado, una especie do vértigo le hacía dar vueltas la cabeza y el golpe del corazón quería ahogarlo... Miró al Niño ya de frente, y en un arranque súbito. de un salto, lanzando un grito de alegría inmensa, escaló las últimas gradas y fué a caer rendido a los pies del Niño, ocultando la cabeza entre las pajas del establo... Sintió entonces que el Pequeñuelo le pasaba la mano por la cara, acariciándolo dulcemente, y un inmenso sollozo, el primer sollozo de ternura por la primera caricia, se escapó de sus labios que besaban inconscientes, calmadamente, la mano misericordiosa del Dios- Niño... Le pareció después sentir un extraño batir de alas, como si multitud de pájaros volasen en torno suyo, luego una música divina que venía desde lejos, desde muy lejos y por fin. un desvanecimiento incomparable, dulcísimo, hasta quedarse dormido con el más hermoso de los sueños.

    V

    A la madrugada del día siguiente, el lego sacristán se presentó al comendador en la mayor confusión para darle la noticia de que en el trono del Nacimiento, a los pies del Niño, había un muchacho que. al parecer, estaba dormido o quizás muerto. Concurrieron varios padres y allá se fueron todos. En efecto, tendido sobre las gradas del altar, con la cabeza reposando sobre el propio lecho del Niño Jesús, yacía un muchacho harapiento en actitud de tranquilo abandono. Grande fué la alarma de la comunidad. Movieron al muchacho varias veces mandándole que se levantara, pero no respondía; uno que algo entendía de cosas de medicina, encaramado en las gradas, le tomó el pulso y dijo que estaba muerto. Entre cuatro novicios lo bajaron, y no había duda: el pobre cuerpecillo estaba ya rígido.

    Con esto, empezaron a llegar viejas y beatas madrugadoras, se fué aglomerando la gente y se alborotó el cotarro hasta dejarlo de sobra, ¡Era como visto que el muy sacrílego había entrado en el templo y escalado el trono con el propósito de robar las perlas del collar del Niño !— “¡Es cosa del Enemigo !”’—afirmaban las mujerucas haciéndose cruces; gesticulaban los hombres con manifiesta indignación, y entre comentarios y aspavientos, se oía decir por todas partes: —“¡Castigo patente!” 

    Sólo un fraile anciano, que era tenido en poco por ser lo que se llama un bendito, viendo la angelical sonrisa que parecía esfumarse en los labios del Tanca, se dejó decir que no había tal robo, que el pilluelo, de serafín y no de otra cosa tenía el semblante . Sin acordarse de que estaban en la iglesia, riéronse todos la inocentada de fray Simplicio, que , sin ofenderse, se puso a enmendar el alma del muertecito rezando entre dientes un laudete.

    Pasada la natural sorpresa, volvíanse las gentes al Niño Jesús haciendo fervorosas exclamaciones de desagravio; y _ ¡cosa extraña !  _ parecía que la sonrisa del  Niño , con ser tan hermosa y tan tierna , tuviese no sabe que expresión de ironía.

    J.M. POLAR.
    Ilustraciones de Raúl Vizcarra.



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    Juan Manuel Polar Vargas  (* Arequipa ,22 de febrero de 1868 -  † Arequipa, 22 de marzo de 1936). Escritor y maestro.


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    Fuente
    • Revista Variedades, 28 enero de 1922. Lima.