Elogio de Arequipa (JLBR) 1941
Introducción
Arequipa ha tenido muchísimos hijos ilustres entre ellos el doctor José Luis Bustamante y Rivero, Presidente de la República del Perú (1945-1948), antes de ello de 1939 a 1940 fue acreditado como ministro plenipotenciario en Bolivia (1934-38) y luego en Uruguay (1939-42), regresando a Bolivia como embajador (1942-45). En el ínterin, fue acreditado ante el Segundo Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado de Montevideo (1939-40).
Durante su estadía en Montevideo Bustamante y Rivero publicó, en 1941, Una Visión del Perú, posteriormente reeditada en 1960 y en 1973. Con los sentimientos de añoranza a su terruño en el mismo año de 1941 escribió su Evocación, Carácter y Elogio de Arequipa, verdadero ensayo lírico dedicado a su ciudad natal con motivo de la celebración del cuarto centenario de su fundación española en 1940 , el cuál pasamos a transcribir conservando la ortografía de la época. Más datos biográficos aquí: https://arequipatradicional2.blogspot.com/2021/01/jose-luis-bustamante-y-rivero.html
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Elogio de Arequipa
I
Arequipa es la ciudad de las trilogías. Tres épocas, tres razas i tres sucesivas fundaciones imprimieron en ella sus signos tutelares. En el paisaje, como genios místicos, atalayan su valle tres volcanes. I en las gentes, coraje, llaneza i fe forman la trilogía de las almas.
Si se quiere atisbar en la primera época del pasado arequipeño, fuerza es desandar siglos i salirse de los dominios precisos de la historia para hurgar en la nebulosa de los milenios i de la conjetura. Tribus collas de las riberas del Titicaca debieron de poblar el privilegiado paraje que, mirado desde el entonces recio imperio del Tiahuanaco, tenía su emplazamiento “al otro lado de los montes”, esto es, en la vertiente occidental de los Andes. “Arequipa”, en efecto, quiere decir en lengua aimará “detrás de las cumbres”, según la interpretación etimológica de Middendorf.
Qué fué i cómo vivió esa presunta Arequipa colla, resulta aventurado describirlo. Es, apenas, posible sospecharlo. Probablemente guerreros aborígenes que bajaron del altiplano a la costa fueron sus pobladores iniciales. Fuertes tipos aimaraes de tensa musculatura, líneas atléticas i anguloso perfil. Hacinamiento primitivo de chozas i rediles. Luengos años, tal vez, de paz bucólica. Un día, la furia de un terremoto i el bramar de un monte en llamas. Fuga. Silencio. Espuma gris de piedras calcinadas entre cactus erectos como esqueletos insepultos. I luego, nuevas sartas de centurias engarzadas en el hilo continuado del tiempo.
La segunda época tuvo su amanecer hace ocho siglos. Muchas lunas habían alumbrado la desierta comarca. Sofrenadas sus iras, el volcán señoreaba con ademán piadoso el ancho valle en quietud. Tímidamente, la tierra madre asomaba en el aire sus corolas silvestres, como anuncio florido de su fecunda gravidez. Sobre la antigua vega, viejas simientes olvidadas reverdecían el milagro de la quinua i el maizal. Tibio era el hálito del viento i diáfana la luz. I frente al calmo panorama, las pupilas del río, desde su cuenca de lava, reflejaban un cielo serenamente azul.
Mayta Ccapac, el Inca, reinaba por entonces en el Cuzco. Floreciente su imperio, quiere agrandarlo en extensión y en poderío. Tras afortunadas campañas con los collas, sus rivales de Tiahuanaco, cruza de largo a largo la meseta del Collao i domina sucesivamente otras poderosas tribus rehacías: allcas i huilillis, challhuancas i cuntisuyos, arunis i collaguas. Cumplida esa etapa de su empresa, busca descanso a la fatiga de sus hombres, se orienta hacia la costa i acampa en el valle risueño del Sur. El Misti es el centinela de este campamento indio; i en las aguas del Chili sacian los triunfadores sus resecas gargantas ávidas.
El paraje deslumbra a la gente. Grata es la perspectiva i el suelo generoso. Bajo el dombo siempre límpido del firmamento, diríase que luce más espléndida la divinidad del Sol. I los hombres de bronce piden a Mayta su venia para permanecer allí. Poetas sin saberlo, les seduce la idea de quedarse a vivir en medio de ese marco cautivante de belleza plástica. El Inca quechua accede; i su asentimiento se esculpe en una frase del dulce idioma nativo: “Ari, qque- pay”. “Está bien: quedáos”. Era el bautizo del nuevo pueblo.
Tal la leyenda de la fundación incaica de Arequipa, recogida por Calancha i Garcilaso. Puede o no ser exacta: la crítica histórica i la lingüística le han puesto sus reparos; pero el hecho es que esta versión etimológica del nombre de la ciudad es la que ha predominado en el consenso popular, seguramente por lo que hay en ella de naturalidad i de sugerente simbolismo. Ninguna otra traduce mejor la reacción de placidez que el paisaje arequipeño provoca en el espíritu.
Vuelto Mayta-Ccapac al Cuzco, cuida, según cuentan crónicas, de enviar a Arequipa tres mil familias escogidas preferentemente de entre las de los propios jefes i soldados expedicionarios, para poblar la comarca. Incorporada ésta a la provincia del Cuntisuyo, va creciendo en importancia. Un racimo de pueblecitos surge alrededor del núcleo inicial: La Chimba, Yanahuara, Caima, Chilina, Chihuata, Tincu (1), Tiahuaya (2), Socahuaya (3), Saracato (4); nombres todos cuya toponimia quechua se remonta a esta época. En las colinas aledañas, constrúyese las bellas andenerías de Paucarpata i Sahuantilla (5), que transforman las laderas en algo así como monumentales escalinatas de terrazas-jardines, donde prosperan cultivos i arboledas. I así se forja el agro arequipeño, que había de imprimir a la ciudad carácter i fisonomía perdurables.
Cuatrocientos años más tarde se abre la tercera época. Clareaba el siglo XVI. Hasta poco antes, la América India, con arrogancia de hembra fuerte, había vivido en un aislamiento soberano, dueña i señora de sus destinos. Era la tierra virgen. El rumor de dos mares arrullaba su siesta bajo la sombrilla verdeante de selvas que jamás nadie violó. Paseaba del uno al otro polo su desnuda y salvaje autonomía, ceñida por el candente cinturón del ecuador. Sus altas ceibas, de follaje ondulante, abanicaban la caliginosa caricia del Padre Sol. I como diosa de neptunianas mitologías, sofrenaba las iras del Atlántico con las riendas de plata de sus ríos, mientras lamían sus pies, mansas i susurrantes, las ondas del Mar del Sur.
Pero acababan de ocurrir sucesos de prodigio. Las naos de Colón habían roto la clausura magnífica del mundo americano i su estela rayaba todavía, como cicatriz de espuma, las ondas desfloradas del Caribe. Visible estaba aún sobre las arenas del Gallo la huella que traspusieron trece audaces varones, al conjuro de una tizona prócer; i Don Francisco de Pizarro organizaba en Lima para la Corona de España los nuevos Reinos del Perú. Conquistadores iberos trajinaban el suelo inerme, portando en el aspa de sus cruces i en la punta de sus lanzas ese complejo trágico i grandioso de fe, valor, crueldad i nobleza que se dijera el sino de su raza. I esparcidos por todo el ámbito del subyugado imperio indígena, compartían las faenas de la guerra con la fundación de pueblos, la evangelización de gentiles, la asignación de encomiendas, el reparto de las tierras i el laboreo de los campos.
Aldehuela fué Arequipa surgida de esta manera. Corría el año 1539 cuando los primeros españoles llegaron al valle i asentaron sus reales en medio del elemento aborigen. Los frailes dominicos Ulloa, Manso i Ojeda iniciaron de inmediato su obra de catequesis. La ermita de San Lázaro alzó su campanario sobre la improvisada ranchería del barrio del Matorral. I Comenzó, rudimentaria, la tarea organizadora de la administración civil.
Poco más tarde, los pobladores de la también naciente villa de Camaná, en la costa cercana, diezmados por la fiebre palúdica, dirigían * Pizarro una representación en la que solicitaban su traslado al saludable solar arequipeño, donde, según su decir, “en los diez meses que allí residieron muchos españoles, no murió ninguno, e indios mui pocos”. I el Capitán General, acogiendo esta súplica, ordenó al Teniente Gobernador don Garcí Manuel de Carbajal que levantara un plebiscito juramentado entre vecinos, religiosos i médicos que en Camama morasen; i si tal fuese su decisión, ejecutara el traslado i asentara la villa en el valle de Arequipa, en la parte del Collasuyo que mejor le Careciere. Hízolo así el comisionado; púsose en obra el voluntario i originalísimo éxodo del vecindario camanejo con sus bagajes, utensilios i ganados hacia la zona andina; i en llegando al pie del Misti, el “Muy Magnífico Señor” Don Garcí Manuel de Carbajal erigió solemnemente la desde entonces llamada “Villa Hermosa de la Asunción de Arequipa”, mediante bando i pregón que autorizó por acta el Escribano don Alonso de Luque. Era el 15 de agosto de 1540.
Fundación de Arequipa, hoy sabemos que el verdadero nombre del fundador fue García, Manuel de Carvajal.
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Desde un principio, Arequipa fué hogar i sede de
connotados vecinos españoles. Entre sus noventa i seis fundadores, hubo varios
que ya tenían o alcanzaron más
tarde figuración mui señalada: Don Juan de la Torre el Viejo, hidalgo extremeño
i Trece del Gallo; Francisco Rodríguez de Villafuerte i Cristóbal de Peralta,
también Treces del Gallo; el historiador don Pedro Pizarro, el Alcalde Alonso
de Luque i Vega, donante del terreno i del dinero con que fueron erigidos el
convento i el templo de San Agustín donde hoy funciona la Universidad; i Diego
Hernández de Cueva, que casó con la ñusta Beatriz Huayllas, hija del Inca
Huayna Ccapac. Había, además, entre ellos cinco licenciados, dos bachilleres,
dos notarios, tres capitanes, dos presbíteros i tres religiosos.
El núcleo hispano primitivo se acrecentó
rápidamente debido a las privilegiadas condiciones del clima, a la fecundidad
de las tierras i a la propicia situación geográfica del valle, emplazado a mitad del camino entre la costa i las sierras del Cuzco i del Alto
Perú, i mui adecuado, por lo mismo, para hacer de él un centro intermediario
del comercio de toda la región del Sur i un parador pintoresco i apacible para
soldados i mercaderes. Castellanos viejos, navarros, extremeños, vascos i unos
pocos andaluces se aposentaron en el bello remanso, “lugar de eterna primavera”
como lo llamó en una de sus obras Don Miguel de Cervantes. Alrededor de la
villa germinó una campiña primorosa, salpicada de caseríos blancos i trabajada
por hidalgos de exigua renta i de cristiano corazón. Multiplicáronse las
chacras y los huertos desde las alturas de Caima i La Chimba hasta las
praderas bajas del Egido i las andenerías de Paucarpata; i extendiendo más todavía
sus emprendedores afanes, llegó la acción del hombre ibero a los valles
vecinos: Vítor, Siguas i Majes pobláronse de frutales i sombrearon el rescoldo
de sus suelos hondos con ramadas de pámpanos y de racimos.
Elevada la villa al rango de ciudad por el
Emperador Carlos V el 22 de setiembre de 1541 i dotada de escudo de armas cuyos
blasones i divisa señaló el mismo monarca en la Real Cédula de 7 de octubre de
dicho año, mereció más tarde el título de “Muy Noble i Muy Leal”, conferido en
1575 por el Virrey Toledo a raíz de un valioso donativo de joyas hecho por las damas para la guerra contra el Turco, i confirmado por Felipe II en
1580; así como el dictado de “Fidelísima” dado por el Rey Don Carlos el 5 de
Diciembre de 1805. Estas señaladas mercedes, con la ampulosa expresividad de
la época, índice son del valimiento que alcanzó la ciudad ante la Corona; i
tienen su explicación en el hecho de que española era la mayoría de sus
pobladores. Sobre 23,900 habitantes que según don Hipólito Unánue llegó a
contar Arequipa en 1794, 15,700 eran hispanos, 1,500 indios i 6,700 mestizos.
Estas cifras, que demuestran a ojos vistas el predominio del elemento blanco en
la composición demográfica de la ciudad, revelan a la vez cómo los conquistadores
no esquivaron el contacto con la raza indígena ni mantuvieron respecto a ella
una jerárquica separación de castas, sino antes bien se mezclaron i
confundieron en buen número con los naturales, para dar nacimiento al
mestizaje mejor logrado del país, el más laborioso de la Colonia, el más
característico de la República i personificado en el tipo del criollo o “cholo”
arequipeño. En el decurso de los años, la proporción de indios fué
reduciéndose cada vez más, hasta el punto de ser totalmente absorbida por el fenómeno de mestización en
la ciudad i sus distritos próximos, manteniéndose únicamente el sello indígena
en los más alejados, como Quequeña, Pocsi i Yarabamba. Crisol fué, de esta manera, la Villa Hermosa en el que se
amalgamaron las virtudes i las fallas de los dos elementos raciales i en el
que se plasmó, por ende, el nuevo tipo humano que, a partir de la
independencia, había de dar carácter inconfundible a la personalidad
arequipeña.
El escudo de Arequipa que el doctor Gustavo Quintanilla Paulet encontrase en el archivo Ducal de Alba en España.
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Destacáronse desde entonces, como emergidas de este proceso evolutivo de la ciudad, las dos notas peculiares i permanentes de su fisonomía: agro i criollismo; el paisaje i la sangre; la vocación agrícola i un amable sentido patriarcal de la vida dentro de la armoniosa convivencia de blancos i mestizos. Como escenario, el campo fértil i jugoso, rico de sol i de colores; i como personajes, el patricio de abolengo hispano, austero, cordial i democrático, i el “cholo” semibronceado, generoso i ladino. Aquél, trasuntando en la llaneza del alma, más que en su historial heráldico, la ejecutoria de su hidalguía; éste, sintiéndose ligado a su patrón por esa suerte de respeto reverencial que engendra la autoridad ejercida paternalmente. Sin perder jerarquía el uno ni sufrir el otro desmedro, conviven ambos en el seno de la ancha naturaleza, libres de las barreras que levanta el ejercicio del mando o el pasado prejuicioso.
Comparte el señor con sus peones la vespertina faena de
la chacra gentilicia, tras los cuotidianos menesteres de la sala del Cabildo
o del estrado de la Audiencia; i comparte el chacarero, como un miembro de la
familia, las alegrías i los duelos de la casa del amo. En la hacienda del
valle, pasea el hacendado su prestancia entre viñedos i trigales, oteando la
vendimia o la cosecha; i a su vera, el mayordomo le cuenta con los dedos de la
mano la aritmética parda de las fanegas y de las botijas. En la casona aristocrática,
el patio presta gracioso albergue a las recuas de muías del arriero advenedizo;
un mismo pan moreno sacia las hambres del casero i del viajante; i el vino de
los mismos odres, liberalmente escanciado, refresca las gargantas de golilla i
las de pobre percal. Flujo y reflujos incesantes entre el patriciado i el pueblo, entre la urbe i la campiña; feliz consorcio
de rusticidad i señorío en un marco de modesta abundancia; singular laboratorio
de una sociedad variada pero coherente, que había de incubar el fermento de un
regionalismo apretado i heroico en las ulteriores jornadas republicanas.
Porque de allí nació, en efecto, la gesta épica de
Arequipa. En esa comunión espiritual entre el blanco i el cholo tienen su razón
de ser los grandes movimientos cívicos de aquella tierra. Durante la Colonia,
fué opaca su actuación i constreñida, porque el régimen absolutista de la
época no daba pábulo a las expansiones latentes de la personalidad. Pero desde
los albores de la emancipación, el espíritu adormecido del arequipeño parece
lanzarse, en algo así como un salto de felino, a la conquista de una nerviosa
trayectoria de empresas directivas, de idealismos desorbitados i de nobles
reivindicaciones. Quiere ser guía i conductor. Comienzan a actuar desde aquel
punto, aflorando a la conciencia, los dúplices estímulos del pasado ancestral.
En la actitud de la masa, ruda i fantasiosa a la vez, a la par irreflexiva i
grave, vislúmbrase la influencia de viejos rasgos heredados: individualismo,
inquietud y ensueño españoles; sobriedad, misticismo i tesón indígenas; i todo
ello embebido en esa especie de fuerza cósmica del amor al terruño, que exalta
el poder de defensa hasta el sacrificio i el orgullo personal hasta la
sublimación. Siempre la tierra i la raza, el agro i la sangre presidiendo el
destino del pueblo recién nacido a la libertad.
El caudillo es el brote espontáneo del sistema
local de convivencia. Los hombres que se sienten tocados de la vocación
política, sea por su actuación dentro del municipio, sea por sus arrestos
militares o simplemente porque su autoridad moral los impulsa a marcar rumbos
mejores al país, encuentran fáciles adeptos en los núcleos populares que les
son allegados. Arrastran detrás de sí, con una especie de fascinado fervor, a
cuantos han convivido a su vera en la llanura de la vida privada. Es el
patrón que se transforma en jefe, el regidor que preserva los fueros de la comunidad,
el hombre bueno que protesta contra el fraude de las libertades públicas, el
cristiano que defiende las creencias de la feligresía, el aristócrata que
utiliza en la trinchera las simpatías ganadas como calavera cordial. I va tras
ellos el cortejo ciudadano, fanático, encendido, sin análisis, seguro de que
“la causa” es buena porque son ellos quienes la abrazan o predican.
Así vive Arequipa durante todo un siglo su lírico
vértigo de revoluciones; i así se hace rectora, gobierno tras gobierno, de la
política nacional.
El “cholo” es el gallardo protagonista de esa leyenda brava. Bruna la tez, leal i franco el mirar, ágil el esguince, recio i templado el corazón. El son marcial de las campanas infunde en él un paroxismo extraño. Al toque de rebato, se crece i transfigura. No razona: adivina. No vacila: resuelve. Coge en vilo el fusil de su alcoba i sale, ciñéndose la cartuchera, a incorporarse al alzamiento. “¿Por quién?” es el grito luminoso de la cholada en armas. En medio de la calle está en su gloria: allí, entre salvas de disparos i fulgir de bayonetas, su gesto se hace radiante. No importa que no sepa quién es el adversario: sabe, i esto le basta, que a la cabeza del pelotón está el caudillo, su caudillo. Por él, la hacienda i la vida. I tras él va a la refriega, que cobra ante sus ojos un color de aventura. Su actividad se multiplica: cava reductos, levanta barricadas, domina campanarios, improvisa bastiones, sube colinas, desbarata emboscadas, urde estrategias, sofrena privaciones, vence el hambre i el frío i con el humo de la pólvora empenacha de blanco su cabeza de soldado civil.
Lado a lado con él, la mujer arequipeña sale a correr la misma suerte. Le estimula en el comicio i le acompaña en el vivac; en el parapeto venda sus heridas i alivia su sed en el combate. Un misticismo rabioso da valentía a su gesto, en defensa de su hombre y de su Dios; i, desde las techumbres, vuelca sobre el enemigo que amaga los hogares, raudales de agua hirviente i de chicha densa i humeante.
Anónima pintura sobre las revoluciones de Arequipa.
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Hay en esta epopeya de cien años un hombre
representativo: el Deán Valdivia. Sacerdote i guerrillero, apóstol i político,
catedrático i jurisconsulto, astuto i virtuoso, parece suma i compendio de
todas las posibilidades energéticas i espirituales de su pueblo. En él se
personifican i confunden el caudillo i el cholo: tiene de éste la sangre i de
aquél el instinto director. Como guía, traza el rumbo de las revueltas i es el
mentor de los comandos; como hijo de la gleba, acude a la llamada de alarma
con varonil bizarría, brioso el continente i arremangada la sotana a la
cintura. Dijérase su persona un vibrante manojo de nervios, que ora son látigos
sacudidos por la tromba de su genio impulsivo, ora cuerdas canoras que traducen
las resonancias de su melifluo corazón. Hay en él rica savia de altos dones
mentales i de finísimos sentimientos, bajo la áspera corteza de un férreo
pretorianismo. Miembro fundador de la Academia Lauretana de Ciencias i Artes,
es un enciclopédico i un forjador de hombres. Regenta allí las cátedras de
Física i Filosofía; i en la Universidad de San Agustín las de Química, Frenología, Craneoscopía, Magnetismo, Derecho
Civil i de Gentes; i alcanza el Rectorado del Claustro en 1870 por decisión
unánime del magisterio i del foro. Ejecutivo en su acción, austero en su vida,
múltiple en su obra, deja en la escena tumultuosa de la Arequipa de su época
una compleja huella de ejemplos i de caídas, de rustiquez i de cultura, de
violencia i de bondades, de piedad i de heterodoxia.
Deán Juan Gualberto Valdivia Cornejo (*Islay, 11 de julio de 1796 - † Arequipa, 12 de diciembre de 1884).
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Renato Morales de Rivera,
el malogrado poeta hace poco desaparecido, labró en memoria suya la oda
imperecedera:
“¡Oh, torvo Deán Valdivia! Audacia racial perdida
en el tumulto de nuestra absurda democracia.
¡Oh, Deán Valdivia! Oculto poder de fuerza en distensión
i superenergía, que cobra forma, realidad i acento en un momento de anarquía,
de sangre i de fragor.
Su
desproporcional inarmonía es como un gesto de retorcimiento en una trágica
alucinación.
Soldado estrafalario, cantor de la revolución; paradójica línea divisoria entre el audaz guerrero legendario i el compungido inquisidor.
Al ronco son de sus marciales dianas, despertaron dormidas multitudes en los varios confines; i hubo una gallardía de actitudes en todas sus arengas soberanas cuando, espoleando trágicas virtudes, puso en son de rebato a las campanas i en bélico entusiasmo a los clarines!
Pero siempre al final de la jornada, i después del letífero fragor, i sobre la colina ensangrentada, i sobre el negro campo enmudecido, i en el nombre de Dios, Nuestro Señor, con histérico gesto de fraile poseído, signó una pavorosa bendición...”.
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Poeta F. Renato Morales de Rivera
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El caso de Valdivia, revolucionario i jurista,
parece ser un símbolo del sino de Arequipa: hoy, la línea serena del Digesto;
mañana, el zigzagueo tortuoso del motín. Porque esa ciudad de corte patriarcal
i de desaforados estallidos, es también la ciudad por excelencia del Derecho i
de la Ley. A lo largo de su vida, han prosperado en ella, con vigor espontáneo,
las disciplinas jurídicas, imprimiéndole carácter i dándole prestigio.
La vocación a la jurisprudencia originó allí una
extraordinaria floración de hombres públicos. De la facultad de San Agustín
salieron abogados, legisladores, magistrados e internacionalistas de renombre nacional: Luna Pizarro, Gómez
Sánchez, Martínez, Paz Soldán, Tejeda, Ureta, Químper, Pacheco, García
Calderón i Bustamante (don Pedro José).
I ese conjunto descollante de legistas de auténtica
prosapia tuvo en el llano rebrotes numerosos y hasta pintorescos. La afición al Derecho ostenta en ciertos períodos las
características de una verdadera saturación social: doctores i más doctores.
Se infiltra en todas las capas sociales; i metiéndose en la entraña misma del
pueblo, rastrea en los menudos menesteres para crear tipos profesionales de humorismo
inigualable: el leguleyo, el tinterillo, el escribano, el jurero, el
procurador, el pregonero i el alguacil.
¿Cómo conciliar esa tendencia legalista, que es lo
mismo que decir disciplinada i moderadora, con el espíritu libertario del
arequipeño i con sus ímpetus de rebeldía? ¿Cómo armonizar el culto de la ley,
que es limitación i freno, con la hipertrofia del albedrío? ¿Qué secretas
conexiones pueden existir entre el mecanismo sagaz del orden jurídico i el
derecho a la revolución? Complicadas preguntas que tienen, sin embargo, su
respuesta i su justificación en las sutiles reacciones de la psicología
local.
Sería pueril atribuir la génesis de los levantamientos
de Arequipa al rudimentario impulso de lucha del hombre elemental o primitivo.
No es posible tampoco catalogarlos como simples expresiones espasmódicas del
nerviosismo del ambiente. Claro es que en el cuadro de la sociología política
de este pueblo actuó frecuentemente como factor integrante la influencia
telúrica: una atmósfera electrizada, un paisaje de contrastes violentos, acaso
una especie de mimetismo con la naturaleza volcánica i convulsionada de su
suelo. Cabe admitir que una meteorología tensa o una geología indómita i áspera
puedan llegar a fijar en las neuronas una sobrecarga de energías capaz de exacerbar la sensibilidad i hacer
de ella campo propicio para el distendimiento agresivo, para la reacción
desmesurada o para el acto primo. Pero es indudable también que el espíritu
lógico del pueblo ha exigido siempre, en el albor de cada movimiento cívico,
un justificativo razonado, una bandera idealista o un gonfalón sentimental
para secundar el gesto inicial de la insurgencia. Salvo escasas excepciones,
fueron por lo general la protesta contra la arbitrariedad, la lesión de los
fueros locales, el agravio de la fe, el peligro de la patria o el hartazgo de
la indignidad, los necesarios gallardetes de la asonada revolucionaria. Lo
fué también, en ocasiones, el prestigio del caudillo, respecto de cuyos
requerimientos no se solía inquirir causas ni regatear sacrificios, por la
confianza que inspira el hombre puro o por la fascinación que ejerce el hombre
fuerte. I de una o de otra manera, había en esas actitudes un fondo de ética
política, una búsqueda instintiva de la razón de ser o del respaldo moral de
la insurrección, un afán generoso de hacer ofrenda de la sangre por la defensa
de un derecho o en castigo de una transgresión. Bien puede, pues, afirmarse que
en cada rebelión suya puso el pueblo de Arequipa la promisora lontananza de un
mejoramiento local o patriótico, vale decir, de una afirmación del orden
jurídico, ya para restaurar normas violadas, ya para promover el reemplazo de
las viciadas o caducas. I todo ello con una atrayente característica
romántica: el desinterés. Era la revuelta una especie de voluntaria i periódica
obligación cívica. Peleaba el cholo sin pedir ni esperar nada para sí. Ni
ambición, ni soldada. Después de la refriega, volvería a lo suyo, a su “pago”,
al cortijo, a la herrería, a su banco de talabartero, sencillo como la víspera,
la cara en fiesta, el silbo a flor de labios, aligerada la conciencia. Para
él, sencillo i palurdo, la revolución tiene la simplicidad del episodio
callejero; para el historiador, analista i filósofo, la revolución es la
protesta subconsciente del sentido jurídico contra el desmán o la injusticia.
Junto a los dos rasgos típicos i aparentemente
contradictorios de la psicología arequipeña: la rebeldía i el legalismo, la
beligerancia i la academia, la política militante i la especulación racional,
hay un tercero que tiene, a mi juicio, su raíz en la doble influencia de la
tradición y del medio físico. Es el sentimiento religioso.
Arequipa ha sido siempre profundamente creyente. El viejo hogar castellano, austero, cristiano i virtuoso, arraigó allí como en terreno propio. Castellanas fueron las familias más señeras de la aristocracia provincial; i al implantar su linaje, implantaron también su fe. Una fe llena de fervor i de ritualismo entre las gentes de señorío, i un tanto ingenua i supersticiosa entre el mestizaje lugareño, tocado acaso de lejanas influencias de la paganía incaica. Costumbres conventuales presidían la vida urbana: el toque de maitines anunciaba a las gentes la vigilia de los frailes i el despertar de la aurora; i al asomar el crepúsculo, las campanas del Angelus sacudían las torres de las iglesias como un revuelo sonoro i destocaban en las calles las cabezas de los transeúntes. La piedad de los fieles salpicaba de ex-votos de plata i pedrería el ropaje de las imágenes milagrosas; i ante los altares barrocos de contorsionadas columnas, cirios descomunales elevaban al cielo su llameante imploración de bendiciones. Mujeres de saya i manto acudían a la misa tempranera de la parroquia; i por la tarde, acabada la cena familiar, amos, niños i criados dábanse cita en el oratorio, donde el rezo del rosario ponía fin i remate a la jornada del día. En la Semana Santa, solemnes procesiones lucían por las calles sus nutridos cortejos de devotos, portando velones verdes a la vera de las andas del Nazareno i de la Virgen Dolorosa.
Fotografía coloreada que muestra al templo San Juan Bautista de Yanahuara un domingo de ramos. Base fotográfica , fotografía de 1920. Vea: https://arequipatradicional2.blogspot.com/2016/03/semana-santa-arequipena.html
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Festividades típicas metían en
barullo al vecindario: quemábase a Judas en efigie la mañana de Pascua; un
enorme gentío se congregaba en la Plaza de Armas en la noche de vísperas de
Las Mercedes para presenciar los “castillos”, bellos e ingenuos fuegos de
artificio en los que atronaban i encendían el espacio, salvas, lagrimillas i
camaretas; i al mediar la Nochebuena, los chiquillos del barrio, organizados en
alegres pandillas, recorrían las calles golpeando los aldabones, entonando villancicos
i mercando empanadas en las vivanderías de las
aceras. Tiempos de oro de la fe pueblerina en que, apenas recogida la cosecha,
enjaezaba el chacarero el mejor asno de la heredad para llevar al “Señor Cura”
el diezmo i la primicia; i en que, sobre la parva reluciente de granos, recién
aventada la mies, plantaba el mayordomo la cruz de geranios silvestres i rezaba
el “Bendito” a la cabeza de sus peones, como una emocionada acción de gracias,
bajo el providente cielo azul.
Después, aires de fuera trajeron inquietudes a la
villa beata. Liberales i enciclopedistas alumbraron la tea del libre examen i
aun del agnosticismo. La ciudadanía se dividió en dos bandos: frente a la
clerofobia delirante, el conservadorismo irreductible. Reviviendo los viejos
autos de fe, damas exacerbadas quemaron en la plaza pública la Constitución
radical del año 1867. Hubo pugnas panfletarias i polémicas de principios.
Amainados luego los ímpetus vehementes, se impuso en los espíritus una
tolerancia respetuosa; i pareció entonces renacer, más sosegado i profundo, el
misticismo de la ciudad.
I es que Arequipa es
mística, aún al margen de sus gentes, por la virtud irresistible de su
paisaje. El ambiente invita al éxtasis. Una especie de iluminado panteísmo baña
i se infiltra en los seres i en las cosas de su naturaleza circundante.
Ancho valle i risueño. Luz de sol, limpia i
radiante, en la serena sucesión de los días. Tibieza del aire diáfano. Campiña
de relicario, diminuta i suntuosa. Vegas magnificas, en que la variedad de los
sembrados presta a la tierra el milagro de su policromía: verde aterciopelado
de la alfalfa, oro de los trigales, morados dientes de las mazorcas, pinceladas
violetas del patatal en flor. Polícromo también el horizonte: de añil el
cielo, incendio rojo el celaje, cárdeno el tono de las montañas, blanca la
nieve de las cúspides. Hacia el Nordeste, formando un majestuoso anfiteatro,
la Cordillera de los Andes con sus tres grandes macizos — el Chachani, el Misti
i el Pichupichu — que velan como sombras tutelares el sueño de la ciudad. I
hacia el Poniente, en estribaciones de suave declive, la arena gris de la
estepa cisandina, que parece buscar, en sitibundo alargamiento, el refrigerio
del mar distante.
Flota en todo este conjunto cósmico un no sé qué de
místicos efluvios. Hay algo así como una voz profunda que suena a divinidad.
Arrobamiento mudo de los campos, inundados de Dios. Oblación cuotidiana de las
cosechas próvidas en la patena del paisaje. Holocausto de mariposas en el
cáliz dorado de la espiga. Pardas cogullas de los montes, que se dijeran
frailes petrificados en actitud ascética.
Sobrepellices albos de las cumbres nevadas. Hábito recoleto
de los arenales magros i enjutos.
El Misti señorea, con su cono gigante, la visión de
Arequipa. Es como un dios voluble, a un mismo tiempo amenazante i protector.
Entre sus pliegues graníticos acoge amorosamente la blanca desnudez de la
ciudad, i sus espaldas ciclópeas la preservan de las frías cuchilladas del
viento de la puna; pero en sus entrañas sórdidas ambula el terremoto como fiera
enjaulada; i alguna vez, desperezándose, su bostezo de siglos se hace espuma de
lava i de escoria. En el laboratorio crepitante de sus cavidades interiores,
elabora la alquimia de las sales minerales, de los fluidos gaseosos i de las aguas primitivas, para proyectar a la superficie,
como filtros benéficos, las fuentes termales de Jesús, Socosani i Yura, ricas en
salutíferos poderes. El preside i regula, desde su altura prepotente, toda la
vida urbana: sus primeras nieves marcan las siembras del grano; los nubarrones
de su cima suelen ser nuncios fatídicos de la helada: i la limosna de sus
deshielos alimenta a la campiña en la sequía de los estiajes. Vive metido en el
alma de las gentes, patriarcales como él, i como él explosivas i adustas.
“Hijos del Misti” les llaman a los arequipeños; i es que hay en ellos, sin duda,
un poco de la grave i enigmática psicología del volcán. El volcán es el “tótem”
geológico de los nativos.
Las viejas casas de Arequipa están hechas de lava.
En los estratos plutónicos de los aledaños se cantea la escoria petrificada de
remotas erupciones; i así nace, en bloques cúbicos, el “sillar”, piedra
volcánica de acentuado color blanco, porosa i consistente. Los muros de sillares
alcanzan en ocasiones hasta un metro de anchura i rematan en bóvedas que
cierran los edificios con la severa curva del medio punto. De ahí que la
ciudad antigua, toda ella blanca i abovedada, cobre a vista de pájaro un
aspecto marcadamente morisco. Se la llama también “ciudad de piedra”; i lo es,
sin duda alguna, material i espiritualmente: pétrea la entraña de su suelo;
pétreas sus construcciones; pétreos también, por sólidos, sus hombres. Se
diría que en las canteras tallan los picapedreros los sillares de las viviendas
i las aristas de la voluntad.
Ciudad i campiña tienen por marco exterior el
desierto. Geográficamente hablando, Arequipa entra, pues, en la categoría del
oasis: un pueblo en un islote de verdura. Todo es árido i yermo a su alrededor:
de un lado, las montañas, solitarias i mudas; de otro lado, la pampa rugosa i
escueta. En el recogimiento de esa soledad tónica, en la quietud meditativa
de este aislamiento, el oasis labra su vida i el hombre cincela su
personalidad. Allí se adquieren tesón i autonomía. Allí la lucha demanda
desproporcionados esfuerzos: es la lucha de lo diminuto contra lo poderoso, de
la necesidad contra la escasez, de la sed contra la sequía, del coraje contra
la distancia, del trascendentalismo contra la frivolidad. En esa pugna
constante, el hombre del oasis se toca a veces de impaciencia; siente el medio
demasiado reducido para sus ambiciones, demasiado circunscrito para sus ideales.
Le aguijonea el afán de lo desconocido; se sabe águila en nido de gorriones; i
lanza el vuelo con valentía tras el azar de la aventura. El are- quipeño es
inmigrante: conoce todas las latitudes, surca todos los mares, se le encuentra
desparramado en los más inverosímiles rincones del globo. Millares de hijos de
esa brava región llevan su dinamismo o su bohemia a diversos países, ya como
agricultores, ya como mineros, aquí como estudiantes, allá como artistas, más
allá como simples corredores de albures. Pero en sus almas nómades alienta
siempre la nostalgia de la tierruca pobre, luminosa e inolvidable.
El oasis tiene sus símbolos vitales: el agua, el
árbol, la alegría. Arequipa tiene también los suyos: la acequia, el sauce, las
campanas.
Las acequias de Arequipa son un poema serpenteante
que se disuelve en linfas. Anchas, repletas, cristalinas. Discurren por la
campiña como arterias generosas, llevando a las parcelas labrantías la
esperada caricia del riego. Milagro de la naturaleza se dijera su próvida
fecundidad, cuando se las ve desprenderse del cauce humilde de Chili, el río
magro i pedregoso que atraviesa el valle; pero ellas parecen succionar hasta
las últimas filtraciones del
subsuelo, para luego vaciar en los sembrados sedientos i a veces marchitos la
maternal gravidez de su corriente. La costumbre tradicional ha establecido un
régimen de equidad dudosa para el reparto de las aguas: el turno de la “mita”
se repite sólo cada semana o más de tarde en tarde i por eso el día que “le
toca el agua” es para el chacarero un día de fiesta i también de avizores
cuidados: fuertes mocetones “rondan” la acequia para prevenir hurtos del
vecino, i el “camayo” descalzo i con lampa en mano, cumple religiosamente la
liturgia del regadío, abriendo paso al hilo líquido a lo largo de la línea
minuciosa de los surcos. La acequia es para él como la madre, como el hijo o
como la hembra: la venera, la mima i la cela. Siembra de árboles sus bordes,
mulle de césped sus márgenes, repara sus quiebras, refuerza sus boquerones,
limpia de guijarros su lecho i es capaz de matar al ladrón de su caudal. Ella
es el centro de sus cariños, el desvelo de sus noches i el alimento de sus
esperanzas; porque la acequia significa la vida de su campo, la salvación de
la cosecha, el pan de sus pequeños, el traje nuevo de la mujercita, el
finiquito del canon del arrendador; todo aquello, en fin que constituye el
horizonte mental de ese espíritu rústico i bueno, humana flor del chacarerío.
Camayo: peón de labranza que se ocupa del riego.
Recorte fotográfico, archivo Hnos. Vargas 1915.
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El sauce es el señor de la campiña. Viva atalaya del oasis, que escruta desde el vértice más alto de su fronda la sorpresa anhelada del desierto. Poblados están de sauces los lomos de las colinas i la anchura de las explanadas. En cada uno de ellos se resume i compendia toda la gama de la vida campesina. Sus cortezas rugosas, de hondas grietas seniles, tienen la curtida aspereza de los viejos rostros labriegos; robustas son, como brazos de mocetones, las ramas adultas de su follaje; i es tierna como carne de recién nacido la pulpa de sus hojas, finas i leves. Cada uno de ellos cuenta una historia o sugiere una fantasía. Rústicos sauces de la plazuela de Yanahuara, a cuya sombra se urdieron tantos romances de aldeanitos maltones; sauces llorones de Aran- cota, arrepollados i cimbreantes como un despliegue de polleras cholas sobre el talud del camino real; sauces astrónomos del Carmen Alto, insaciables de altura, que empinando los troncos sobre el montículo parecen embebidos en la obsesión de enfocar estrellas; sauces cantores de Huasacache, ¡dentro de cuyas copas anidaron tantos idilios de jilgueros! Sauces por todas partes i en todas las actitudes: ora, en macizos incoherentes, semejan gruesos brochazos de un verde glorioso i húmedo en la acuarela del paisaje; ora, en hileras rectilíneas, señalan, como gendarmes, el lindero civil de las heredades. Aquí, buscando apoyo en el cerco de la carretera, parecen viandantes rezagados que hubieran hecho un alto en la fatiga de su peregrinaje; allá, arrimados a la tapia de un huerto, celestinean el escalo de los granujas en su cuotidiano asalto a los frutales en sazón. Bien se asoman al borde de las acequias músicas, marcando con la batuta de su ramaje ondeante el compás gorgoriento i diamantino de la canción del agua; o bien, en el misterio de la noche, erguidos, solos, hieráticos en mitad del campo ahito de silencio, evocan la silueta de esos recios mayorazgos de alargadas figuras que, embozados en los pliegues de su capa bejarana, hacían, siglos atrás, a solas con sus conciencias, la ronda sigilosa de su predio, nutrido de nocturnas acechanzas.
Recorte fotográfico coloreado digitalmente de Carmen Alto visto desde el Observatorio. Archivo de la Universidad d e Harvard 1890-1893
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Las campanas arequipeñas son como la risa del
oasis. Vibración jubilosa de la sencillez pueblerina. Reto parlero del caserío
frente al ocre mutismo de la sabana. Vocinglera alegría de las torres, que
suelta piadosamente su lluvia de cascabeles sobre las almas románticas i un
poco tristes de las gentes.
Porque, en verdad, el fenómeno es ése. En Arequipa,
la euforia viene de arriba abajo. No vive a ras de tierra: cuelga del campanario.
En el llano de la vida usual, predomina el sedimento de la idiosincracia
castellana: cordial, pero severa i sobria. Antes que la locuacidad, el
laconismo. Más bien la sonrisa que la carcajada. A veces, ni sonrisa, sino esa
especie de “spleen” criollo que pintorescamente se denomina “nevada” i que
suele poner duros los semblantes i las cejas fruncidas. Pero repican las
campanas i el cuadro se transforma. Retozan los sonidos a la gana-gana con el
viento. Las almas se sienten niñas. Las miradas se elevan hacia esos
geniecillos de bronce que columpian en el aire sus badajos de chicos
juguetones; i una vibración sedante se enseñorea del espacio, orea los rostros
i borra las arrugas de las frentes.
Las campanas en Arequipa son una cosa medular.
Realizan un cometido social e histórico. Marcan el ritmo de los días, señalan
el horario de las faenas, convocan a los ritos religiosos, dicen las penas del
vecindario i ponen la nota épica en el tumulto de las sediciones. Hay
campanas mañaneras i campanas vespertinas. Campanas monótonas de la Recoleta,
que madrugan antes del claror del alba para desgranar una a una sus notas
penitentes en el toque de las cuatro. Canónicas campanadas de las nueve i
media, con que pregona la Catedral la elevación del Santísimo en la misa mayor.
Campanadas melifluas del Monasterio de Santa Catalina, que se dirían enjambres
de agudas voces monjiles zumbando por los arcos de las cúpulas al llegar el
medio día. Campanadas de las dos de San Francisco, que repercuten, claras, en
el valle anunciando a los labradores la hora de la merienda. Toque del Ave
María en Santo Domingo, grave como la salmodia de los frailes en el rezo de
vísperas. Paradójico concierto de las campanas todas, en que alternan los
repiques vivaces de las fiestas i los lúgubres dobles por los difuntos, la
algarabía del Sábado de Gloria i los clamores de la misa de ánimas, las
plegarias de los temblores i la llamada a somatén de las jornadas cívicas.
También el campo tiene sus tañidos. Las campanas
rurales son menudas i gráciles, como las golondrinas: acaso sean golondrinas presas
que se fugan hechas sonido. En los villorrios campesinos, las espadañas
blancas pueblan de místicos ecos la placidez de los sembrados i el parloteo
de las gañanías. Sus torrecillas puntiagudas se clavan en el cielo como
agujas sonoras. Tocan a júbilo en las cosechas i también en los casorios, que
son como la cosecha del amor. Al caer de la tarde, su acento llama con
inflexiones maternales a los rebaños dispersos; i desde el prado, las esquilas
responden al reclamo con notas tiernas como balidos. En los campos, las
esquilas son las hijas de las campanas.
Campanas de la Basílica Catedral de Arequipa, Fotografía: Revista el Búho.
“Lecherita, lecherita
que te vais pa la ciudá:
si el “ccala” te piropea, (6)
lecherita, no le oigáis.
Los piropos de los ccalas
tienen un veneno tal,
que si se mete en el alma
ya no vuelve a salir más.
Dale la vuelta a tu burro,
lecherita, i caminá
sin oirle los piropos
al ccala de la ciudá”. (7)
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Así es Arequipa. Así la evoca, a través de la lente
del recuerdo, mi retina filial. Así se resumen, en un puñado de estampas, su leyenda,
su historia i su carácter. Así, en apretada síntesis, está dicho su elogio.
Vieja ciudad patricia, en que buscó solar i
encontró asiento, sobre el poblacho indígena, la reciedumbre castellana.
Simple ciudad labriega. Campiña multicolor,
relumbrante de sol. Laboreo cariñoso del agro, en menudas tabladas prolijas i
minúsculos huertos, colgados, como macetas, del balcón de los Andes. Extraño
mimetismo de los hombres i del suelo: ávidos los espíritus como las tierras
secas, en afán paralelo de cultura i de linfas; robusto el migajón de los
barbechos, los cerebros robustos; brioso germinar de la semilla — grano o
idea— en los surcos de las tabladas i en las frentes pensadoras.
Viril ciudad heroica. Despejado el ambiente, sin
nieblas ni ambigüedades. Neta la silueta de sus montañas; pleno de
personalidad el perfil de sus proceres. Complejo de vivientes neurotismos:
oscuras fuerzas internas que estallan en el espasmo de los terremotos o se
crispan en la contorsión de los tumultos. Desperezo intermitente de los
volcanes. Potros encabritados de las revoluciones.
Agil ciudad dialéctica. Crisol de contrastes i de
paradojas: caudillismo talar del Deán Valdivia; aulas i barricadas; vocación
exacerbada del Derecho; cauces rurales, amplios como códigos, que llevan a lo
largo de los linderos la torrentada del agua i la disciplina de la ley. . .
Pía ciudad creyente. Misticismo irresistible del
panorama. Arco románico del cielo, exornado, como las bóvedas catedralicias, de
frescos en azul. Actitud prosternada de los montes. Ingenuidad devota de las
costumbres. Entereza del dogma. Esplendores del rito. Maciza fe del corazón.
Pétrea ciudad adusta. Sólida trabazón de las
viviendas, donde el sillar es símbolo de la psicología colectiva: roca i
espuma, dureza i ductilidad. Amalgama del fuego, en que el aliento del volcán
funde i anima las piedras y las almas.
Alta ciudad señera. Hurañamente sola en un repecho de la serranía. Oasis orgulloso, ayuno de vecindades, vueltos los cuatro frentes hacia el desierto amigo. Lejos del mar, i, por ende, ignorante de los flexibles recursos de la onda; lejos de las cumbres, cuyos hielos no lo alcanzan, aunque lo atraen sus alturas. Síntesis de armoniosa equidistancia geológica i anímica: accesible en su aislamiento, cordial en su autonomía, generoso en su soledad.
Blanca ciudad sonora.
Alero de golondrinas, de tañidos i de cantares. Revolar incansable de
alegrías i de penas en las agujas de las iglesias i en el campanario de las
almas. Campanadas en el día, caudalosas como cascadas de cristal. Campanadas
en la noche, finas i distantes como un cascabeleo de estrellas. Sinfonía
obsesionante de campanas, en la cual las notas de esta prosa lírica quisieran
ser como un repique nuevo, vigoroso i cordial.
Montevideo, 1941.
- Hoy Tingo.
- Hoy Tiabaya.
- Hoy Socabaya.
- Hoy Characato.
- Hoy Sabandía.
- Ccala: quechuismo que significa “desnudo”. Llámase “pata-ccala”, en lenguaje vulgar, a la persona que anda descalza. En sentido despectivo, el cholo campesino llama ccala al blanco de la ciudad. En esta última acepción está empleada la palabra en estos versos.
- Romance del autor.