Índice



    Enrique Portugal fue un escritor, poeta músico y periodista . Nació en Arequipa el 1ro de junio de  1908 en la calle del Rosario n° 120, hoy Calle  General Morán, conocido  por ser quién diese letra a la marinera Montonero Arequipeño, para 1949, ya se encontraba trabajando en Buenos Aires, dentro de su basta producción de artículos en distintos e importantes diarios porteños, publicó también novelas y cuentos, uno de ellos lo transcribimos de la antigua Revista El Independiente , Año 2,  diciembre de 1976. N° 2.

    ***********


    ************

    Sobre un Mismo y Gran Charco de Sangre. 


    Protagonistas fueron el cohetero Natalio Fuentes y el remendón Anselmo Sánchez, dos recios mozos de la barriada de San Lázaro. El encuentro fue sin más testigos que mis desorbitados ojos de chiquilín manifiestamente impresionable .

    Queda dicho que fue en el callejón del Violín, una madrugada del Domingo de Ramos.

    La bella y jovial Rosita, la costurera de mi madre, habíale dicho la víspera;

    —Si quiere usted entrenar su vestido el Domingo de Ramos, mándelo a recoger a mi casa, a eso de las once de la noche, pues recién para esa hora creo que lo habré terminado.

    Como entre mis numerosos hermanos gozaba yo de cierta fama de “chico guapo”, no sólo porque una vez le di un par de bofetadas a un grandulón que nos molestaba, sino porque generalmente me acostaba mucho más tarde que todos ellos, fui yo precisamente el candidato que eligió mi madre para que recogiese el traje. Nosotros vivíamos en Palacio Viejo, a unas diez cuadras de la casa de Rosita, que quedaba en el callejón del Violín.

    Previo un larguísimo rosario de recomendaciones, y un excelente tazón de chocolate con abundantes y exquisitos maicillos de La Lucha, salí de Palacio Viejo a eso de las once menos diez.

    —Anda con Dios, hijo; abrígate bien, ten cuidado con los borrachos y los perros, no te acerques a las gentes que pudieran saltearte el vestido, camina por la calle Jerusalén, que Rosita te acompañe de regreso unas cuadras, no te resfríes, vuelve pronto, si ves a alguien que te sigue busca a algún guardia.

    Díjome esto, y media hora más de retahilas, que me hicieran olvidar en un santiamén todo el largo sermón de recomendaciones.

    * * *

    Llegue a casa de Rosita más contentó que un albaricoque, y mucho me  alegré que aún le quedase un par de horas para terminarlo, pues en veris: agradaba contemplar a Rosita y escuchar su bien timbrada voz de ángel Años más tarde recién supe que todo aquello que yo sentía por Rosita, se llamaba nada menos que Amor... adelantado. ¡Estaba pues enamorado de Rosita , y lo curioso era que ni ella ni tampoco lo sabía!.

    El caso es que las dos horas en casa de Rosita transcurrieron como en un sueño. Rosita me obsequió la fresca sonrisa de sus labios, la miel de su mirada y mil musicales preguntas acerca de no sé qué cosas. Sólo recuerdo perfectamente que, en un momento de audacia, rocé con mis dedos el dorso de su suave mano, al recibirle una de las varias tazas de té con que me convidó aquella noche.

    —Quisiera estar siempre aquí, Rosita —murmuré a tiempo que nuestras pieles rosaron suavemente—; quedarme aquí para contemplarla siempre.

    Y me ruboricé hasta ponerme del color de la cereza.

    Rosita rió a carcajadas, me dio un largo y apretado beso en la mejilla, y a eso de la una de la madrugada me dijo, dando al vestido la última planchada .

    —Aquí tienes el traje; ha quedado a las mil maravillas. Únicamente lo siento por lo avanzado de la hora en que te vas. Dispensa que no te acompañe, porque estoy verdaderamente rendida. Ten cuidado con los borrachos; si ves algo raro, regresa pronto, que yo te acompañaré .

    —De ninguna manera permitiré tal cosa —respondí entre tímido y audaz. Lamento que haya terminado su labor, pues de lo contrario aún me hubiese usted hecho el regalo de dejarse contemplar conmigo mientras trabajaba.

    Volvió a reír, me dio otro beso, me entregó el cuidadoso paquete y finalmente me alumbró a través del ancho patio, hasta que hube llegado a la vieja puerta de la calle.


    * * *

    ¡Qué solitario y frío estaba el callejón con nombre de poético instrumento! Ni un alma en pena, ni un fantasma, ni un perro vagabundo... ni siquiera un borracho rezagado.

    Salí a medio callejón, me repuse del golpe de intenso frío, y comencé a ca-minar hacia arriba, para encontrar la calle Jerusalén.

    No había andado unos cinco metros, cuando aparecieron dos hombres jóvenes, que evidentemente venían de la plazuela próxima, donde habían estado discutiendo por no sé qué cosas de mujeres.

    Por sus airados gestos, y principal-mente por las posiciones de lucha que adoptaron, me di cuenta que iban a pelear a cuchillo limpio, sin más testigos que mis desorbitados ojos.

    —¡Aquí! —dijo secamente el más alto, a tiempo que sacó un pequeño y afilado cuchillo con mango de madera.

    —¡Uno de los dos se quedará con la Adela! —respondió el otro. Y dicho esto, comenzaron a moverse con fintas de cauteloso estudio.


    * * *

    A todo esto, había quedado yo como petrificado, silencioso, pegado a la pared como una lapa, y con el envoltorio arrollado a mis manos, a manera de manguillo.

    Los dos mozos peleaban exactamente como si fuesen gallos de riña. Se erguían, se agachaban, se acercaban a media distancia, se alejaban prestos a la más leve insinuación de amago. ¡Qué bello y a la vez que horroroso espectáculo!

    De pronto, el más delgado dio un felino salto, aprovechando una leve indecisión del contrincante, y ¡zas! tiró el tajo, que a poco bañó en sangre todo el antebrazo del más alto. Este acusó ligeramente el dolor, pero se repuso al instante. Se limpió la sangre con la mano izquierda, sin quitar el ojo del adversario, y contraatacó furiosamente. Evidentemente, la sangre lo había enardecido.

    Pero al retroceder presto y nervioso el atacado, tropezó en el desigual empedrado del mal iluminado callejón, y cayó de espaldas.

    Entonces la tensión de mis nervios no pudo más al ver tan desventajada postura, y de mis labios salió un tremendo grito.

    Ambos dejaron de pelear por unos instantes, ante la presencia de mis ocho intrusos años, y el herido, mientras pasaba su mano izquierda por el antebrazo tinto en sangre, díjome como al desgaire:

    —¡No te asustes, calita! que no soy tan cobarde para aprovecharme cuando está caído...

    El otro, levantándose pausadamente, me dijo despectivamente:

    —¿De dónde has salido y qué haces aquí? Véte, que éstas no son cosas que deben ver las criaturas.
    Y como si nada hubiese ocurrido, volvieron a tomar felinas posiciones.


    * * *

    No sé en verdad cuanto tiempo estuvieron aleteando los espolones de sus filosos cuchillitos, pues a medida que los cuerpos se llenaban de tajos y la sangre empapaba sus ropas, mis desorbitados ojos perdían la sucesión de rápidas como espeluznantes escenas, donde los vientres y los pechos ya estaban materialmente cosidos a puñaladas.


    *************


    De pronto, en mitad del estrecho callejón —que se me imaginó un larguísimo ataúd—, los dos hombres, casi juntos cabeza con cabeza pero aún en pie, entraban y sacaban sus armas de los vientres como si jugasen a quien acertaba más, hasta que comenzaron a doblegarse, lentamente, como dos gallos ciegos y maltrechos. Aflojaron las piernas, abrieron las manos para dejar caer por impotencia los cuchillos, y finalmente se derrumbaron uno tras el otro. Ya en el suelo, los vientres se vaciaron con ruido de frangollo de picantería.

    La sangre comenzaba a formar un lago.

    El más delgado, sobre el sanguinolento pecho, y el otro recostado sobre el brazo menos apuñalado, se dirigieron una casi mirada de reproche. Era el adiós.

    —¡Pobre la Adela; ahora se quedará sola! —pensé medio muerto de frío y de emoción.


    * * *

    Mi corazón pujaba por salir. No sé qué lejano ruido me hizo concebir ingenuamente que, a falta de propia confesión de los protagonistas, la policía podría achacarme a mí de “ambos crímenes”. ¡Qué horror! Se me agolpó la sangre a las sienes. ¡Tan luego yo, culpable de tamaño delito! No esperé más, porque creí oír pasos. El mismo miedo me hizo accionar con audacia de tímido. Me acerqué a ambos cadáveres. No se divisaba facción alguna, pues ambos estaban prácticamente envueltos por cuajarones de sangre rutilante.

    Los cuchillos inocentemente separados, yacían fuera de las manos homicidas. Los alcé, miré hacia uno y otro lado del callejón, cogí el paquete con el vestido que había dejado junto a la pared, y corrí en dirección al cequión de arriba, aquel que servía de surtidor a la chichería “La buena jora”. Una vez allí, los arrojé con asco y violencia,

    Lavándome luego repetidamente ambas manos. ¡Cómo me palpitaba el corazón! El amarillento y mortecino foco suspendido del angosto poste de madera me parecía el fiscal que me acusaba de ambos “crímenes”.

    Tomé nuevamente el paquete, y llorando nerviosamente me encaminé hacia Jerusalén.

    Mi madre, parada a la puerta de nuestra casa de Palacio Viejo, me aguardaba con impaciencia de angustiada.

    —Pobre mi hijito —me dijo dándome un beso—-, te has portado bien. Llegas muerto de frío y con una cara que parece hecha de cera...

    Aquella madrugada no pude conciliar el sueño. Pero me quedaba el gran consuelo de que nadie podría “delatarme”.

    Cuando mi madre húbose ido a misa, a las 8 en punto, me anime a salir hasta la peluquería “El Inca”, instalada al lado de mi casa. Naturalmente, como en todo pueblo chico, la noticia había ya circulado muchas veces por la aldea entera, pero agrandada, deformada, con más víctimas y salpicada con las más ridículas hipótesis acerca de los personajes y el móvil de los “criminales”. Y hasta no faltó comadre que asegurara haber presenciado el espantoso asalto y comunicado a la policía la filiación de los forajidos, que según ella “eran tres emponchados”, al parecer yanahuarinos.

    Enterada mi madre, a su retorno de la iglesia me preguntó muy asustada si yo no había oído o visto algo raro la noche del suceso, respondiéndole muy fríamente:

    —No vi nada, no oí nada, no sé nada; el hecho ocurriría después que salí con tu vestido de la casa de Rosita.

    Cuánto hube de esperar hasta el siguiente día los diarios, uno de los cuales decía, luego de consignar extensamente la truculenta noticia: “La policía busca afanosamente a los tres asesinos del cohetero Natalio Fuentes y del zapatero remendón Anselmo Sánchez, los infortunados trabajadores que quedaron tendidos sobre un mismo y gran charco de sangre, a mitad del callejón del Violín”.

    Sobre un mismo y gran charco de común sangre... me golpeaba una voz en mi cerebro.

    Recién entonces me di cuenta que. efectivamente, no era yo el feroz “asesino”.

    Buenos Aires, Mayo de 1949.


    Fuente:
    • Revista El Independiente , Año 2,  diciembre de 1976. N° 2.
    • Fotografía de Portada,  Vista del Barrio de  San Lázaro -  Arequipa por los años 40.